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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (9 page)

BOOK: Cádiz
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—¿Acaso soy sorda? Ha dicho que en las Cortes reside la
Soberanía de la Nación
.

—Y que reconocen, proclaman y juran por rey a Fernando VII…

—Que quedan separadas las tres potestades… no sé qué terminachos ha dicho.

—Que la Regencia que representa al Rey o sea poder ejecutivo preste juramento.

—Que todos deben mirar por el bien del Estado. Eso es lo mejor, y con decirlo, sobraba lo demás.

—Ahora se levanta gran tumulto entre ellos, amiga mía.

—Van a disputar sobre eso. Pues no levantará mal cisco el cleriguito. ¿Cómo se llama?…

—D. Diego Muñoz Torrero.

—Parece que vuelve a hablar.

En efecto, Muñoz Torrero pronunció un segundo discurso en apoyo de sus proposiciones.

—Ahora me ha gustado más, mucho más, señora condesa —dijo la de Cisniega—. A este hombre le haría yo obispo. ¿No es justo y razonable lo que ha dicho?

—Sí, que las Cortes mandan y el rey obedece.

—De modo, que según la
Soberanía de la Nación
, el gobierno del reino está dentro de este teatro.

—Ahora le toca a Argüelles, amiga mía. Lo que me gusta es que todos dicen que están de acuerdo. ¿Para cuándo dejan el disputar?

—Al principio todo es mieles. Repare usted que estamos en el primer acto.

—Ahora habla Argüelles.

—¡Oh, qué bien! ¿Ha conocido usted muchos predicadores que se expresen con esa elegancia, esa soltura, esa majestad, ese elevado tono, el cual nos sorprende y embelesa de tal modo que no podemos apartar la atención del orador, encantándose igualmente con su presencia y voz, la vista y el oído?

—¡Cosa incomparable es esta! —expresó con entusiasmo doña Flora—. Diga usted lo que quiera, han hecho muy bien en traer a España esta novedad. Así todas las picardías que cometan en el gobierno se harán públicas, y el número de los tunantes tendrá que ser menor.

—Sospecho que esto va a ser más brillante que útil —repuso la condesa—. Oradores creo que no faltarán. Hoy todos han hablado bien; ¿pero acaso es tan fácil la obra como la palabra?

Y de este modo iban comentando los discursos que sucedieron al de Muñoz Torrero, los cuales alargaban tanto la sesión, que bien pronto se hizo de noche y el teatro fue encendido. No por la tardanza se cansaron las dos damas, quienes, como el resto de la concurrencia, permanecieron en sus asientos hasta entrada la noche, gozando de un espectáculo que hoy a pocos cautiva por ser muy común, pero que entonces se presentaba a la imaginación con los mayores atractivos. Los discursos de aquel día memorable dejaron indeleble impresión en el ánimo de cuantos los escucharon. ¿Quién podría olvidarlos? Aún hoy, después que he visto pasar por la tribuna tantos y tan admirables hombres, me parece que los de aquel día fueron los más elocuentes, los más sublimes, los más severos, los más superiores entre todos los que han fatigado con sus palabras la atención de la madre España. ¡Qué claridad la de aquel día! ¡Qué oscuridades después, dentro y fuera de aquel mismo recinto, unas veces teatro, otras iglesia, otras sala, pues la soberanía de la nación tardó mucho en tener casa propia! Hermoso fue tu primer día, ¡oh, siglo! Procura que sea lo mismo el último.

Ya avanzada la noche, corrió un rumor por las tribunas. Los regentes iban a jurar, obligados a ello por las Cortes. Era aquello el primer golpe de orgullo de la recién nacida soberanía, anhelosa de que se le hincaran delante los que se conceptuaban reflejo del mismo Rey. En los palcos unos decían: «Los regentes no juran»: y otros: «Vaya si jurarán».

—Yo creo que unos jurarán y otros no —dijo Amaranta—. Ellos han intentado tener de su parte el pueblo y la tropa; pero no han encontrado simpatías en ninguna parte. Los que tengan un poco de valor, mandarán a las Cortes a paseo. Los débiles se arrastrarán en ese escenario, donde me parece que resuena todavía la voz del gracioso Querol y de la Carambilla, y besarán el escabel donde se sienta ese vejete verde, que es, si no me engaño, don Ramón Lázaro de Dou.

—¡Que juren! Con eso no habrá conflictos. Parece que hay tumulto abajo.

—Y también arriba, en el paraíso. El pueblo cree que está viendo representar el sainete de Castillo
La casa de vecindad
, y quiere tomar parte en la función. ¿No es verdad, Araceli?

—Sí señora. Ese nuevo actor que se mete donde no le llaman, dará disgustos a las Cortes.

—El pueblo quiere que juren —dijo Flora.

—Y querrá también que se les ponga una soga al cuello y se les cuelgue de las bambalinas.

—Y fuera también hay marejadita.

—Me parece que esos que han entrado en el escenario son los regentes.

—Los mismos. ¿No ve usted a Castaños, al viejo Saavedra?

—Detrás vienen Escaño y Lardizábal.

—¡Cómo! —exclamó la condesa con asombro—. ¿También jura Lardizábal? Ese es el más orgulloso enemigo de las Cortes, y andaba por ahí diciendo a todo el mundo que él se guardaría las Cortes en el bolsillo.

—Pues parece que jura.

—Ya no hay vergüenza en España… Pero no veo al obispo de Orense.

—El obispo de Orense no jura —murmuraron las tribunas en rumoroso coro.

Y en efecto, el obispo de Orense no juró. Hiciéronlo humildemente los otros cuatro, con mala gana sin duda. La opinión pública en general estaba muy pronunciada contra ellos. Levantose la sesión, y salimos todos, oyendo a nuestro paso las opiniones del público sobre el suceso que había puesto fin al solemne día. Casi todos decían:

—¡Ese testarudo vejete no ha querido jurar! Pero el juramento con sangre entra.

—Que lo cuelguen. No acatar el decreto que se llamará de 24 de Setiembre, es dar a entender que las Cortes son cosa de broma.

—Yo me quitaba de cuentos, y al que no bajara la cabeza, le mandaría prender, y después…

—Si esos señores no quieren más que gobierno absoluto…

En cambio otros, los menos por cierto, se expresaban así:

—¡Magnífico ejemplo de dignidad ha dado el obispo a sus compañeros! Humillar el poder real ante cuatro charlatanes…

—Veremos quién puede más —decían unos.

—Veremos quién más puede —respondían los otros.

Los dos bandos que habían nacido años antes y crecían lentamente, aunque todavía débiles, torpes y sin brío, iban sacudiendo los andadores, soltaban el pecho y la papilla y se llevaban las manos a la boca, sintiendo que les nacían los dientes.

- X -

Despedime de Amaranta y su amiga, prometiendo visitarlas al día siguiente, como en efecto lo hice. En un café de Cádiz juntóseme D. Diego, quien al punto renovó sus promesas de llevarme a la casa materna, en lo cual le di tanta prisa, que fijamos para el próximo día la visita. También hice una a lord Gray, al cual hallé sin variación alguna, y como le dijese que yo pensaba ir a casa de doña María, se sorprendió, asegurándome después que él iba todas las noches.

Cuando llegó el anochecer del día indicado, fuimos Rumblar y yo, previa repetición de las advertencias que el caso requería.

—Ten mucho cuidado —me dijo— de fingirte mojigato, si no quieres que te echen a la calle. Mis hermanas
[5]
, a quien dije que estabas aquí, desean que vayas; pero no te la eches de galante con ellas. Mucho cuidado con aludir a mis salidas de noche, porque lo hago a escondidas de mi señora mamá. A los señores que veas allí, trátales cual si fueran lumbreras de la patria y prodigios de talento y virtudes. En fin, confío en tu buen sentido.

Llegamos a la casa, que estaba en la calle de la Amargura y era de hermosa apariencia. Vivía en el piso alto la de Leiva y en el principal la de Rumblar, quien por el reciente reumatismo de su ilustre parienta, ejercía el cargo de jefe y director supremo de la familia con toda la extensión propia de su carácter. Al entrar y subir detúvonos un lejano y solemne rumor de rezos, y D. Diego dijo:

—Aguardemos aquí; que están rezando el rosario con Ostolaza, Tenreyro y D. Paco. A este ya le conoces. Los otros son diputados, que vienen aquí todas las noches.

Mientras aguardábamos observé la casa, que era alegre y bonita como todas las de Cádiz. Espaciosas vidrieras cerraban el corredor por el patio, y en las paredes no se veía un palmo de superficie desocupado de cuadros al óleo, representando asuntos diversos, y confundidos los religiosos con los profanos. Al fin, concluido el rezo, tuve el honor de entrar en la sala, donde estaba doña María con sus dos niñas, D. Paco y tres caballeros más que yo no conocía. Recibiome la de Rumblar con cierta cortesanía ceremoniosa y un tanto finchada, pero afablemente y mostrándome benevolencia de alto a bajo, es decir, entre generosa y compasiva. Las niñas, observando el ritual a que estaban acostumbradas, me hicieron una reverencia, sin desplegar los labios; D. Paco, tan pedante en Cádiz como en Bailén, hízome grandilocuentes cumplidos y los demás personajes miráronme con recelosa prevención, sin mostrarme urbanidad más que con algunas rígidas inclinaciones de cabeza.

—Has llegado tarde al rosario —dijo doña María a D. Diego después que me indicó un asiento.

—¿Pero no dije a usted —respondió el joven— que lo rezaba esta tarde en el Carmen Calzado? De allí vengo ahora, junto con Gabriel, que volvía de confesarse con el padre Pedro Advíncula.

—¡Qué excelente sujeto es el padre Pedro Advíncula! —me dijo en tono sumamente ponderativo doña María.

—No existe otro en toda la redondez de Cádiz —respondí— con especialidad para lo tocante al confesonario. ¿Pues y en el púlpito? ¿Y quién le echará la zancadilla a cantar una epístola?

—Es verdad.

—A mí me cautiva oírle cantar la epístola —repitió D. Diego.

—Yo celebro mucho —me dijo doña María— los grandes adelantamientos que ha hecho usted en su carrera.

Me incliné ante la matrona con el mayor respeto.

—Toda persona de rectitud y caballerosidad, atenta al buen servicio de la religión y del rey —continuó— no puede menos de encontrar premio a su trabajo. Yo sentí mucho que mi hijo no siguiese en el ejército algún tiempo más…

—Harto trabajamos Gabriel y yo junto al puente de Herrumblar —dijo D. Diego—. Verdaderamente, señora madre, si no es por nosotros… Ello fue que hicimos un movimiento con nuestro escuadrón en tales términos que… ¿te acuerdas, Gabriel? Francamente, si no es por nosotros…

—Calla, vanidoso —dijo doña María—. Más ha hecho el señor que tú y no se alaba de ello. La propia alabanza es cosa ruin e indigna de personas bien nacidas. ¿Estará mucho en Cádiz el Sr. D. Gabriel?

—Hasta que concluya el sitio, señora. Después pienso dejar las armas y seguir en mi ardiente vocación, que me impele a la carrera de la Iglesia.

—Alabo mucho su resolución, y esclarecidos santos tiene el cielo, que primero fueron valientes soldados, como San Ignacio de Loyola, San Sebastián, San Fernando, San Luis y otros.

—¿Ha estudiado usted teología? —me preguntó un señor de los presentes.

—Mi maleta de campaña no contiene más que libros de teología, y desde que tengo un rato de vagar, entre batalla y batalla, me harto de leer una materia que es para mí más grata que las mejores novelas. Las tristes horas de la guardia me dan espacio y tiempo para mis meditaciones.

—Asunción, Presentación —dijo doña María con entusiasmo—, aquí tenéis un ejemplo que debe sorprenderos y admiraros.

Asunción y Presentación, al oír que yo era una especie de santo, me contemplaron con admiradas. Yo las miré también. Estaban tan bonitas, más bonitas que en Bailén; pero oprimidas bajo la exagerada pesadumbre de la autoridad materna, sus hermosos ojos estaban llenos de tristeza. Sin que su madre lo advirtiera, dijéronse algunas palabras por lo bajo.

—¿Y qué nuevas nos trae usted de la Isla? —me preguntó doña María.

—Señora, ayer se inauguró esa jaula de locos. Ya sabrá usted que el señor obispo de Orense se ha negado, con pretexto de enfermedad, a jurar ante las Cortes.

—Y ha hecho perfectamente. En verdad no se concibe que haya gente tan loca… Antes del rosario nos explicaba el Sr. Ostolaza lo que entienden ellos por la soberanía de la nación, y nos hemos horripilado. ¿Verdad, niñas?

—¡Dios nos tenga en su mano! —exclamé yo—. Y ahora se susurra que nos van a dar lo que llaman
libertad de la imprenta
, que consiste en permitir a cada uno escribir todas las maldades que quiera.

—Y luego hablan de vencer al francés.

—Los excesos de nuestros políticos —dijo Ostolaza— excederán con mucho a los de la revolución francesa. Acuérdese usted de lo que le digo.

Observé entonces a aquel hombre, el mismo que tanto figuró después en la camarilla del rey, durante la segunda época constitucional, y puedo decir que era grueso, de cara redonda, coloradota y reluciente, mirar provocativo, hablar chillón y ademanes desembarazados y casi siempre descompuestos. Junto a él estaba el llamado Teneyro, diputado también, cura de Algeciras, hombre con pretensiones y fama de gracioso, aunque más que a la agudeza de los conceptos, debía esta al ceceo con que hablaba; de cuerpo mezquino, de ideas estrafalarias, tan pronto demagogo furibundo, como absolutista rabioso; sin instrucción, sin principios ni más conocimientos que los del toque del órgano, cuyo arte medianamente poseía. El tercero, D. Pablo Valiente, no era ridículo, ni en el trato ordinario se distinguía por cosa alguna chocante, en maneras o en lenguaje.

Contestando a Ostolaza, dije yo con el acento más grave que me era posible:

—¡El cielo se apiade de nuestra infortunada nación, y nos traiga pronto a nuestro amado monarca D. Fernando el VII!

El nombre del soberano lo acompañé de una reverencia tan exagerada que casi hube de besarme las rodillas.

—Pues se dice por ahí —indicó Teneyro— que van a procesar al obispo de Orense.

—No se atreverán a ello —repuso Valiente, sacando su caja de tabaco y ofreciendo del oloroso polvo a los circunstantes.

—¿A qué no se atreverá, señores… señores, a qué no se atreverá esta desalmada grey de filósofos y ateístas? —exclamé yo mirando al techo.

—Señor oficial —me dijo doña María—, es indudable que ustedes los militares tienen la culpa de que los
cortesanos
… así los llamo yo… estén tan ensoberbecidos. Dicen que la Regencia tanteó a la tropa para dar un golpe, pero la tropa no quiso ponerse de su parte.

—La tropa —dijo Ostolaza— ha cometido la falta de inclinarse al populacho.

—Lo que no se ha hecho, señores —dije yo con profético tono— se hará.

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