Capitán de navío (36 page)

Read Capitán de navío Online

Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
9.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Un caballero desea ver a la señorita Williams —dijo la doncella.

Y añadió con una expresiva mirada:

—El señor Bowles.

—No estoy en casa, Peggy. Pídale a la señorita Cecilia que le reciba en el salón. He dicho una mentira —dijo Sophie mordiéndose un labio—. ¡Qué espantoso! Doctor Maturin, ¿le gustaría venir a dar un paseo por el parque? Así lo que he dicho sería verdad.

—Con sumo placer, cielo —dijo Stephen.

Ella le cogió por el brazo y le condujo rápidamente entre los arbustos hasta el portillo de entrada al parque. Entonces le dijo:

—Soy tremendamente desgraciada, ¿sabe?

Stephen apretó su brazo, pero no dijo nada.

—Es ese señor Bowles. Quieren que me case con él.

—¿Le resulta antipático?

—Me resulta completamente odioso. Bueno, no quiero decir que sea grosero o poco amable o siquiera irrespetuoso. No, no; es un joven muy rico y muy respetable, pero es un verdadero pelmazo y tiene las manos húmedas. Se sienta y suspira —me parece que cree que debe suspirar—, se sienta conmigo durante horas y horas, y a veces pienso que si volviera a suspirar una vez más le clavaría las tijeras.

Hablaba muy rápidamente, y la indignación le daba color de nuevo.

—Siempre trato de que Cissy se quede en la habitación —continuó—, pero ella se escabulle. Mamá la llama. Y entonces él trata de cogerme la mano. Rodeamos lentamente la mesa una y otra vez; es algo sumamente ridículo. Mamá —nadie trataría de ser más bueno conmigo que mi querida mamá, estoy segura— me obliga a verle. Se molestará mucho cuando sepa que le he dicho que no estaba en casa. Además, tengo que ocuparme de la escuela dominical, con esos odiosos opúsculos. No me molestan los niños, no mucho —pobres criaturas, se les estropea el domingo, después de un largo rato en la iglesia—, pero visitar a los campesinos me hace sentirme muy mal y muy avergonzada; tengo que enseñar a mujeres que me doblan la edad, con familia, que saben cien veces más que yo de la vida, cómo economizar y ser limpias, que no deben comprar las mejores piezas de carne para sus maridos porque eso es un
lujo
y Dios quiere que vivan como pobres. Son muy atentas, pero estoy segura de que pensarán que soy muy presumida y estúpida. Sé coser un poco y sé hacer una
mouse
de chocolate, pero con un marido e hijos pequeños no podría llevar una casa en el campo con diez chelines a la semana mejor de lo que gobernaría un navío de primera clase. ¿Quiénes se creen ellos que son? Sólo porque saben leer y escribir.

—A menudo me lo he preguntado —dijo Stephen—. Ese caballero es un pastor, según creo.

—Sí. Su padre es el obispo. Y no me casaré con él, no, ni aunque vaya con los descarriados al infierno. Hay un hombre en el mundo con el que me casaría si él quisiera hacerme suya; le tenía y le alejé de mí.

Las lágrimas que llenaban sus ojos comenzaron a rodar por sus mejillas, y Stephen, en silencio, le alcanzó un pañuelo limpio.

Caminaron en silencio; hojas muertas, hierba seca y helada, árboles desnudos. Pasaron las mismas estacadas dos, tres veces.

—¿No podría usted hacerle saber esto? —preguntó Stephen—.
Él
no puede dar un paso en este sentido. Usted sabe muy bien lo que el mundo piensa de un hombre sin dinero, sin futuro y con un montón de deudas que pide en matrimonio a una rica heredera.

—Usted sabe muy bien lo que su madre pensaría de una proposición semejante; además, tiene mucho amor propio.

—Le escribí, le dije todo lo que podía dentro de los límites de la decencia; pero creo que, en verdad, fue algo atrevido, espantoso. No fue nada decente.

—Llegó demasiado tarde…

—Demasiado tarde.
¡Oh
,
cuan a menudo me he dicho a mí misma eso, y con cuánta pena! Si él hubiera venido a Bath sólo una vez más, sé que nos habríamos puesto de acuerdo.

—¿Un compromiso secreto?

—No. Yo nunca hubiera consentido eso. No habría sido un acuerdo para comprometerle, ¿comprende?, sino sólo para decirle que siempre le esperaría. De todos modos, acepté ese acuerdo en mi interior; pero él nunca volvió. Sin embargo, puesto que lo acepté, me siento moralmente obligada a cumplirlo, pase lo que pase, a menos que se case con otra. Esperaré y esperaré, aunque eso signifique renunciar a los hijos, y me encantaría tener hijos. Bueno, no soy una joven romántica; casi tengo treinta años y sé de lo que hablo.

—Pero seguramente usted podría hacerle saber lo que piensa.

—No vino a Londres. No puedo perseguirle y tal vez angustiarle y molestarle. Puede tener otros compromisos, aunque no intento culparle, pues estas cosas son muy diferentes para los hombres, lo sé.

—Hubo aquella lamentable historia sobre su compromiso matrimonial con el señor Alien.

—Lo sé. (Una larga pausa.) Eso es lo que me pone tan indignada y furiosa —dijo Sophia por fin—. Cuando pienso que si no hubiera sido tan mentecata, tan celosa, ahora podría estar… Pero no deben pensar que me casaré con el señor Bowles, porque no lo haré.

—¿Se casaría usted sin el consentimiento de su madre?

—¡Oh, no! Nunca. Eso estaría muy mal. Además, aparte de que sería algo espantoso —y nunca lo haría—, si huyera no tendría ni un penique, y a mí me gustaría ser una ayuda para mi esposo, no una carga. Pero casarse con quien a uno le dicen, sólo porque es algo
conveniente
e
inmejorable,
es muy distinto. Muy distinto. ¡Rápido, por aquí! Ahí está el almirante Haddock, detrás de esos laureles. No nos ha visto; iremos hasta el lago, allí no va nadie. A propósito, ¿sabe que va a hacerse a la mar otra vez? —preguntó en un tono muy diferente.

—¿Con un mando? —dijo Stephen con asombro.

—No. Para hacer algo en Plymouth, en el Servicio de defensa de puertos o el de leva, no le presté atención. Pero se hará a la mar. Un viejo amigo le llevará hasta allí en el
Généreux.

—Ese es el navío que Jack llevó hasta Mahón cuando la escuadra de lord Nelson lo apresó.

—Sí, lo sé; era entonces segundo de a bordo del
Foudroyant.
El almirante está muy excitado, vaciando los cajones de los viejos uniformes y empaquetando sus chaquetas con galones. Nos ha pedido a Cissy y a mí que le visitemos en verano, pues tiene una residencia oficial allí. Cissy está loca por ir. Aquí es donde vengo a sentarme cuando no puedo aguantar más en la casa —dijo, señalando un pequeño templo griego cubierto de moho, ruinoso y desconchado—. Y allí fue donde Diana y yo tuvimos la riña.

—No sabía que ustedes habían reñido.

—Me parecía que podían habernos oído en todo el condado, como mínimo. Fue culpa mía. Tenía un horrible humor aquel día; había tenido que soportar al señor Bowles toda la tarde, me sentía como si me hubieran desollado, así que fui hasta Gatacre dando un paseo y luego regresé aquí. Pero ella no debería haberme provocado con lo de Londres, con que podía verle cuando quería y que él no se fue a Portsmouth al día siguiente. Fue algo odioso, incluso si me lo hubiera merecido. Así que le dije que era una mujer malvada y ella me dijo algo peor, y de repente estábamos insultándonos y gritándonos la una a la otra como dos verduleras. ¡Oh, es tan humillante recordarlo! Entonces, con crueldad, me habló de las cartas y de que podría casarse con él cuando quisiera pero que no le gustaba un capitán de media paga ni las sobras de otra mujer, y perdí los estribos y juré que la azotaría con mi fusta si seguía hablándome así. Y lo hubiera hecho, sin duda, pero llegó mamá, terriblemente asustada, y trató de que nos diéramos un beso y nos reconciliáramos. Sin embargo, no lo hice; ni al día siguiente tampoco. Y al final Diana se fue a casa del señor Lowndes, ese primo que vive en Dover.

—Sophie —dijo Stephen—, usted ha confiado tanto en mí, y me ha hablado con tanta franqueza…

—¡No sabe usted qué alivio he sentido Esto ha sido una liberación para mí.

—… que sería una monstruosidad no ser igualmente sincero con usted. Siento un gran cariño por Diana.

—¡Oh! —exclamó Sophia—. ¡Oh! Espero no haberle lastimado. Pensé que era Jack. ¡Oh! ¿Qué he dicho?

—No se aflija, cielo. Conozco las faltas de ella como cualquier otro hombre.

—Desde luego, es muy hermosa —dijo Sophia, mirándole tímidamente.

—Sí. Y dígame, ¿está Diana muy enamorada de Jack?

—Puede que me equivoque —dijo, tras una pausa—, y sé muy poco de estas cosas y de otras, pero no creo que Diana sepa lo que es el amor.

* * *

—Este caballero quiere saber si la señorita Villiers está en casa —dijo el mayordomo de la
Tetera,
llevando una bandeja con una tarjeta.

—Hágale pasar a la sala de recibir —dijo Diana, y corrió a su habitación.

Se cambió de vestido, se recogió el pelo, se miró detenidamente la cara en el espejo y descendió las escaleras.

—Buenos días, Villiers —dijo Stephen—. Nadie en el mundo podría decir que eres una mujer rápida. He leído el periódico dos veces: flotilla invasora, discursos leales, el precio de los bonos del Estado y la lista de quiebras. Aquí tienes un frasco de perfume.

—¡Oh, gracias, gracias, Stephen! —exclamó, besándole—. ¡Es el auténtico Marcillac! ¿Dónde diablos lo encontraste?

—Se lo compré a un contrabandista en Deal.

—¡Qué criatura más buena e indulgente eres, Maturin! Este olor es como el del harén del Gran Mogol. Pensaba que no volvería a verte nunca. Lamento haber estado tan antipática en Londres. ¿Cómo me has encontrado? ¿Dónde vives? ¿Qué has estado haciendo? Tienes muy buen aspecto. Me encanta tu abrigo azul.

—Vengo de Mapes. Me dijeron que estabas aquí.

—¿Te contaron que me peleé con Sophia?

—Sé que hubo un altercado.

—Me ponía furiosa verla junto al lago mirando a las musarañas y con un aire trágico. Si le quería, ¿por qué no le consiguió cuando podía? Aborrezco y desprecio la falta de decisión, la vacilación. Y de todos modos, ella tiene un admirador muy conveniente, un pastor evangélico que hace infinidad de buenas obras y tiene también buenas conexiones y mucho dinero. Apuesto a que será obispo. Pero te aseguro, Maturin, que nunca creí que tuviera tanto carácter. Me atacó como una tigresa, con enorme rabia, aunque sólo había bromeado un poco con ella acerca de Jack Aubrey. ¡Qué pelea! Estuvimos vociferando junto al pequeño puente de piedra… no me acuerdo cuánto tiempo… alrededor de quince minutos; y su yegua, amarrada a una estaca, trataba de retroceder, asustada. ¡Cómo te hubieras reído! Nos lo tomamos muy en serio. ¡Y con qué energía! Estuve ronca una semana. Pero ella estuvo peor que yo; gritaba como un cerdo en el matadero y sus palabras salían en torrente, con una terrible furia. Pero te diré una cosa, Maturin, si realmente quieres asustar a una mujer, dile que le cruzarás la cara con tu fusta y pon una expresión como si hablaras en serio. Me sentí muy contenta cuando mi tía Williams apareció, llamándonos y chillando tan alto que ahogaba nuestros gritos. Y por otra parte, ella se sentía igualmente contenta de mandarme a hacer mi equipaje, porque temía por el pastor, aunque yo nunca hubiera puesto un dedo sobre ese baboso zoquete. Así que estoy aquí otra vez, como una especie de ama de llaves o de sirvienta de categoría de la
Tetera.
¿Te apetece un poco del jerez de Su Señoría? Tienes una expresión muy triste, Maturin. No estés tan callado, sé buen chico. No he dicho nada desagradable desde que has aparecido, así que es tu deber estar alegre y divertido. Pero volviendo a lo anterior, me alegré mucho de poder irme con la cara intacta; esa es mi fortuna, ¿sabes? No le has dedicado ni un cumplido, aunque he sido lo bastante liberal contigo. Tranquilízame, Maturin; cumpliré treinta años dentro de poco y no me atrevo a confiar en el espejo.

—Es un rostro hermoso —dijo Stephen, mirándolo con detenimiento.

Diana tenía la cabeza erguida, iluminada por la luz fría y penetrante del sol invernal, y ahora por primera vez él veía a la mujer madura. India no había sido generosa con su piel, que aunque tenía buen aspecto no podía compararse con la de Sophia. Aquellas sutiles líneas junto a los ojos se extenderían y las sombras provocadas por la tensión y la fuerza se harían más pronunciadas hasta convertirse en ojeras; dentro de algunos años los demás verían que Sophie había marcado aquel rostro profundamente. Al hacer este descubrimiento, se controló lo más que pudo para disimularlo y continuó:

—Un rostro asombroso. Un mascarón de proa condenadamente hermoso, como decimos en la marina. Y ha atraído a un barco por lo menos.

—Un mascarón de proa condenadamente hermoso —dijo ella con amargura.

Él pensó: «Un barco ahora en la grada».

—Y después de todo —dijo ella, sirviendo el vino—, ¿por qué me persigues así? No te doy esperanzas. Nunca te las he dado. Te dije claramente en la calle Bruton que me gustabas como amigo pero que no me servías como amante. ¿Por qué me acosas? ¿Qué quieres de mí? Si piensas conseguir tu objetivo agotándome, has calculado mal; y si acaso tuvieras éxito, no harías más que lamentarlo. No sabes cómo soy en absoluto; todo lo demuestra.

—Tengo que irme —dijo él, levantándose.

Ella se paseaba nerviosamente de un lado a otro del salón.

—Entonces, vete —gritó—, y dile a tu amo y señor que no quiero volver a verle nunca a él tampoco. Es un cobarde.

El señor Lowndes entró en la sala de recibir. Era un caballero alto, fuerte y alegre, de unos sesenta años. Llevaba una bata de seda floreada, los calzones desabrochados por la parte de las rodillas y un cubretetera en lugar de una peluca o un gorro de dormir. Levantó el cubretetera e hizo una inclinación de cabeza.

—Doctor Maturin, el señor Lowndes —dijo Diana, lanzándole a Stephen una rápida mirada suplicante, mezcla de reproche, inquietud, irritación y reminiscencias de cólera.

—Me alegro de verle, señor. Creo que no he tenido antes el placer. Es un honor —dijo el señor Lowndes, mirando a Stephen con suma atención—. Por su abrigo, creo que no es usted médico de locos, señor. A menos que esto sea, en realidad, un inocente engaño.

—No, señor. Soy cirujano naval.

—Muy bien. Usted está
sobre
el mar, pero no
dentro
de él; no es un partidario de los baños fríos. ¡El mar, el mar! ¿Dónde estaríamos sin él? Quemados como una simple tostada, señor, abrasados, deshidratados por el simún, el espantoso simún. Al doctor Maturin le apetecerá una taza de té, querida, para evitar la deshidratación. Puedo ofrecerle una taza de un excelente té, señor.

Other books

Exit Lines by Reginald Hill
The Camp by Karice Bolton
A Christmas Memory by Capote, Truman
Albion by Peter Ackroyd
The World as I See It by Albert Einstein
Faithless Angel by Kimberly Raye
Mercy by Annabel Joseph