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Authors: Agatha Christie

Cartas sobre la mesa (3 page)

BOOK: Cartas sobre la mesa
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—Eso debe usted buscarlo en los medios civilizados y no en las selvas —comentó Despard—. En un laboratorio moderno, por ejemplo. Cultivos de gérmenes, en apariencia inofensivos, que pueden producir enfermedades artificiales tan mortales como las genuinas.

—Eso no interesa a mis lectores. Además, los nombres de esos bichos se prestan a confusión..., estafilococos, estreptococos... Muy complicados para que los escriba correctamente mi secretaria y, de todos modos, resultan algo aburridos, ¿no cree? ¿Qué opina usted, superintendente Battle?

—En la vida real la gente no se busca tantas complicaciones —dijo el interpelado—. Generalmente utilizan el arsénico porque es más eficiente y no resulta difícil de conseguir.

—Tonterías —replicó la señora Oliver—. Eso lo dice simplemente porque hay una infinidad de crímenes que ustedes, los de Scotland Yard, nunca podrán descubrir. Pero si tuvieran allí una mujer...

—Puede decirse que tenemos...

—Sí; esas horribles mujeres policía que llevan un gorro ridículo y molestan a la gente en los parques. Yo me refiero a una mujer que ocupara un alto cargo. Las mujeres saben mucho acerca del crimen.

—Por regla general, son criminales con mucha suerte —dijo el superintendente—. No pierden la cabeza y es divertido verlos cómo mantienen con toda desfachatez sus mentiras.

El señor Shaitana rió suavemente.

—El veneno es un arma femenina —observó—. Deben de existir muchas envenenadoras que nunca fueron descubiertas.

—Claro que las hay —contestó la señora Oliver, sirviéndose un generoso
mousse de foie gras
.

—Un médico también tiene oportunidad de ello —prosiguió el señor Shaitana con aspecto pensativo.

—Protesto —dijo el doctor Roberts—. Cuando envenenamos a nuestros pacientes es por puro accidente —rió de buena gana.

—Pues si yo estuviera decidido a cometer un crimen... —El señor Shaitana se detuvo y hubo algo en su pausa que llamó la atención de los demás.

Todas las caras se volvieron hacia él.

—Creo que lo llevaría a cabo con la mayor sencillez posible —siguió—. Siempre existe la posibilidad de que ocurre un accidente... que se dispare un arma sin querer, por ejemplo... o algún accidente de tipo doméstico.

Se encogió de hombros y cogió su copa de vino.

—¿Pero quién soy yo para decir estas cosas... con tantos expertos como hay aquí...?

Levantó la copa y al beber, la luz del candelabro reflejó una mancha roja sobre su cara, el bigote engomado, la perilla y las fantásticas cejas...

Hubo un momento de silencio y la señora Oliver dijo:

—¿Qué hora marca el reloj? Está pasando un espíritu... No tengo los pies cruzados... ¡debe ser un espíritu malo!

Capítulo III
 
-
Una partida de
bridge

Cuando los invitados volvieron al salón, encontraron preparada una mesa de
bridge
. Se sirvió el café y el señor Shaitana preguntó:

—¿Quién juega al
bridge
? Que yo sepa, la señora Lorrimer y el doctor Roberts. ¿Juega usted, señorita Meredith?

—Sí, aunque no muy bien.

—Excelente. ¿Y el mayor Despard? Bien. ¿Qué les parece si ustedes cuatro jugaran aquí?

—Menos mal que habrá partida —dijo la señora Lorrimer en un aparte a Poirot—. Soy una de las más fervientes partidarias del
bridge
que existen. Es innato en mí. No acepto ninguna invitación si sé que no vamos a jugar después de la comida, pues me duermo irremediablemente. Estoy avergonzada de eso; pero es así.

Eligieron las parejas. La señora Lorrimer la formó con Anne Meredith y el mayor Despard con el doctor Roberts.

—Mujeres contra hombres —dijo la primera cuando tomó asiento y empezó a barajar las cartas con manos expertas—. Las cartas azules, ¿no le parece, compañera? Soy algo caprichosa.

—Procuren ganar —dijo la señora Oliver poniendo de manifiesto sus tendencias feministas—. Demuestren a los hombres que no siempre pueden hacer lo que les dé la gana.

—Las pobrecitas no tienen la menor posibilidad de ello —observó el doctor Roberts mientras barajaba el otro paquete de cartas—. Creo que le toca dar a usted, señora Lorrimer.

El mayor Despard se sentó lentamente. Miraba a la señorita Meredith como si acabara de descubrir que era verdaderamente bonita.

—Corte, por favor —dijo la señora Lorrimer con impaciencia.

Y el mayor, con un sobresaltado gesto de excusa, cortó la baraja que le ofrecían.

La señora Lorrimer empezó a repartir las cartas con gesto práctico.

—Tenemos preparada otra mesa en la habitación contigua —dijo el señor Shaitana.

Abrió una puerta y los cuatro invitados restantes le siguieron hasta un saloncito confortablemente amueblado en el que había dispuesta otra mesa de
bridge
.

—Tendremos que sortearnos —dijo el coronel Race.

—Yo no juego —anunció el dueño de la casa moviendo negativamente la cabeza—. El
bridge no me divierte
.

Los otros protestaron, manifestando que siendo así, preferían no jugar, pero Shaitana sostuvo con firmeza sus propósitos y, por fin, tomaron asiento. Poirot y la señora Oliver contra Battle y Race.

El anfitrión los estuvo observando durante un rato. Sonrió mefistofélicamente cuando vio con qué cartas declaraba la señora Oliver un «dos sin triunfo» y luego pasó silenciosamente a la otra habitación.

Encontró a los demás jugadores con las caras serias, embebidos en los lances del juego. La subasta se hacía con gran rapidez: «Un corazón». «Paso». «Tres tréboles». «Tres picos». «Cuatro diamantes». «Doblo». «Cuatro corazones».

El señor Shaitana observó el juego durante un momento, con la cara sonriente.

Luego cruzó la habitación y se sentó en un gran sillón, al lado de la chimenea. En una mesilla contigua tenía una bandeja con botellas. El resplandor del fuego se reflejaba en los protectores de cristal colocados ante el hogar.

Como siempre fue un perito en el arte de la iluminación, el señor Shaitana la había dispuesto de tal forma en aquella estancia, que parecía alumbrada solamente por las llamas del fuego. Una lamparita con pantalla, colocada al lado de su sillón, le permitía leer si lo deseaba. Discretas luces indirectas daban al salón una luz más viva sobre la mesa de juego, en torno a la cual seguían oyéndose las mismas exclamaciones monótonas.

«Una sin triunfo». Claro y decisivo... La señora Lorrimer.

«Tres corazones.» Una nota agresiva en la voz... el doctor Roberts.

«Paso.» Una voz tranquila... Anne Meredith.

Siempre se producía una pausa antes de que hablara Despard. No era la vacilación del hombre que piensa con lentitud, sino la del que quiere estar seguro antes de hablar.

«Cuatro corazones.»

«Doblo.»

Con la cara coloreada por las llamas vacilantes, el señor Shaitana sonrió.

Y siguió sonriendo, mientras los párpados le temblaban un poco...

Aquella fiesta le estaba resultando muy agradable.

* * *

—Cinco diamantes.
game y rubber
—dijo el coronel Race—. Ha jugado muy bien, compañero —se dirigió a Poirot—. No creí que pudiera hacerlo. Hemos tenido suerte al no dejarles jugar su pico.

—No me parece que hubieran variado mucho las cosas —replicó el superintendente Battle, pues era un hombre de benévola magnanimidad.

Había cantado picos. Su compañera, la señora Oliver, tenía ayuda a este palo, pero «algo la había movido a salir con un trébol»... y los resultados fueron desastrosos.

El coronel Race miró su reloj.

—Las doce y diez. ¿Jugamos otra?

—Tendrán que perdonarme —dijo el superintendente—. Estoy adquiriendo la costumbre de irme temprano a la cama.

—Yo también —convino Poirot.

El resultado de los cinco
rubber
jugados durante la velada fue una aplastante victoria para el sexo fuerte. La señora Oliver perdió tres libras y siete chelines. Quien más ganó fue el coronel Race.

Aunque jugaba muy mal al
bridge
, la novelista sabía perder deportivamente. Pagó sin que le faltara el buen humor.

—Esta noche me salió todo al revés —dijo—. Suele ocurrir algunas veces. Ayer, por ejemplo, tuve unas cartas estupendas. Ciento cincuenta honores, tres veces consecutivas.

Se levantó y recogió su bolso, conteniendo a tiempo el movimiento instintivo de alisarse el pelo hacia la nuca.

—Supongo que el señor Shaitana estará en la otra habitación —observó.

Y seguida por los otros tres, entró en el salón.

El dueño de la casa seguía sentado al lado del fuego y los jugadores estaban absortos en el curso de la partida.

—Doblo los cinco tréboles —decía en aquel momento la señora Lorrimer con su voz fresca e incisiva.

—Cinco sin triunfo.

—Doblo.

La señora Oliver se dirigió hacia la mesa. Por lo visto, aquella mano prometía ser interesante.

El superintendente Battle la acompañó.

Race fue hacia donde estaba Shaitana y Poirot lo siguió.

—Nos vamos, Shaitana —dijo el coronel.

El interpelado no contestó. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y parecía haberse dormido. Race dirigió una mirada de extrañeza a Poirot y se acercó un poco más. De pronto, lanzó una exclamación ahogada y se inclinó hacia delante. Poirot se colocó inmediatamente a su lado y miró lo que señalaba el coronel... algo que podía ser un botón de camisa... pero que no lo era...

El detective se inclinó a su vez, tomó una de las manos del señor Shaitana y la dejó caer. Hizo un signo afirmativo al ver la mirada interrogante de Race y éste levantó la voz y llamó:

—Superintendente Battle; un momento, acérquese, por favor.

El superintendente se acercó a ellos, mientras la señora Oliver quedaba viendo cómo se jugaban los cinco triunfos, doblados.

No obstante su aspecto estólido, Battle era un hombre ágil. Levantó las cejas y preguntó en voz baja, cuando llegó junto a los otros:

—¿Ocurre algo?

Con un ademán de cabeza el coronel Race señaló la silenciosa figura del sillón.

En tanto que Battle se inclinaba, Poirot contempló pensativamente la cara del señor Shaitana. Ahora parecía una cara inocente, con la barbilla caída... sin la expresión diabólica de antes...

Hércules Poirot sacudió la cabeza.

El superintendente se incorporó. Había examinado, sin tocarle el objeto que parecía un botón de la camisa del señor Shaitana... pero que no lo era. Battle levantó también la fláccida mano y la dejó caer.

Luego quedó rígido, insensible, capaz, marcial... dispuesto a hacerse cargo eficientemente de la situación.

—Un momento, por favor —dijo.

Su voz tenía un tono oficial, tan diferente al que había empleado durante la noche, que se volvieron hacia él todos los que estaban jugando. La mano de Anne Meredith quedó sobre el as de picos que iba a recoger del juego del «muerto».

—Siento comunicarles —dijo Battle— que nuestro anfitrión, el señor Shaitana, ha fallecido.

La señora Lorrimer y el doctor Roberts se levantaron. Despard frunció el entrecejo y la señorita Meredith dio un ligero respingo.

—¿Está usted seguro?

El doctor Roberts, dominado por su instinto profesional, cruzó el salón con paso rápido.

El superintendente Battle impidió que siguiera avanzando.

—Un momento, doctor Roberts. ¿Puede decirme, primero, quién entró y salió de la habitación desde que comenzó la velada?

Roberts lo miró fijamente.

—¿Entró y salió? No le entiendo. Nadie.

Battle dirigió la vista hacia el otro lado.

—¿Es cierto, señora Lorrimer?

—Desde luego.

—¿Ni el mayordomo ni alguno de los criados?

—No. El mayordomo trajo esa bandeja cuando nos sentamos a jugar y no ha vuelto desde entonces.

El superintendente miró a Despard y éste asintió sin proferir palabra.

Anne Meredith, casi sin aliento, aseguró:

—Sí..., sí, eso es.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Roberts con impaciencia—. Deje que le reconozca. Puede haber sido sencillamente un mareo.

—No ha sido ningún mareo y siento decirles... que nadie deberá tocarlo hasta que venga el médico-forense. El señor Shaitana ha sido asesinado.

—¿Asesinado? —un suspiro horrorizado e incrédulo lanzado por Anne.

Una mirada fija, desconcertada, de Despard.

Un agudo «¿Asesinado?» de la señora Lorrimer.

Un «¡Dios mío!» del doctor Roberts.

Battle hizo un lento signo afirmativo. Tenía en aquel momento el aspecto de un mandarín de porcelana china. Su expresión era desconcertante.

—Apuñalado —dijo—. Así ha ocurrido. Le han apuñalado.

Luego formuló una pregunta general.

—¿Alguno de ustedes se ha levantado de la mesa esta noche?

Vio cuatro expresiones vacilantes... confundidas. Miedo... indignación... congoja... horror; pero nada que le pudiera ayudar.

—¿Y bien? —dijo.

Siguió un momento de silencio, y luego el mayor Despard, que se había levantado y quedó firme como un soldado, con su cara de aspecto sensato vuelta hacia Battle, dijo tranquilamente:

—Creo que cada uno de nosotros abandonó la mesa en varias ocasiones durante la velada; bien para preparar unas copas o para añadir leña al fuego. Yo hice las dos cosas. Cuando me acerqué a la chimenea, Shaitana estaba durmiendo en el sillón.

—¿Durmiendo?

—Eso creí... sí.

—Pudo estarlo —dijo Battle—. O pudo estar ya muerto. Lo averiguaremos dentro de poco. Les ruego que pasen a la habitación contigua —se dirigió a la inmóvil figura que seguía a su lado—. ¿Tal vez querrá usted acompañarlos, coronel Race?

El coronel hizo seguidamente un rápido gesto de comprensión.

—De acuerdo, superintendente.

Los cuatro jugadores de
bridge
salieron lentamente por la puerta.

La señora Oliver se sentó en una silla al otro lado de la habitación y empezó a sollozar calladamente.

Battle descolgó el receptor del teléfono y habló durante unos minutos. Luego se dirigió a los demás:

—La policía vendrá en seguida. La Jefatura ordena que me haga cargo del asunto. El forense llegará dentro de un momento. ¿Qué tiempo diría usted que ha transcurrido desde que lo mataron, monsieur Poirot? Yo opino que más de una hora.

—Eso me parece. Es una lástima que no puedo ser uno más exacto... que pudiera decir: «Este hombre murió hace una hora, veinticinco minutos y cuarenta segundos.»

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