Castigo (4 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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—Ya es hora de que la gente despierte —lo interrumpió Solveig Grimsrud—. Hasta hace poco hemos creído que las agresiones sexuales a niños eran algo que no nos incumbía, algo que sólo ocurría lejos de aquí, en Estados Unidos, por ejemplo. Hemos dejado que nuestros niños fueran solos al colegio, que se fueran de acampada sin adultos, que se quedaran en casa durante horas sin alguien que los cuidara. Así no podemos seguir. Ya es hora de que...

—Ya es hora de que yo me retire.

Inger Johanne se levantó de forma maquinal. Miró directamente a la cámara, un cíclope electrónico que le devolvía la miraba con un ojo gris y vacío que la dejó helada. Aún tenía el micrófono prendido a la solapa.

—Esto pasa de castaño oscuro. En algún lugar, ahí fuera —elevó el dedo hacia a la cámara—, está sentado un viudo cuya hija desapareció hace una semana. Y también un matrimonio. Les han robado a su hijo; se lo quitaron en mitad de la noche. Y aquí estás tú... —apuntó a Solveig Grimsrud con una mano trémula—, diciéndoles que ha pasado lo peor. No tienes ninguna, repito, ninguna base para sostener algo así. Es desconsiderado, cruel..., irresponsable. Como ya he dicho, sólo conozco estos casos por los medios de comunicación, pero espero... Lo cierto es que estoy segura de que la policía no se ha cerrado en banda como tú. Aquí y ahora soy capaz de imaginar seis o siete explicaciones alternativas de estos secuestros, tan convincentes o tan absurdas como las demás. Pero por lo menos están mucho más fundamentadas que tus especulaciones sensacionalistas. Hace sólo un día que desapareció el pequeño Kim. ¡Un día! No tengo palabras... —No era sólo una frase hecha. Se quedó callada. Después se arrancó el micrófono de la solapa y se marchó. La cámara la siguió hasta la puerta del estudio, con movimientos bruscos y poco usuales.

—Bueno —dijo el presentador. Le sudaba el labio superior y respiraba con la boca abierta—. Ya hemos pasado por esto en otras ocasiones.

En otra parte de Oslo, dos hombres estaban sentados mirando la televisión. El mayor de ellos sonrió levemente, el más joven asestó un puñetazo a la pared.

—Joder. Qué tía. ¿La conoces? ¿Has oído hablar de ella?

El mayor de ellos, el comisario Yngvar Stubø de la Kripos, asintió con aire ausente.

—He leído la tesis de la que ha hablado. Bastante interesante, la verdad. Ahora está investigando sobre el seguimiento por parte de los medios de comunicación de los crímenes más brutales. Por lo que entendí de un artículo que leí, está estudiando el modo en que afectó a una serie de condenados el hecho de que su caso tuviese o no mucha repercusión en la prensa. El punto en común es que todos proclamaban su inocencia. Lleva muchos años estudiando eso. Desde los años cincuenta, creo. No sé por qué.

—Al menos la señora tiene agallas —comentó Sigmund Berli con una sonrisa—. Creo que nunca había visto a nadie levantarse y largarse. ¡Es tremendo! ¡Sobre todo porque tiene razón!

Yngvar Stubø se encendió un puro enorme, señal de que daba la jornada laboral por terminada.

—Tiene tanta razón que sería muy interesante hablar con ella —respondió poniéndose su chaqueta—. Nos vemos mañana.

8

Un niño que va a morir no lo sabe. No piensa en absoluto en la muerte. Lucha por un puro instinto de supervivencia, como las lagartijas que están dispuestas a renunciar a la cola cuando corren peligro de muerte. Toda criatura lleva en sus genes el impulso de sobrevivir, y los niños no son una excepción, aunque no sean capaces de representarse la muerte. Los temores de los niños son muy concretos: temen a la oscuridad, a los extraños quizás, a separarse de su familia, al dolor, a los ruidos misteriosos y a perder objetos preciados. La muerte, en cambio, resulta incomprensible para la mente infantil.

Un niño que va a morir no lo sabe.

Así pensaba el hombre mientras lo preparaba todo.

Llenó un vaso de Coca-Cola y empezó a preguntarse por qué se entregaría a este tipo de reflexiones. Aunque no había elegido al niño por casualidad, tampoco lo unía a él sentimiento alguno. El niño era para él, desde el punto de vista emotivo, un completo desconocido, un peón en una partida importante. No iba a notar nada. En cierto modo, esto será lo mejor para el niño. La añoranza de sus padres, ese dolor tan comprensible en un niño de sólo cinco años, debía de ser más inhumano que una muerte rápida e indolora.

El hombre machacó una pastilla de Valium y la disolvió en el refresco. Se trataba de una dosis pequeña, apenas suficiente para dormir al niño. Convenía que estuviese dormido cuando llegase el momento; era lo más sencillo, lo más práctico. Ponerle una inyección a un crío ya resulta lo bastante difícil, como para encima tener que lidiar con sus chillidos y pataleos.

De tanto oír el burbujeo del vaso de Coca-Cola le dio sed. Se humedeció los labios con la lengua. Un escalofrío le recorrió la espalda. En cierta medida estaba ansioso por poner manos a la obra, por llevar a cabo un plan tan meticulosamente preparado.

Le llevaría seis semanas y cuatro días, si todo salía según lo previsto.

9

Apenas se notaba que sólo faltaba poco más de un mes para el sol de medianoche. Una niebla gris flotaba sobre el lago de Sogn, y los árboles seguían desnudos. En algún que otro sauce despuntaban unos pocos brotes, y en las laderas que daban al sur las fárfaras tenían ya los tallos largos, pero, por lo demás, podría haber sido perfectamente 14 de octubre en vez de 14 de mayo. Una niña de seis años con un peto rojo y botas de agua amarillas se quitó el gorro.

—Ahí no, Kristiane. Al agua no.

—Déjala que chapotee, mujer. Lleva puestas las botas.

—¡Por Dios, Isak! ¡El agua es demasiado profunda! ¡Kristiane! ¡Eso no!

La niña no hacía caso. Tarareaba una melodía monótona, y el agua le cubría ya las botas, que se le estaban llenando con un gorgoteo. La niña mantenía la vista fija al frente mientras repetía las cuatro notas una y otra vez.

—Te has empapado —la riñó Inger Johanne Vik cuando la niña regresó a la orilla.

Ésta desplegó una gran sonrisa sin despegar los ojos de sus propios pies y dejó de cantar. La madre la asió del brazo y la sentó en un banco situado a un par de metros de allí. De una mochila sacó unos leotardos secos, un par de calcetines gruesos y unas zapatillas de deporte para ponérselos a Kristiane, pero ésta no se dejaba. Estaba rígida y apretaba con fuerza una pierna contra la otra, de nuevo con la mirada perdida. En el fondo de su garganta sonaban las mismas notas de siempre, dam-di-rum-ram. Dam-di-rum-ram.

—Te vas a poner mala —le advirtió Inger Johanne—. Te vas a constipar.

—Constipar. —Kristiane sonrió y sus ojos se encontraron con los de la madre en un repentino momento de concentración.

—Sí. Enferma.

Inger Johanne intentaba retener su mirada, aprisionarla.

—Dam-di-rum-ram —tarareó Kristiane antes de volver a quedarse petrificada.

—Vamos. Déjame.

Isak levantó a su hija en volandas y la lanzó por los aires.

—Papá —gritaba Kristiane riendo—. ¡Más!

—Allá va —exclamó Isak, y dejó que la niña arrastrara las botas empapadas por el suelo antes de arrojarla otra vez hacia la niebla—. ¡Kristiane es un avión!

—¡Avión! ¡Avión viajero! ¡Hombre gaviota!

Inger Johanne no sabía de dónde sacaba la niña todo aquello. Construía frases que no usaban ni Isak ni ella ni casi nadie, pero que siempre poseían una especie de lógica, una profundidad que no se apreciaba al instante, pero que denotaba una sensibilidad hacia la lengua que contrastaba fuertemente con las palabras cortas y sencillas que la niña empleaba normalmente, y sólo cuando estaba de humor.

—Dam-di-rum-ram.

El viaje en avión había terminado, y sonaba de nuevo la cantinela. Pero ahora Kristiane, tranquilamente sentada en el regazo de su padre, se dejaba cambiar.

—Tiene el pompis helado —comentó Isak, dándole un cachete antes de ponerle el leotardo seco por los pies, cuyos dedos se le encorvaban con una fuerza anormal hacia abajo—. Kristiane se ha quedado toda helada.

—Fríakristiane. Hambre.

—Ya está. ¿Nos vamos?

Isak dejó a la niña en el suelo y luego guardó la ropa mojada en la mochila. Sacó un plátano del bolsillo lateral, lo peló y se lo alargó a Kristiane.

—¿Dónde estábamos?

Él se pasó la mano por el pelo, apelmazado por la humedad, y alzó la cara. Siempre le había parecido muy joven a Inger Johanne aunque sólo era un mes menor que ella. Aquel hombre sin responsabilidades y eternamente joven siempre llevaba el cabello un poco demasiado largo, la ropa demasiado suelta, demasiado holgada para su edad. Inger Johanne intentó tragarse la acostumbrada sensación de derrota, de ser quien peor manejaba a Kristiane.

—¡Cuéntame el resto de la historia, anda! —le pidió él, animándola con una sonrisa y un gesto de la cabeza.

Kristiane ya se les había adelantado diez metros, con su característico andar vacilante que debía haber corregido hacía ya mucho. Isak posó la mano sobre el hombro de Inger Johanne durante un segundo antes de echar él también a caminar; despacio, como si dudara de que Inger Johanne fuera capaz de seguirle el paso.

—Cuando Alvhild Sofienberg decidió investigar el caso más a fondo —comenzó Inger Johanne mientras contemplaba la pequeña silueta que se había acercado de nuevo a la orilla del agua—, se encontró con una resistencia inesperada. Aksel Seier no quería hablar con ella.

—¿Ah, no? ¿Y por qué? Él mismo había pedido el indulto, ¿no se alegró de que alguien del ministerio quisiera ahondar en el caso?

—Supongo. No tengo ni idea. ¡Kristiane!

La niña se volvió, soltó una carcajada y se alejó lentamente del agua en dirección al bosque. Sin duda algo le había llamado la atención.

—En todo caso ella no se rindió. Me refiero a Alvhild Sofienberg. Al final consiguió ponerse en contacto con el cura de la cárcel, un tipo cabal y hecho a casi todo. Estaba convencido de que Seier era... inocente. También él. Esto no hizo sino reforzar el convencimiento de Alvhild, claro. Por eso, en lugar de tirar la toalla, decidió acudir de nuevo a su superior.

—Espera un momento.

Isak se detuvo y señaló con la cabeza a Kristiane, que tenía compañía de un enorme boyero de montaña bernés. La niña echó los brazos en torno al cuello del animal con un gritito de alegría. El perro meneaba el rabo perezosamente.

—Deberías hacerte con un perro —le susurró Isak a Inger Johanne—. Kristiane se lleva de maravilla con los perros y le sienta bien su compañía.

—Tú también podrías hacerlo —repuso Inger Johanne con irritación—. ¿A qué viene ese empeño en que sea yo quien asuma todas las responsabilidades? ¡Siempre igual!

Él aspiró profundamente y dejó salir el aire por el hueco que mediaba entre sus dientes delanteros, emitiendo un silbido largo y suave que hizo que el perro aguzara las orejas. Kristiane se rió.

—Olvídalo —dijo él, sacudiendo ligeramente la cabeza—. ¿Y qué pasó entonces?

—No te interesa.

Isak Aanonsen se pasó una mano huesuda por la cara.

—Sí me interesa. No entiendo por qué dices eso. He escuchado toda tu historia y estoy muy interesado en que me cuentes el resto. ¿Qué te pasa?

Kristiane, después de conseguir que el perro se sentara, se había montado sobre él y le hundía los dedos en el pelaje. El dueño, de pie junto a ellos, miraba con expresión alarmada a Isak y a Inger Johanne.

—No se preocupe —dijo Isak en voz alta y se acercó corriendo hacia ellos—. Se le dan muy bien los perros.

—Desde luego —convino el hombre.

Isak alzó a su hija en brazos, y el perro se levantó. El dueño le puso la correa y se encaminó hacia el norte a paso rápido; de vez en cuando lanzaba miradas por encima del hombro, como si temiese que aquella niña amenazadora estuviera siguiéndolos.

—Cuéntame, anda —rogó Isak.

—Dam-di-rum-ram —canturreaba Kristiane.

—El jefe denegó su petición —prosiguió Inger Johanne con sequedad—. Le dijo que archivara el caso, que tenía que concentrarse en su trabajo. Cuando ella le comunicó que había conseguido que le mandaran todos los papeles y que los había leído a conciencia, se molestó bastante. Cuando añadió que estaba convencida de la inocencia de Seier, se puso furioso. Y entonces ocurrió lo verdaderamente... Lo que más miedo da de toda la historia.

Kristiane la tomó de pronto de la mano.

—Mamá —dijo en tono jovial—. Mi mamá y yo.

—Un día, cuando Alvhild llegó a la oficina, habían desaparecido todos los documentos.

—¿Desaparecido? ¿Sin más?

—Sí. Una pila de más de un metro de alto de documentos. Desaparecidos sin dejar rastro.

—Vamos de paseo —dijo Kristiane—. Mi mamá y yo.

—Y papá —agregó Inger Johanne.

—¿Y entonces? —Isak frunció el ceño, gesto que acentuaba su parecido con la niña: la estrechez del rostro, las cejas pobladas...

—A Alvhild Sofienberg casi le entró... miedo, o algo así. Al menos no se atrevió a darle más la lata a su jefe cuando éste le comentó escuetamente que las carpetas se las había llevado «la policía». —Trazó unas grandes comillas en el aire—. Pero muy a escondidas, muy bajo mano, se enteró de esto: habían soltado a Aksel Seier.

—¿Cómo?

—Muchos años antes de que cumpliese su condena. Simplemente lo habían puesto en libertad. Tranquilamente y en silencio.

Habían llegado al gran aparcamiento contiguo al Instituto Nacional de Deporte. Prácticamente no había coches. El agua sucia y las profundas roderas corrían en todas direcciones y, bajo tres abedules llorones, estaba aparcado el viejo Opel Kadett de Inger Johanne junto al Audi TT de Isak.

—Déjame que recapitule —dijo Isak mostrándole la palma de la mano, como si estuviera haciendo un juramento sagrado—. Estamos hablando de 1965. No del siglo XVIII, ni de la época de la guerra, sino de 1965, el año en que nacimos tú y yo, cuando Noruega ya había sido reconstruida tras la guerra, la burocracia estaba bien asentada y las garantías legales eran ya un concepto bien definido. ¿Dices que lo soltaron, así sin más? Es decir, me parece estupendo eso de poner en libertad a un tipo claramente inocente, pero...

—Exacto. En esto hay un gran pero.

—Papacoche —balbució Kristiane acariciando el modelo deportivo gris plata—. Movilcoche. Automovilcoche.

Los mayores se rieron.

—Ay, mi niña —suspiró Inger Johanne mientras le ataba el gorro a Kristiane bajo la barbilla.

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