Castillo viejo (3 page)

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Authors: Juan Pan García

Tags: #Intriga

BOOK: Castillo viejo
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El detective miró en su cartera y descubrió veinte euros; el resto, hasta los trescientos que llevaba encima cuando salió de casa, había desaparecido. Se quedó mirando a la chica, mostrándole la cartera vacía, y le preguntó:

—¿Qué ha pasado con mi dinero?

— ¡¿Tu dinero?! Tú sabrás, a mí sólo me has dado cien euros; pero en el bar no cesabas de beber, invitabas a todo el mundo… Parecía que te habían tocado los cupones, o algo así.

—Los cupones no, la Primitiva —dijo él.

Recordó, con amargura, lo que le había sucedido cuatro meses antes, cuando era agente de la Policía Nacional y perseguía a unos delincuentes que habían cometido un atraco en el Puerto de Santa María, la ciudad donde vivía.

Aquel nefasto día, los atracadores habían robado un coche a punta de pistola y se habían dado a la fuga. Él iba lanzado tras ellos, sentado en el lado derecho del coche patrulla, cuando vio que uno de los atracadores sacaba un revolver por la ventanilla del coche, un Renault Clío, y les disparaba. Lozano respondió con su arma reglamentaria, causando la muerte de uno de ellos. Los otros se estrellaron contra otro coche que había aparcado, y resultaron heridos levemente. Las asociaciones de Derechos Humanos, algunos partidos políticos de izquierdas y asociaciones de vecinos pusieron el grito en el cielo, criticando la violencia de la policía y exigiendo responsabilidades por el «asesinato» de un joven indefenso y por la espalda.

Luego resultó que la pistola que llevaba el delincuente muerto era de fogueo. Debido a eso se armó un gran escándalo, atizado por la prensa nacional, que acusaba a la policía de «dar una respuesta desproporcionada». Lozano movió negativamente la cabeza y sonrió al pensarlo: «¿Respuesta desproporcionada? ¿Para qué coño lleva un policía una pistola?, ¿cuándo debe usarla?, ¿para qué realiza prácticas de tiro todos los meses?», preguntó entonces a sus jefes. Y la Jefatura, acosada por los medios, les concedió su cabeza suspendiéndole de empleo y sueldo hasta que se celebrase el juicio y que hubiera una sentencia firme.

Y él presentó la baja en el Cuerpo Superior de Policía tras veinte años de servicio, la mitad de su vida, asqueado al ver cómo los delincuentes que eran detenidos y presentados ante el juez salían en libertad la mayoría de las veces. Decepcionado porque sus jefes defendieran mejor a los ladrones y asesinos que a sus propios agentes, que en este caso actuaron en defensa propia.

Más tarde montó su propia agencia de detectives, algo en lo que siempre había soñado. Cuando era niño se lo dijo a sus padres y éstos se echaron a reír. Ellos se lo imaginaron con un sombrero, un abrigo viejo y fumando en pipa, tal como salían los detectives en las películas.

Pero si sus padres vivieran ahora comprobarían que los detectives también habían evolucionado: ahora él poseía un ordenador en el que archivaba las notas que escribía en un cuaderno que llevaba siempre en su bolsillo. Llevaba también un teléfono móvil, y una cámara de fotos digital, cuyas imágenes pasaba luego al disco duro del ordenador. Las copias las hacía él mismo con su impresora, así nadie las podía ver ni trucar. No llevaba nada más. Bueno, sí: al igual que Sherlock Holmes tenía una «pipa»; pero ésta se diferenciaba con aquélla en que no se podía fumar con ella y, en cambio, disparaba nueve balas en un santiamén. Ser detective no es tan complicado, cualquiera puede hacerlo. Su trabajo siempre ha sido el mismo: averiguar cosas, seguir a la gente. Los delitos tampoco han variado: robar, fugarse de casa, huir de la Justicia. Los más corrientes son aquéllos que tienen que ver con el adulterio. Los más corrientes y los más antiguos, tanto como la prostitución, que es, según dicen, el oficio más viejo del mundo. El cura de su pueblo decía que el oficio de pastor estaba antes, pues Abel, el primer hijo de Adán, era pastor; aunque tal vez lo dijese para ganarse la amistad de los vecinos, muchos de los cuales se dedicaban a criar ovejas y había que ganárselos con cien mil trucos.

Aunque el negocio no daba para mucho, le permitía capear el temporal persiguiendo a maridos y mujeres adúlteras, sacando fotos comprometidas y buscando personas desaparecidas. La mayoría de las veces, los desaparecidos eran jóvenes que discutían con sus padres y abandonaban el hogar para irse a vivir con su pareja.

Esta llamada telefónica significaba para el detective Lozano el primer caso de investigación de un atraco, pues las causas de las muertes del padre y su hijo parecían aclaradas.

Lozano vio a la rusa levantarse y enfundarse rápidamente el vestido. Le dijo que le enseñara su bolso y el monedero, pues quería ver cuánto dinero llevaba. Ella movió la cabeza negativamente, decepcionada, y, abriendo el bolso, dijo:

—No te fías de mí, ¿verdad? Compruébalo tú mismo, solamente llevo los cien euros que me diste en el club.

Lozano lo examinó, así como el monedero. Efectivamente, sólo había ciento nueve euros en total, que se guardó en su bolsillo descaradamente. Devolvió a la rusa el bolso y le dijo:

—Túmbate en la cama, quítate el tanga y separa las piernas.

—¡¿Qué…?! No, cariño; ya hemos acabado. El trato fue cien euros por toda la noche, y son las doce del día.

—Ya me has oído. Haz lo que te digo si no quieres que te desfigure esa cara tan bonita.

Y la chica le obedeció, asustada. Se tumbó en la cama con las piernas juntas y temblorosas. Lozano observó a la chica que horas antes le había enloquecido y había cubierto de besos y caricias; le separó un poco las piernas y le introdujo los dedos en la vagina. Tiró luego hacia fuera y sacó un condón relleno de billetes de banco enrollados: allí estaba el dinero que él había dejado en su cartera después de pagarle su tarifa de puta.

—Y esto qué es, ¿eh? ¿Qué hago ahora contigo? —dijo, levantando la mano en gesto amenazador.

Finalmente, al verla tan asustada la despidió, diciéndole que informaría de todo al dueño del pub donde ella trabajaba.

Una hora más tarde, Lozano se contemplaba en el espejo doble del armario, orgulloso de su imagen: era un hombre alto y esbelto, moreno, de ojos azules protegidos por las viejas gafas de sol Rayban, que le había regalado un amigo, empleado de la base americana de Rota; lucía el cabello rizado y brillante por la gomina, peinado hacia atrás. Iba vestido con su único traje, un Emilio Tucci de color gris marengo, comprado en las rebajas del Corte Inglés, conjuntado con una camisa celeste y corbata azul sembrada de pequeños lunares rojos. Lozano aferró la maleta y abandonó su casa, se montó en su coche y salió en busca de la autopista para dirigirse a Tarifa, su nuevo destino.

Mientras conducía, iba pensando en la respuesta de la mujer que lo había contratado: «No he ido a poner una denuncia en la Comisaría porque presiento que para la policía la muerte de mi hijo sólo significa un caso más, un nuevo expediente; pero a mí me va la vida en ello, y no cesaré hasta ver resultados.»

Capítulo 4

Cuando el detective Lozano, ataviado con un chándal negro y zapatillas deportivas blancas y de conocida marca, alcanzó la cima de la montaña el Sol se ocultaba en el horizonte e iluminaba con luz anaranjada la fachada oeste del castillo, dejando en sombras el valle del río Guadiaro. Sacó de la mariconera su cámara de fotos y tomó algunas instantáneas del lugar. Se acercó a la puerta de entrada de la fortaleza y comprobó que estaba cerrada. Contrariado, dio un paseo en torno al muro y encontró un agujero a media altura que le permitiría pasar al interior. Observó que había rastros de pisadas y tierra removida bajo el orificio, como si alguien hubiese resbalado. Había una pequeña mancha de sangre sobre el filo de la pared. Podría ser el rastro de arañazos o cortes sufridos por el intruso al deslizarse por el muro. Dedujo que esa persona había tenido prisa por abandonar el castillo y su precipitación había provocado heridas.

Primero pasó su equipo; luego subió al muro y se descolgó por el agujero, dejándose caer en el interior de la fortaleza. Se quedó un momento de pie, observando el patio que tenía ante sí: una hilera de casas viejas, medio derruidas, con puertas y ventanas rotas o descolgadas y enfrente una puerta grande que daba entrada al viejo castillo. Estaba abierta y el detective no tuvo ninguna dificultad para entrar en el gran salón de audiencias. Subió hasta el trono y examinó detenidamente el lugar. Observó marcas de pisadas dejadas en el suelo polvoriento. Las siguió hasta una escalera de madera casi podrida que conducía a las plantas superiores y subió por ella hasta el descansillo del primer piso; la escalera continuaba hacia arriba y Lozano comprobó que había otro piso antes de llegar a la torre. El detective entró en la sala que tenía a su derecha y se quedó mirando: era grande y tenía algunos ventanales a ambos lados, unos daban al exterior y otros al interior del castillo. Le llamó poderosamente la atención ver en el fondo de la sala una mochila abierta encima de una mesa grande. Una columna de hormigas subía ordenadamente a la mesa por una de sus patas, recogían restos de alimentos y bajaban luego por otro lado, para dirigirse en fila a un pequeño agujero abierto en la pared que las conducía al exterior.

Lozano examinó el contenido de la mochila: tres chorizos largos y tres morcillas, una de ellas partida por la mitad; latas de sardinas, de anchoas y rodajas de pan. Otro compartimiento contenía dos mudas de ropa interior, un pantalón y una sudadera. Y en un bolsillo lateral de la mochila, sus dedos sacaron un teléfono, una brújula y una guía Michelín provista de mapas y recomendaciones para encontrar hospedaje en todo el territorio nacional.

No se apreciaban signos de lucha, ni otras huellas de la presencia humana que los residuos de comida. En un pequeño bolsillo de la mochila descubrió una cartera con los documentos de identidad y seguridad social, una tarjeta Visa y algo más de doscientos euros. La foto del carnet coincidía con la que le había dado doña Isabel esa misma mañana, y con la del recorte de periódico que Lozano llevaba en su bolsillo. El detective se permitió un segundo de satisfacción, aspiró aire profundamente durante unos segundos y sonrió: «El viaje no ha sido en balde», pensó. Obviamente, el chico había estado en aquel mismo lugar y por algún motivo salió precipitadamente, dejándose sus pertenencias en la sala y la piel en las piedras del muro; luego corrió cuesta abajo hasta caer muerto en la carretera, a unos diez kilómetros del castillo

La noche sorprendió de improviso al detective; por las ventanas se divisaban las lejanas luces blancas y agrupadas de los pueblos, y otras rojas o blancas de los vehículos que circulaban por la carretera. La sala estaba completamente a oscuras y Lozano estimó que ya había caminado suficientemente por aquel día. Decidió quedarse allí y continuar la marcha al día siguiente.

De pronto sintió hambre y se dio cuenta de que en el pequeño bolso sólo llevaba una botellita de agua; pero no tenía nada para comer, pues cuando salió de Algeciras no había previsto la visita al castillo. No había comprado nada para cenar porque pensaba quedarse en un hostal al finalizar el día. Lozano fue hacia la mesa y sacó una rodaja de pan de su embalaje de plástico, lo palpó y comprobó que aún se podía comer. Sacó una navaja y cortó una morcilla en rodajas e hizo un sándwich. Buscó en el interior de su mochila y sacó una cantimplora con algo de agua. Todo parecía tranquilo y solamente el rugido del viento, golpeando los muros e introduciéndose por algunos huecos de la pared y las ventanas, rompía el silencio de la sala.

Estaba bebiendo agua cuando escuchó un sonido que le era familiar: un helicóptero se acercaba a la fortaleza. Lozano se levantó y se asomó al exterior para verlo. Se dirigía hacia la torre con un foco encendido y las luces características de la navegación aérea. El antiguo policía se ocultó cuando el foco de luz inundó la fachada y penetró por las ventanas, iluminando la sala. El aparato dio una vuelta completa al castillo y luego permaneció un momento sobre la torre antes de alejarse y regresar por donde había venido. Lozano volvió a su asiento, pensando en lo curioso de aquella visita y las horas tardías que habían elegido los ocupantes del helicóptero. Mordió el bocadillo de morcilla que había hecho y comenzó a repasar mentalmente todo lo que había sucedido durante el día:

El día anterior, por la tarde, llegó a casa de doña Isabel, la madre de Antonio. Ésta era una mujer alta; su larga y rubia cabellera descansaba sobre sus hombros, y tenía los ojos verdes y la boca grande, de labios carnosos; aparentaba tener unos cincuenta años, y aún era muy atractiva. Ella le recibió vestida completamente de negro. Le hizo pasar al salón de la vivienda y le explicó todos los detalles del viaje de su hijo hasta que lo hallaron muerto en la carretera. Le dijo que el chico había decidido pasar por Algeciras para despedir a unos compañeros de la universidad que habían elegido un viaje a Marruecos para celebrar el fin de sus carreras universitarias. Su hijo se llevó un teléfono móvil, que no usó aquel día; una cámara de fotos digital; ropa interior, camisas y pantalones, y una guía con mapas y direcciones de alojamientos de toda España. Ella le había metido una bolsa de plástico con la cantimplora y alimentos: pan cocido con leña en rodajas, latas de anchoas y sardinas, tres chorizos de medio kilo y tres morcillas de igual peso. El día antes él le mostró en un mapa la ruta que iba a seguir: Al salir de Algeciras, subiría por la Ruta del Toro hasta llegar a Jerez, y después de descansar un par de días continuaría hasta Sevilla.

Lozano no entendía por qué entonces habían encontrado al chico en una carretera diferente, a treinta kilómetros a la derecha de la Ruta del Toro; pero doña Isabel no supo contestarle.

Fue esa incógnita lo que le decidió a realizar el mismo trayecto a pie que hizo el muchacho. Así se encontraría con las mismas o parecidas dificultades y tal vez descifrara el misterio de su muerte. Porque Antonio estaba sano cuando salió de su casa, y no era normal que a un médico, a pesar de su inexperiencia en la profesión, le diese un infarto por correr demasiado.

Al día siguiente, se levantó a la misma hora que lo hizo el chaval y tomó el autocar con destino a Algeciras. Allí compró algunas cosas y luego caminó quince kilómetros hasta la estación de San Roque.

A las dos de la tarde, el detective entraba en el mesón que había junto al cruce de la carretera comarcal de Jimena con la nacional de Málaga-Cádiz para descansar y comer. Una de las veces que se acercó el dueño del restaurante, el detective le mostró la foto de Antonio que le había entregado doña Isabel y le preguntó:

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