Catalina la fugitiva de San Benito (20 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Queridos míos —dijo—, me llena de gozo el ver que cada vez sois más los que acudís a mi cita. Sed discretos y mirad bien a quienes habláis de la nueva Iglesia, porque el enemigo acecha y muchos son los interesados en que nada cambie y todo permanezca igual. En Europa ya somos miles y las corrientes que vienen de fuera traen savia joven y nuevas ideas que pueden aportar mucha luz a nuestros corazones y, al igual que Lutero, Calvino y Melanchton reinterpretaron la Biblia y hallaron nuevos caminos. Nosotros, los iluminados de Llerena, sin apartarnos de la Santa Madre Iglesia queremos formar, dentro de ella, un núcleo compacto que reinterprete, de la misma manera, muchas enseñanzas de nuestro Señor y pasajes de la Sagrada Biblia que creemos mal traducidos y peor interpretados.

Y pregunto yo, ¿si el Génesis, Números y Deuteronomio son importantes, por qué un canto de amor tan hermoso como
El Cantar de los Cantares
de Salomón no tiene igual consideración y tratamiento?

¿No tuvieron los Patriarcas muchas esposas? ¿No dijo Dios, sin limitación: "Creced y multiplicaos"? ¿Acaso un hombre, cuando tiene a su mujer con el vientre ocupado, ha de desobedecer el divino mandato? El perdón de los pecados que nos ha sido dado por la crucifixión del Señor es tan amplio y total que ha servido para limpiar de culpa la humanidad presente pasada y futura; no va a poder más el pecado de los hombres que la Sangre de Cristo. Por tanto, yo os digo que lo malo, si se hace en el nombre del Señor, es bueno... y que los iniciados nos hemos de hablar de tú, sin solemnidad alguna, ya que es así como se hablan en el paraíso los bienaventurados, los ángeles y los santos.

Otra cosa os quiero decir... ¿Creéis que Dios puede desear que el hombre hecho a su imagen y semejanza se reproduzca mediante el pecado? Si el Señor hubiera querido que el hombre no conociera más que a una mujer, hubiera hecho que solamente con ésta fuera fértil. ¿No yació nuestra madre Eva con sus hijos y éstos con sus hermanas? ¿Acaso los castigó el Señor haciéndolos estériles? ¡No y mil veces no! Y todavía quiero deciros más: ¿cuáles son los mejores ante el Altísimo? Yo os lo diré: aquellos que le dedican su vida y su trabajo. Y ¿creéis, por ventura, que el Señor quiere que los mejores mueran sin fertilizar la tierra? ¡No y mil veces no! ¡Aún más! Los niños que nazcan de la unión de clérigos y monjas, éstos serán los profetas de la Nueva Ley. Y yo os conmino a comulgar cada día varias veces. ¿Qué mal puede haber en comer más Dios?

El predicador, con la voz tonante, el gesto crispado y el sudor resbalándole por el rostro, tenía hipnotizado a su auditorio. Luego, lentamente, se fue calmando y tras recomendar otra vez discreción y prudencia a los presentes se retiró.

El padre Rivadeneira había oído todo lo que durante tantos años había ansiado oír, y ni que decir tiene que, con muchas precauciones, volvió a las reuniones siempre que supo que iban a celebrarse. Aquella nueva teología liberó su espíritu y esponjó su atormentada alma, y su caballo de batalla, el sexto mandamiento, dejó de existir; únicamente intentó ganar adeptos entre gentes de su absoluta confianza, ya que los oídos y los ojos de la Inquisición estaban por todas partes y su brazo era largo y poderoso.

Cuando llegó a San Benito tenía cuarenta y cinco años y el convento le pareció un maravilloso huerto que entregaban a sus cuidados y cuyos frutos crecerían a su antojo; máxime, al estar la priora enferma y hallándose la nave del convento en manos de la prefecta de novicias, a la que veía mucho más proclive a su planes. Tres direcciones tenían sus tareas: las monjas, las novicias y postulantas y aquellas de las recogidas que tras parir decidían quedarse en el convento, ya fuere porque no tenían a dónde ir o bien porque les compensara mejor quedarse como fámulas al servicio de la comunidad. Entre estas últimas lanzó sus redes. Toda la ventaja estaba de su parte: eran pobres y su incultura, salvo excepciones, era absoluta. Las trató afectuosamente, las sermoneó con dulzura y cuando tuvo escogida su pieza la acosó con pequeños favores y regalos y la promesa formal de que iba a indagar, a través de las monjas, el paradero de su hijo y la condición de la familia que lo había acogido, con la intención de que ella pudiera enviarle algún presente o tal vez, en alguna ocasión, verlo de lejos en la iglesia o en alguna salida que él le intentaría facilitar y, de cualquier manera, recabar noticias suyas de vez en cuando. Luego alegó ante la monja encargada que habiendo observado el correturnos que hacían las muchachas cuando limpiaban sus aposentos, la más diligente y limpia era Fuencisla, que así se llamaba la chica, y fácilmente consiguió que a ella le asignaran tal menester. Lo demás fue coser y cantar, entre el ascendiente que tenía sobre ella, la deuda de gratitud que la joven creía haber contraído, sus diecinueve exigentes años y, todo hay que decirlo, la circunstancia de que el fraile se había convertido en un incansable y experto semental. Sus encuentros se hicieron cada vez mas frecuentes y explosivos, y finalmente sucedió lo inevitable: Fuencisla quedóse preñada.

—¿Estáis segura de lo que me decís?

La escena se desarrollaba en el despacho del fraile. La muchacha, frente a él, limpiábase las manos con el mandil.

—Como no voy a estarlo, padre —respondía la muchacha, azorada—. Tengo la certeza absoluta.

—Y ¿cuánto tiempo hace que no os han visitado las calendas púrpuras?

—Éste ha sido el tercer mes.

Quedose el fraile pensativo y al cabo habló de nuevo:

—Solamente tenemos dos opciones.

—Su paternidad me dirá.

—La primera... marchar del convento.

—No tengo a dónde ir.

—Ése es vuestro problema.

—Y ¿la segunda? —preguntó la muchacha con un hilo de voz.

—Habrá que buscarle un padre a la criatura que nacerá sietemesina. Un padre, claro es, que os habrá violado en contra de vuestra voluntad; de esta manera las monjas os permitirán seguir en el convento y yo podré continuar ayudándoos. Tendréis a vuestro hijo y asimismo me ocuparé de que vaya a parar a una buena familia. Por lo que a mi atañe, no olvidéis de que también es hijo mío. ¿Qué me decís?

—Pero, padre, y vos ¿cómo podréis explicar que sabéis todo esto?

—¿No soy, acaso, vuestro confesor? ¿No os he dicho, una y mil veces, que lo malo si se hace en nombre de Dios es bueno? Yo haré que mis palabras caigan en los oídos adecuados.

—Pero, padre, la persona a la que acuséis de mi violación lo negará, dirá que es mentira y lo pregonará a los cuatro vientos.

—¿Tan lerdo me creéis? La persona a la que yo acuse ni negará ni hablará jamás.

—¿Cómo lo podéis aseverar con tanta rotundidad?

—Es sordomudo, ¿me habéis comprendido?

Cuarenta y ocho horas después, cuatro alguaciles de la Santa Hermandad se llevaban amanillado del convento a Blas, el jardinero, que había servido fielmente a San Benito a lo largo de casi veinticinco años.

Quedose encantado el fraile de la solución que había hallado a su problema; le hacía cierta gracia haber engendrado un hijo según las directrices de los alumbrados y amplió las miras de sus ambiciones. Pensó que sería hermoso intentar volver a procrear con mujer de superior rango y prosapia del de una simple recogida, y sus libidinosos ojos se posaron en una bellísima y joven aspirante que le tenía el corazón robado y el discernimiento obnubilado: Catalina.

Pensamientos

Catalina, a sus catorce años y sin haber todavía alcanzado su plenitud, era ya una hermosa mujer. Ni el tosco tejido del hábito de San Benito, ni las tocas que le recogían el cabello, conseguían ocultar su belleza; la frente despejada, los ojos profundos y risueños, el óvalo del rostro perfecto, la nariz recta y proporcionada, los labios carnosos y el mentón adornado por un hoyuelo hacían elucubrar la mente del fraile y erotizaban sus sueños.

La muchacha ignoraba que era bella. En el convento no existían espejos y únicamente el azogado reflejo de las aguas del estanque le había devuelto de vez en cuando la imagen temblorosa de su rostro.

Habiendo nacido en San Benito, conocía todos sus recovecos; todos menos el pasadizo secreto que, partiendo de la sacristía, llegaba hasta los aposentos de las novicias y el campanario de la iglesia, cuya escalera de acceso estaba cerrada con una gruesa puerta invariablemente cerrada con llave. Todas las tardes, en su rato de asueto, se iba a un punto que limitaba el jardín con el huerto y que por su altura permitía divisar el mundo que se abría tras el muro circundante de San Benito; desde allí, la niña dejaba que su mente golondrina volara mucho más alto y mucho más lejos y se preguntaba qué habría más allá del hayedo, a dónde iría a parar la cinta de plata del arroyo que atravesando el huerto se perdía en la lejanía para desembocar en el afluente que a su vez lo hacía en el Órbigo. La masa del monasterio la oprimía y estaba cierta de que ella no acabaría sus días allí dentro y que, por tanto, su cuerpo no reposaría en el cementerio de las monjas. Todo su ser reclamaba libertad y ansiaba conocer nuevos horizontes, nuevas gentes y nuevas circunstancias. ¿Cómo era posible que cualquier animalillo del campo fuera libre sin tener discernimiento para gozar de su libertad y ella, que tanto la ansiaba, no pudiera disfrutarla? Había aprendido a leer y a escribir gracias a las lecciones de fray Gerundio, al que tanto lloró y al que jamás podría agradecer el inmenso beneficio que le legó al enseñarle todo lo que sabía. Contra la opinión de sor Gabriela, la priora, que siempre alababa lo despierto de su intelecto, la había destinado, cuando acababa sus tareas en las cocinas, a la biblioteca de la comunidad y a la contaduría de las monjas, donde por cierto y a escondidas de la prefecta de novicias manejaba la pluma de ganso indistintamente con ambas manos. El mundo que llegó a conocer fue el que le enseñaron los libros, sobre todo los que pudo hurtar y posteriormente devolver a la biblioteca, y todos sus conocimientos se capitalizaban a través de lo que en ellos aprendió. No había visto el mar, pero sabía que existía... y los galeones... y los grandes peces que poblaban las aguas... y el nuevo mundo que descubrió el Gran Almirante de Castilla en tiempos de la reina Católica. Y su mente volaba y envidiaba a los ánades de cuello verde que en vuelo raudo y en formación cerrada atravesaban el cielo del convento en direcciones opuestas, según los meses. ¿Adónde iban y por qué volvían? ¿Por qué cada año en las mismas fechas regresaban las cigüeñas para anidar en la espadaña del campanario de San Benito, desde donde, sin ella saberlo, los fríos ojos del padre Rivadeneira la acechaban todas las tardes, al igual que los del ave de rapiña acechan a su presa?

Planes indignos

Seamos claros, sor Gabriela, vos deseáis ardientemente ser priora de San Benito y yo, a cambio, únicamente deseo llevar por el nuevo camino a una de las postulantas que tenéis a vuestro cargo.

—No voy a preguntar a vuesa merced por su nombre, pues no soy lerda y no me pasan inadvertidas vuestras intenciones, pero si aceptara que mi ambición fuera dirigir esta comunidad, ¿cómo podríais vos ayudarme en el empeño?

Estaban platicando ambos, dando vueltas al estanque bajo los soportales del claustro.

—Vayamos por partes. En primer lugar, sabéis que una de las prerrogativas de San Benito es que, a la muerte de una priora, las monjas elijan reunidas en capítulo a su sucesora mediante el sufragio de los dos tercios. ¿Es así? Corregidme si me equivoco.

—Estáis en lo cierto. Así es... ¿y?

—Bien. Una vez elegida, se debe notificar a los protectores la decisión de la mayoría, y éstos envían al general de la orden el acuerdo ratificado por ellos para que él a su vez lo trasmita al obispo y éste dé
el placet.

—¿Qué sugerís?

—En primer lugar, vos ostentáis un lugar preeminente en la comunidad y no sería obstáculo, ocupándoos un poco del asunto, el obtener los dos tercios.

—Creo que olvidáis un impedimento mucho mayor.

—¿Cuál es?

—La madre Teresa, la priora, a pesar de sus achaques se niega a recibir al médico.

—Eso veréis como cambia. ¿No me habéis dicho que últimamente mancha la cama? Esta nueva prueba que el Señor le envía es demasiado molesta para que siga en su empecinamiento. Necesitamos que el doctor Gómez de León la visite y le recete una fórmula. Luego será sencillo añadir o cambiar lo que convenga, y ahí entra mi colaboración para que a la vez me prestéis la vuestra en el empeño del que os he hablado.

—Decidme, os escucho con verdadero interés.

El padre Rivadeneira miró alrededor, no fuera que hubiese algún oído indiscreto, y prosiguió:

—En tiempos, antes de tomar las órdenes, ejercí de mozo de botica y aprendí el oficio en una farmacia de Segovia.

La maestra de novicias, con la toca inclinada hacia el fraile, escuchaba atentamente.

—Su maternidad sabrá que existen ciertas pócimas prodigiosas que tienen diversos efectos según sea la frecuencia de su administración y las cantidades que se prodiguen al enfermo. Una de ellas se elabora a partir de la raíz de la nuez vómica o el haba de san Ignacio; su nombre latino es
stricnos
y convenientemente dosificada tiene efectos curativos.

—¿Adónde queréis ir a parar?

—Tened paciencia, sor Gabriela. Pero si una noche, por error, claro es, en la receta que el doctor haya indicado se cambiara o añadiera un producto ex profeso, entonces...

—¿Entonces?

—Entonces la muerte sería rápida y certera. Todo el mundo pensaría que el Señor ha querido llevársela prematuramente para acortar su agonía y premiar sus grandes méritos.

Sor Gabriela dudaba pensativa y el fraile prosiguió:

—Entonces vos seréis la nueva priora de San Benito, y a mí me facilitaréis, cumpliendo nuestro pacto, el acceso a Catalina... a fin de llevarla a la verdadera interpretación de las Sagradas Escrituras.

—Una decisión así no se puede tomar a la ligera. Dejadme unos días.

La monja caviló un tiempo y al cabo de dos semanas se reunieron de nuevo.

—De acuerdo, pero la tendréis cuando mi nombramiento haya llegado y sea firme.

—Será una dulce espera... «madre priora».

De nuevo Astorga

Don Sebastián Fleitas hacía antesala, de nuevo, en el palacio del secretario provincial del Santo Oficio. Había llegado a Astorga a revientacaballos hacía, escasamente, media hora, y en cuanto despachara el asunto que le traía ocupado con el doctor Carrasco tenía intención de proseguir camino hacia Madrid, a recoger un encargo que tenía hecho hacía ya varios meses y en el que había puesto gran interés. Ni tiempo había tenido para cambiarse de ropa; vestía jubón de gamuza pespunteado de cuero sobre una camisola blanca de lanilla, calzones de tafetán aterciopelados embutidos en unas botas de baqueta de Flandes hechas de badana de jineta y cubiertas, hasta la mitad, por unas polainas de lona recia al uso de los correos que cubrían las postas, al hombro colgaba su ferreruelo de paño de Londres, que se levantaba obligado por la punta de su espada que pendía del tahalí por el costado izquierdo, y a la izquierda del mismo lucía la Cruz de Alcántara. Esta vestimenta, apropiada para correr los caminos, resultaba en extremo calurosa en el interior del palacio episcopal, cuya temperatura era siempre elevada debido a los famosos fríos que, invariablemente, aterían al doctor Carrasco. En el mismo instante que fray Valentín entraba en la antecámara para anunciarle que el señor obispo lo recibiría de inmediato, el portugués, con un pañuelo de batista, se enjugaba el copioso sudor que perlaba su inmensa frente. Descolgó su capa del hombro tras deshacer el broche que la sujetaba, y tomándola en el brazo se dispuso a seguir al coadjutor, que marchando delante de él le abría el camino hacia los aposentos del prelado. Recibióle éste de pie junto a la mesa de su despacho, inmenso, orondo embutido en una loba
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morada abotonada desde el cuello hasta los pies y cubierta su cabeza con un bonete acolchado de terciopelo del mismo color; para espanto del portugués, cuatro inmensos troncos de haya ardían en la chimenea. Don Sebastián, llegado que hubo a la altura del prelado hizo el gesto de genuflexar su rodilla derecha, pero el obispo no lo permitió, alzándolo afectuosamente por el brazo.

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