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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (10 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Las muchachas lloraban de risa, y golpeaban su hombro izquierdo con la palma de su mano derecha. Se inclinó ante ellas y muy serio, salió del círculo. Ellas siguieron golpeando sus hombros, satisfechas. Él movió la cabeza halagado, pero no volvió a entrar en el círculo. Vi que Lana miraba en mi dirección. Luego se puso en pie de un salto y se colocó en el centro y entonces llamó a Targo. ¡Oh, con tanta gracia...! Y le tendió las manos. Él sonrió y le dijo algo a uno de sus hombres. Vi enojada que las ropas que yo llevaba puestas al encontrarles eran colocadas en el centro del círculo.

Lana, no sin ciertas dificultades, se las puso.

¡Qué hermosa estaba con mi ropa! ¡La lucía mejor que yo!

Después Targo, protestando, fue conducido hasta allí por las chicas que reían divertidas. Lana comenzó a regañarle vigorosamente. No me interesaba su actuación. Las chicas sin embargo, parecían estar disfrutando. Lana caminaba alrededor de Targo, gesticulando y gritándole. También se dirigía a las demás chicas como si se riese y burlase de ellas. Su voz era tan altiva y desdeñosa, tan fría y tan divertida, tan tajante, como la de una emperatriz. Los trataba a todos como si fuesen menos que el polvo que cubría sus pies. Alzaba la cabeza de una manera, elevando su nariz en el aire, y volvía el rostro hacia un lado, como si estuviese aburrida y, al mismo tiempo, hizo un movimiento con todo su cuerpo, pero sobre todo con la mano derecha, como si estuviese llegando al límite de su paciencia y tratase de controlarse. Las muchachas no podían más. Lana era una excelente actriz. Yo por mi parte, me sentía furiosa.

Entonces, las dos muchachas que habían llevado a Targo hasta el centro del círculo, saltaron sobre Lana y la desnudaron. La echaron sobre la hierba, frente a Targo. Otra muchacha se puso de pie y simuló que golpeaba a Lana, mientras esta se retorcía, se quejaba y gemía haciendo ver que sentía el dolor. Finalmente, cuando la soltaron, se arrastró corriendo hacia Targo. Temblorosa, echo la cabeza sobre sus pies, cogió uno de ellos y comenzó a cubrir su sandalia de besos.

Las muchachas disfrutaron de la representación.

Algunas me miraron para ver mi reacción, pero apartaron los ojos.

Targo dio dos palmadas y una vez más, fueron amos y esclavas.

Trajeron una caja con peines y cepillos. Las muchachas se distribuyeron por parejas y comenzaron a peinarse la una a la otra. Varias quisieron peinar y cepillar el cabello de Lana. A mí me dieron un peine.

Tímidamente, me acerque a Ute. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Ni siquiera podía hablar su idioma. No podía decirle que sentía no haber tirado del arnés y haber dejado que otras lo hicieran por mí. No podía decirle que me sentía desesperadamente desgraciada, que estaba sola. No podía decirle que quería más que ninguna otra cosa, que fuese mi amiga.

En el agua me había rechazado, dándome la espalda.

Me dirigí a ella, y se volvió a mirarme. Tímidamente, temiendo que fuese a darme la espalda de nuevo, le indiqué que me permitiera peinarle el pelo, si le placía que yo lo hiciera.

Me miró fríamente.

Sollozando me puse de rodillas ante ella, incapaz de hablarle, y coloqué mi cabeza sobre sus pies.

Entonces se arrodilló frente a mí y alzó mi cabeza. También había lágrimas en sus ojos.

—El-in-or —dijo y me besó.

Lloré y a mi vez, la besé.

Después se volvió y aún arrodillada permitió que peinase su cabello. Cuando acabé, tomó el peine e hizo lo mismo conmigo.

Mis preferidas entre las chicas eran Ute e Inge, la de los escribas. Estos dos nombres son, al menos por su sonido, alemanes. Ninguna de ellas, sin embargo, hablaba alemán, idioma del que yo había aprendido unas pocas palabras, o francés, que hablo con bastante fluidez. Las dos eran goreanas por completo. Ninguna de ellas, por supuesto, hablaba inglés. Aparentemente, muchos nombres goreanos tienen su origen en la Tierra.

Casi inmediatamente Ute y también Inge comenzaron a enseñarme goreano.

Se tardaban bastantes días en llegar a las orillas del Laurius.

Encontramos cuatro caravanas más y en cada una, Targo exhibió su cadena de esclavas. Yo era la cuarta en ella. Deseaba que vendiesen a Lana. Y esperaba que no ocurriese eso con Ute o Inge.

En aquellas caravanas había esclavas, que a veces venían a vernos con sus amos. ¡Cuánto les enviaba yo su libertad, sin cadenas, para ir y reír y caminar cuanto quisiesen! ¡Qué bellas estaban con sus breves túnicas de esclavas con una cinta en el hombro izquierdo, sus collares alrededor del cuello, en los brazos de sus amos, mirándonos! ¡Con qué desprecio nos miraban a nosotras, arrodilladas en la hierba, atadas en la cadena, desnudas, sin que nos hubiesen comprado!

Sorprendentemente, no acababa de creerme la posibilidad de que me comprase alguien. Sin embargo, una vez, después de haber alzado el rostro, dedicado la mejor de mis sonrisas y haber repetido la frase ritual
«Cómprame, Amo»
, se me paró el corazón. Aquel hombre no había pasado de largo. Seguía mirándome. Además, descubrí con horror que me observaba con interés. Lo decían sus ojos. Tuve la sensación de venirme abajo. Me quedé lívida. Hubiese querido ponerme en pie y gritar y salir corriendo desesperada, con la cadena a rastras. Pero entonces, no puedo explicarme cómo sucedió, dejó de estar delante mío, e inspeccionó a la siguiente muchacha. Cuando oí su
«Cómprame, Amo»
comencé a estremecerme. También se detuvo delante de otra, la novena de la hilera. Cuando nos hubo visto a todas, regresó y se puso delante mío. Fue como si estuviera hecha de piedra. No podía sostener su mirada. Estaba aterrorizada. Ni siquiera podía repetir
«Cómprame, Amo»
. Finalmente, volvió a recorrer la hilera y se detuvo frente a la novena chica. La adquirió. Targo vendió dos muchachas aquella tarde. Vi cómo cambiaba el dinero de mano. Vi cómo la novena muchacha era sacada de la fila. La vi arrodillarse ante su comprador, sentada sobre los talones, la cabeza baja, los brazos extendidos y las muñecas cruzadas, dispuesta a que se las atasen. Era la sumisión de la muchacha a su nuevo dueño. Él le puso brazaletes de esclava, uniéndole las muñecas, y colocó una correa alrededor de su cuello. Vi luego cómo él ataba la correa a una anilla situada a un lado de su carro. Ella quiso tocarle, pero él la apartó de una bofetada. Parecía tímida, pero Feliz. Hacía mucho tiempo que no tenía dueño. Me pregunté cómo sería pertenecerle a un amo. Me estremecí. La muchacha se sentó a la sombra de la carreta hasta que la caravana se puso en marcha y entonces, levantándose, atada a la carreta, comenzó a caminar. Se volvió una vez, alzando sus muñecas esposadas. La saludamos con la mano. Parecía feliz.

Nos detuvimos dos veces en pueblos empalizados, los de simples pastores de boskos. Me gustaban esas paradas, pues allí teníamos leche fresca de bosko, aún caliente, y dispondríamos de un techo sobre nuestras cabezas para la noche, aunque sólo fuera de hierba. Aquellos aldeanos esparcían paja fresca en la cabaña en la que estaríamos encadenadas por la noche. Olía a limpio, y estaba seca. Me encantaba echarme sobre ella después de la lona desplegada por encima de los duros tablones de las carretas.

Tanto Ute como Inge, tal vez Ute en particular, eran pacientes e infatigables maestras. Me enseñaban goreano prácticamente durante casi todo el día y por supuesto, yo no oía otra cosa en todo el día tampoco. Al poco tiempo me encontré diciendo cosas en goreano sin pensar en ello. Aprendí el idioma como lo aprende un niño, que no cuenta con ningún idioma para comunicarse. Consiguientemente, lo aprendí de forma directa e inmediata, con fluidez, no como una construcción de casos gramaticales y listas interminables de vocabulario, en las que los términos extranjeros tenían siempre al lado su correspondiente significado en inglés. Al no saber inglés ellas mismas, no tenían más remedio que enseñarme una lengua viva, en la que yo estaba inmersa, tan práctica y concreta como una herramienta, tan expresiva y hermosa como las flores y las nubes. No tardé mucho en sorprenderme a mí misma, en una ocasión, pensando en goreano. Y tan sólo unos diez días después de que mis lecciones de goreano hubiesen comenzado, tuve el primer sueño en que se me hablaba goreano inteligible y en el que yo respondía espontáneamente, sin pensar, en la misma lengua. Curiosamente, era un sueño en el que yo había conseguido robar una golosina y echarle las culpas a Lana, y la azotaban por ello. Me pareció un sueño divertido hasta que en él apareció Targo. Venía a por mí y llevaba colgando las tres tiras de cuero de la mano. Me desperté empapada por el sudor, pero a salvo, encadenada en el carro, sobre la lona. Fuera estaba lloviendo y oí el agua golpear sobre el techo que formaba la lona roja extendida sobre nuestras cabezas para protegernos. Escuché la respiración de las otras chicas en la carreta. Me dejé ir de nuevo sobre la lona doblada bajo mi cuerpo y, oyendo la lluvia y el rechinar de la cadena, me quedé dormida otra vez. Al principio, mi gramática no era particularmente buena, pero Inge me ayudó a mejorarla. Al cabo de cierto tiempo podía incluso detectar algunas diferencias regionales en los dialectos de las chicas y los guardas. Mi vocabulario todavía tenía que ser mucho más extenso, pero yo me sentía orgullosa de mí misma. En sólo unos cuantos días, para deleite y sorpresa míos, Había aprendido a hablar un goreano decente, bajo la intensa ayuda de Ute e Inge. Había una razón especial, claro está, por la cual yo me sentía ansiosa por aprender aquel idioma. Deseaba establecer contacto con hombres que pudiesen devolverme a la Tierra. Estaba segura de que podría, con mis recursos de la Tierra, conseguir rápidamente un pasaje de regreso al planeta que había sido mi hogar.

En cierta ocasión comenté, hablando con Inge, que Ute cometía de forma regular ciertos errores gramaticales.

—Sí —dijo Inge, flemáticamente—, es de los curtidores.

En aquel momento me sentí superior a Ute. Yo no cometería esos errores. Yo era Elinor Brinton.

—Yo hablaré goreano como los de casta alta —le anuncié a Inge.

—Pero tú eres una extraña, una bárbara.

La odié en aquel momento.

Me dije a mí misma que Inge, con todas sus pretensiones, todavía sería una esclava encadenada, pendiente de los deseos la voz de su amo, cuando yo, Elinor Brinton, estuviera ya a salvo en la Tierra, una vez más en mi agradable ático. ¡Y Ute, también! ¡La tonta y estúpida pequeña Ute, que ni siquiera era capaz de hablar su lengua correctamente! ¿Qué otra cosa podía hacer aquella insignificante, pequeña y linda joven que ser el juguete de un hombre? ¡Era una esclava por naturaleza! Estaba abocada a vivir para las cadenas. Y también Inge, pues era arrogante. ¡Se quedarían en Gor, poseídas por alguien, mientras yo, Elinor Brinton, rica e inteligente, sana y salva, me reiría en mi casa, a un mundo de distancia! ¡Qué divertido sería!

—¿Por qué ríe El-in-or? —preguntó Ute alzando la vista.

—Elinor —la corregí.

—Elinor —sonrió Ute.

—No es nada.

Oí a uno de los guardas gritar fuera. También oímos, en la distancia, cencerros de bosko.

—¡Una comitiva! —gritó uno de los guardas.

—¡Hay una mujer libre en la comitiva! —gritó otro.

Targo también daba voces.

—¡Las esclavas fuera!

Estaba asustada. Nunca había visto una mujer goreana libre. Un guarda abrió apresuradamente el extremo de la barra en la que se sujetaban los anillos de los tobillos y la levantó. Una por una, los hicimos resbalar por la barra y nos colocamos en la parte de atrás de la carreta, donde habían bajado la puerta. Mis tobillos y los de las demás muchachas estaban todavía unidos, por supuesto, por más o menos un pie de cadena y dos anillas, una en cada tobillo. Cuando dejamos la carreta, se nos puso a todas, una a una, en fila, unidas por una correa formada por tiras como las que usaban para atarnos, cogidas por la garganta. Luego, estirando el cuello para ver algo, nos alineamos junto a la carreta. Las muchachas del otro carro, frente a nosotras, con Lana entre ellas, ya estaban sobre la hierba, mirando.

Vimos una gran carreta, algo apaisada, tirada por cuatro enormes boskos negros, bellamente adornados.

Sobre el carro, bajo un dosel de seda plisada, en una silla curul, iba sentada una mujer.

La carreta estaba flanqueada por tal vez unos cuarenta guerreros, que llevaban lanzas, veinte a cada lado.

Oímos los cencerros de los boskos, sobre sus arneses, con bastante claridad. La comitiva pasaría muy cerca de nosotras. Targo había salido a medio camino para recibirla.

—Arrodillaos —dijo uno de los guardas. Obedecimos, colocándonos como en las cadenas de exhibición.

Una esclava goreana siempre se arrodilla en presencia de un hombre o una mujer libres, a menos que sea excusada de hacerlo. Yo había incluso aprendido a arrodillarme cuando se me dirigía un guarda y, por supuesto, cuando se me acercaba Targo, mi amo. Una esclava goreana siempre se dirige a los hombres libres como Amo o Señor, o a toda mujer libre como Señora.

Ví cómo se acercaba la carreta.

La mujer iba sentada en la silla curul, llena de dignidad, y envuelta en sedas multicolores. Sus vestidos podían haber costado más de lo que podíamos valer dos o tres de nosotras juntas. Además, llevaba un velo.

—¿Acaso te atreves a mirar a una mujer libre? —preguntó un guarda.

No solo me atrevía, sino que deseaba hacerlo. Pero obligada por su pie, incliné la cabeza a medida que el carro avanzaba, como hicieron las otras chicas.

La carreta y la comitiva se detuvieron a tan solo unos cuantos metros de donde nos hallábamos nosotras.

No me atreví a levantar la cabeza.

De pronto me dí cuenta de que yo no era como ella. Por primera vez en mi vida comprendí, arrodillada en la hierba de un campo goreano, las contundentes y devastadoras realidades de las instituciones sociales. Comprendí cómo en la Tierra mi posición y la abundancia de que disfrutaba habían creado un aura en torno a mí, que hacía que las gentes de categoría inferior me respetasen y se apartasen cuando yo quería pasar, que les hacía tratarme con deferencia, apresurarse a complacerme y temer no poder conseguirlo. Con qué naturalidad me había comportado de modo distinto al de ellos, mejor, mucho más arrogantemente... ¡Yo era mejor! ¡Era su superior! Pero en aquellos momentos yo no me encontraba ya en mi mundo.

—Levanta la cabeza, niña —dijo una voz de mujer.

Así lo hice.

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