—Vale, gracias.
—Los camastros están instalados en el gimnasio. Elige el que más te guste de los que no estén ocupados.
—Gracias.
Me llevé mis trastos al gimnasio. Estaba abarrotado de hileras y más hileras de camastros plegables que casi tocaban con la cabecera los pies del siguiente. Entre las hileras habían dejado estrechos pasillos. Alrededor de un tercio de los camastros estaban ocupados. Allí había centenares de personas, y no todas eran estudiantes. De uno de los aros de baloncesto colgaba otra lámpara de queroseno que proyectaba largas sombras en las esquinas del gimnasio.
Vi un grupo de camastros desocupados en una de las zonas oscuras que estaban junto a la pared. Escogí uno al azar y le metí debajo los esquís, el palo y el bastón. Estaba hambriento pero no quería que nadie me viera comer, así que me puse a beber agua de una botella. Era el agua de la cisterna del lavabo de chicas del
dojang
, pero ¿quién podía ser exigente, en esos momentos?
Guardé la botella vacía, metí la mochila debajo del camastro y me desvestí hasta quedar en camiseta y calzoncillos. Me sentí genial al quitarme la ropa mugrienta y meterme en una cama.
Me dolían los brazos y las piernas. Sólo había esquiado un día, ni siquiera había salido aún de Cedar Falls, pero estaba agotado. ¿Podría llegar a Warren? A pesar de la preocupación, tenía esperanzas. Si aquí la gente estaba organizándose para sobrevivir a la lluvia de ceniza, era posible que también se estuvieran organizando en Warren. A lo mejor mi familia estaba bien.
El lecho era pequeño, con una almohada pequeña y una manta áspera. La gente se movía de un lado a otro, revolviendo sus trastos o hablando con quienes tenían cerca. Muchos tosían, sufrían fuertes ataques por culpa de la ceniza. Una madre intentaba calmar a un bebé que lloraba, y al otro lado del gimnasio había dos niños discutiendo. Pero yo estaba tan cansado que nada de eso me importaba. Me quedé dormido en cinco minutos.
Bate de Béisbol, Llave de Rueda y Cadena volvieron a mis sueños. Bate de Béisbol estaba furioso y me lanzó un golpe a la cabeza. No podía moverme, no podía gritar. En el momento en que estaba a punto de golpearme, su cabeza explotó. Cuando cayó, detrás de él se abrió un paisaje totalmente nuevo, de esa forma rara en la que a veces funcionan los sueños. Mamá, papá y Rebecca estaban allí comiendo McNuggets de pollo. Yo llevaba un disfraz de payaso y ellos no me reconocían. Cada vez que les decía quién era, se ponían a reír.
Desperté jadeando en silencio y con la vista fija en la oscuridad sobre mi cabeza. Alguien había bajado la llama de la lámpara. Sentí que algo me golpeaba la espalda por debajo de la lona del camastro. Me giré y vi que había una silueta oscura arrodillada junto a mí que rebuscando con un brazo debajo de mi camastro. Saqué con sigilo los brazos de debajo de la manta y me lancé a por ella. Con la mano derecha había agarrado un puñado de pelo del que tiré hacia atrás y luego arriba. Eso me dio una pista de dónde debería estar la garganta del tío, así que le hice una llave de estrangulamiento con el antebrazo izquierdo.
Todo terminó en menos de dos segundos. Incliné la cabeza para echarle un vistazo a un lado de la cara.
Era una niña de unos ocho o nueve años. Le solté el pelo; de todos modos me dolía el hombro derecho. Mantuve el brazo izquierdo alrededor de su cuello. Había sacado de mi mochila dos paquetes de galletas de mantequilla de cacahuetes. Se le resbalaron de las manos y cayeron al suelo.
¿Qué demonios me pasaba? Me había horrorizado el ver cómo Cedar Falls degeneraba en saqueos y violencia, y allí estaba yo con mi antebrazo presionando la garganta de una niña, una niña que sólo quería algo de comer. ¿Era mejor que los saqueadores?
Bajé una mano y palpé el suelo. Encontré a tientas los dos paquetes de galletas. Los recogí, se los puse en una mano y le cerré los dedos para que los sujetara.
—Si le cuentas a alguien de dónde has sacado esto, te encontraré y te partiré el cuello. —Hice un poco más de presión con el antebrazo para dar mayor énfasis a mis palabras. Me sentí fatal. Amenazarla estaba mal, era algo hasta despreciable. Pero no se me ocurrió otra alternativa. No quería que todo el mundo viniera y se sirvieran de mi comida. Ella asintió con la cabeza, al menos tanto como pudo con mi brazo apretándole la laringe.
La dejé marchar, y salió corriendo hacia la oscuridad, agarrando bien fuerte los paquetes de galletas. Mi mochila estaba abierta bajo el camastro y se había salido todo. Volví a guardarlo, y puse la mochila a mi lado, en la cama.
Estuve despierto durante horas, abrazado a la mochila y pensando. ¿Sobreviviría alguien si la comida era tan escasa que los niños ya empezaban a pasar hambre? Luego pensé en lo que podría haber pasado si hubiera apretado un poco más el cuello de la niña con el brazo, y me sentí fatal. Pero sobre todo, pensé en una niña que había aprendido a robar sólo para conseguir algo que comer.
CUANDO desperté a la mañana siguiente, alrededor de la mitad de los refugiados en el gimnasio ya se habían levantado. Intentaban moverse sin hacer ruido y hablaban con susurros por consideración hacia los que dormían. Pero más de cien personas intentando no hacer ruido hacían un ruido del demonio.
Me senté en el borde del camastro y gemí cuando toqué el suelo con los pies. Las horas de esquí del día anterior me habían dejado hechos polvo los músculos de las pantorrillas y los muslos. Así que me puse en pie tambaleándome, y me obligué a hacer algunos estiramientos de artes marciales, en calzoncillos. Cuando conseguí que las piernas se destensaran un poco, dediqué un rato a estirar el brazo y el hombro derechos. Estaba mucho mejor, aunque aún me dolía cuando levantaba el brazo por encima de la cabeza.
Cuando acabé los estiramientos ya me sentía mejor, así que me puse a hacer formas de taekwondo en el sitio. Una forma corriente consiste en una serie de patadas, puñetazos y posturas para las que se necesita mucho espacio. Así que para practicarlas en un espacio más pequeño tuve que modificar los movimientos. Si la forma requería un paso adelante, una patada frontal, un paso adelante y un golpe de cuchillo, para el segundo movimiento daba un paso atrás en lugar de adelante, avanzando y retrocediendo una y otra vez por el mismo trocito de suelo.
La gente de alrededor me miraba raro, así que dejé los ejercicios después de dos formas y me vestí con los mismos vaqueros y la misma camisa de manga larga sucios que llevaba el día anterior. Me puse las botas de montaña de mi padre y me colgué la mochila del hombro, pero no supe qué hacer con el equipo de esquí. Esperé hasta que me pareció que nadie miraba, y lo escondí debajo de la manta de mi camastro. Esperaba que no pasara nada.
Lo siguiente en mi lista de prioridades: un lavabo. Sabía dónde estaban los lavabos de chicos más cercanos, pero cuando llegué allí, en mitad de un pasillo oscuro, estaban cerrados. Volví al gimnasio y le pregunté al primer tío que vi dónde se suponía que teníamos que mear. Me señaló los vestuarios.
Allí habían colgado otra lámpara de
camping
con la llama tan baja como era posible sin que dejara de dar luz. Los urinarios y compartimentos con váter estaban precintados con cinta amarilla que indicaba que estaban fuera de servicio. Alguien había puesto un par de sanitarios portátiles en las duchas, justo en el centro, cerca del desagüe del suelo. Había dos colas, cada una de cuatro o cinco personas, tanto hombres como mujeres, que esperaban para usarlos.
Me puse en la cola detrás de una niña, y esperé mi turno. Me pregunté si sería la misma que me había revuelto la mochila la noche anterior. Si lo era, ¿debía disculparme o regañarla por intentar robarme? No tenía ninguna marca en el cuello, así que decidí que no podía tratarse de la misma niña.
El retrete olía fatal: una mezcla nauseabunda de excrementos, orines y azufre. Supuse que se les había acabado ese líquido azul que ponen en el fondo para que no huela tan mal. Respiré una sola vez mientras estaba dentro. Y lo habría evitado pero la idea de desmayarme allí era aún más repugnante que el olor.
Mientras estaba de pie en el urinario, la comida era lo último en lo que podía pensar. Pero en cuanto salí de los vestuarios el hambre volvió a aparecer, haciendo que me rugieran las tripas. Así que eché a andar por uno de los pasillos oscuros que se alejaban del gimnasio. Caminaba a tientas, rozando con la mano las paredes repletas de taquillas.
Hacia la mitad del pasillo me detuve ante una puerta que, si la memoria no me fallaba, era la de un aula. No estaba cerrada con llave, así que la abrí y entré con cuidado. La oscuridad era la misma que reinaba en el pasillo. Di dos pasos hacia un lado, me quité la mochila, y me senté con la espalda apoyada en la pared.
Rebusqué entre mis cosas y encontré un trozo de queso y dos botellas de agua. Me comí todo el queso y me bebí toda el agua. ¿Qué clase de tío se come sus provisiones a escondidas cuando sabe que tiene cerca a cientos de personas hambrientas? Un tío como yo, supuse. Sí, me sentía mal por hacerlo. Pero no creía que mis escasas reservas pudieran servir de mucho a toda la gente que había en aquel gimnasio. Y sabía que iba a necesitar la comida para poder llegar a Warren. Seguro que me haría falta más de la que tenía. Volví a meterlo todo en la mochila y rastreé el suelo para asegurarme de que no se me había caído nada.
De vuelta en el gimnasio, le pregunté a un niño dónde podía conseguir agua. Me señaló los vestuarios para visitantes. Allí había otra lámpara de queroseno colgada y dos tíos sentados en sillas plegables. Les pregunté por el agua, y me llevaron hasta las duchas. Habían sustituido una alcachofa de ducha por una manguera. Les di las botellas vacías y las llenaron todas, con cuidado de no derramar nada.
Me sorprendió un poco ver que las tuberías funcionaban. Supuse que era por lo que me había dicho el señor Kloptsky el día anterior, que el instituto tenía su propio depósito de agua. Tenía que estar lo bastante alto como para que la gravedad la hiciera bajar hasta los vestuarios. Esperaba que tuvieran agua suficiente como para aguantar hasta que llegara ayuda.
Cuando volví al gimnasio, habían aumentado al máximo la luz de la lámpara y casi todo el mundo estaba despierto. Comprobé que los trastos de esquiar seguían estando debajo de la manta de mi camastro, y di unas cuantas vueltas por el gimnasio en busca de alguien a quien conociera.
Encontré a Cuchador. Su nombre real era Ian pero lo llamábamos Cuchador, en honor al cubierto que su padre le ponía con la fiambrera en los primeros años de instituto, era cuchara por un extremo y tenedor por el otro. Cuchador. Su madre estaba en el ejército. Al parecer cada dos años se marchaba a algún país de Oriente Medio. Ahora está en Afganistán, pensé.
—¡Eh, Cuchador! —lo llamé.
—Hola, Hormiga Atómica —replicó él, y fue hacia mí. Odiaba ese apodo. Quiero decir que, venga ya, no soy tan pequeño como eso. Más bien soy de tamaño medio. Aunque creo que Hormiga Atómica era mejor que Cuchador.
—Menudo follón se ha armado, ¿no?
—No, esto es un JEIDA. Según la clásica jerga militar. Jodido e imposible…
—Sí, ya lo sé… de arreglar.
—De apañar o de asomo de posibilidad de recuperación. ¿Y qué estás haciendo aquí? Creo que hoy me toca turno de limpieza de la azotea… ¿Quieres que intentemos que nos pongan juntos, tío?
—¿A limpiar la azotea?
—Sí, Kloptsky piensa que el techo se hundirá si no quitamos la ceniza.
—Ya. Te aseguro que no se equivoca. El Pita Pit se derrumbó. Igual que muchas casas que vi cuando venía hacia aquí.
Mientras hablaba, se nos acercó una chica a la que conocía, Laura. Muchos la llamaban Ingalls, por su nombre y por las faldas largas y anticuadas. Yo no lo hacía porque, bueno, era mona. Incluso allí llevaba una larga falda vaquera manchada de ceniza.
—Hola, Ingalls —dijo Cuchador—. ¿Qué equipo te ha tocado? Yo estoy en el de limpieza de la azotea.
Miró a Cuchador con el ceño fruncido y desvió su mirada hacia mí.
—Hola, Alex. Me alegro de que estés bien y hayas conseguido llegar hasta aquí.
—Sí —respondí—. Me alegro de ver que tú también estás bien. ¿Te han puesto a limpiar a ti también?
—No, yo me largo de aquí. Todos los miembros de mi iglesia se marchan hoy. ¿Quieres venir?
—Claro. —Pensé que ya vería en qué dirección iban. Puede que fueran al este, y entonces podría unirme a ellos para acercarme a Warren.
—¿Y qué vais a hacer, Ingalls? ¿Montaros en el autobús de la iglesia y salir de aquí? —Cuchador le dedicó una sonrisita de superioridad. Los dos sabíamos que nada que no fuera una excavadora podría moverse a través de toda aquella ceniza mojada y resbaladiza. Yo también estaba un poco intrigado por saber cómo pensaban irse.
—No —respondió ella—. Vamos, Alex.
—Tengo que recoger mis cosas. Quedamos en la puerta, ¿vale? —Fui a paso ligero hasta mi camastro y cogí mi equipo. Me puse las botas de esquí, até las de montaña a la mochila, y me llevé el resto en las manos.
Laura y Cuchador estaban de pie delante de las puertas. Ya se habían cubierto la boca y la nariz con trapos mojados. Humedecí uno de los trozos de camiseta con un poco de agua y me la até igual que ellos.
—Creía que te tocaba limpiar la azotea —le dije a Cuchador.
—Pues llegaré tarde. No será la primera vez que Kloptsky me grita. Además, quiero ver cómo vais a salir de aquí.
Me encogí de hombros.
—Vale.
Esa mañana había un poquitín más de luz. Continuaba cayendo ceniza, pero podía ver más lejos. Había dejado de llover pero la ceniza estaba mojada y pastosa del día anterior. Lo más curioso era que los rayos y truenos seguían igual aunque no lloviera.
Disminuí el ritmo con los esquís para no adelantarme a Laura y Cuchador. Mientras ellos luchaban por sacar los pies del fango a cada paso para poder avanzar, yo me deslizaba por la superficie. Pero no era fácil. Mis músculos protestaban, sobre todo después de todos los abusos que habían sufrido en los últimos días. Pero ver a Laura y Cuchador hizo que me diera cuenta de lo mucho que me ayudaban los esquís.
La iglesia de Laura estaba a unas quince o dieciséis manzanas del instituto pero tardamos lo que parecieron varias horas en llegar allí. El templo era un edificio de ladrillo amarillo, dominado por un gran campanario cuadrado situado en la parte delantera. Unas letras metálicas atornilladas a los ladrillos, junto a la entrada, anunciaban: BAUTISTA DEL REDENTOR. La ceniza había formado altos picos sobre las letras, dándoles un aspecto gótico. Me pareció ver movimiento en el campanario que había sobre nuestras cabezas.