El rey Agapito cerró de golpe el libro.
—Vaya, es la primera vez que una enciclopedia me felicita —fue todo lo que se le ocurrió decir.
Los habitantes de Chis no tardaron en darse cuenta de la existencia del kuolulo. Era tan grande que se veía desde cualquier punto de la isla.
Los niños esperaban impacientes que llegara Marieta a la escuela y les explicara el milagro. La princesa llegó tarde a clase, y estaba tan nerviosa que Tizarrápida acabó enviándola al rincón.
En el recreo se vio envuelta por un remolino de niños. Marieta les explicó todo lo que sabía sobre el kuolulo y los invitó aquella tarde a Garabís, en nombre del rey Agapito, a celebrar su nacimiento.
La fiesta fue sonada. Aún hoy, cuando se habla en Garabís de algo divertido, se suele decir que «es tan bueno como la fiesta del kuolulo».
Como fin de fiesta, Agapito invitó a los niños a probar los kuolulos, los frutos del kuolulo, que según la enciclopedia «sabían a gloria».
—Pues a mí me huele a sardinas —comentó un niño husmeando un kuolulo.
—Y a mí me sabe a sardinas —dijo una niña masticando un pedacito de kuolulo.
El rey Agapito y Pachorro se miraron apesadumbrados. Al parecer, regar con agua marina tenía sus inconvenientes.
Pero los dos amigos no tuvieron ni siquiera tiempo de deprimirse. En ese momento, una ráfaga de viento hizo volar por el aire los kuolulos y la corona del rey Agapito. El cielo se oscureció súbitamente; luego, un relámpago iluminó la isla, seguido por el fragor de un trueno.
Empezó a llover.
¿Que qué día era? Jueves, claro.
¿QUÉ FUE lo que hizo que nuestra nube de los jueves provocara la lluvia sobre Garabís? Ahora veréis.
Nuestra nube de los jueves se acercó, como siempre, a Chis dispuesta a formar una buena llovizna. Pero, cuando estaba sobre la isla, se dio cuenta de que allá abajo chisinos y garabisinos discutían a grito pelado. El rey les acababa de comunicar que tenían una deuda con Oste de doce mil flings, y en el cofre del tesoro quedaban sólo siete monedas.
—¡Es culpa de los garabisinos! —protestaba un chisino.
—¡Que se vayan! ¡Estamos hartos de ellos! —gritaba otro.
—¡Desagradecidos! Hemos trabajado como negros en vuestra isla y así nos pagáis! —protestaba un garabisino.
—¡Fuera! ¡Que se vayan!
—¡Calma! —suplicaba el rey Manolo—. Hablando se entiende la gente...
Pero aquéllos no eran ya gente. Parecían más bien una manada de salvajes.
«¡Eso sí que no! —se dijo la nube, indignada—. Esta isla no se merece mi lluvia. Me voy a otra parte. Pero ¿adonde? No tengo mucho tiempo. Mis gotas se están haciendo gordas y pesadas... ¡Ah! Voy a visitar la isla de ese atolondrado de Agapito, a ver cómo van allí las cosas.»
Como tenía mucha prisa, la nube pidió al viento que le diera un empujoncito y llegó a Garabís en un soplo.
—¡Ah! Esto me gusta más —comentó en voz alta al ver el montón de niños que hablaban y reían en Garabís—. Parece que Agapito se está reformando. ¡Allá voy!
Fue entonces cuando se oyó el estruendo del trueno, y la nube justiciera volcó la lluvia sobre Garabís con todas sus ganas.
LOS NIÑOS, el rey Agapito y Pachorro miraron al cielo asombrados.
—¡Llueve! —gritó el rey tirando su recién recuperada corona al aire—. ¡Llueve! —volvió a gritar levantándose de la silla—. ¡Llueve, llueve, llueve! —seguía gritando mientras hacía cabriolas como un saltimbanqui y se reía a carcajadas.
—Creo que he vuelto a inventar una inutilidad —se dijo Pachorro tristemente—. ¿Para qué sirve una máquina desaladora si hay lluvia? —pero enseguida se le alegró la cara—. ¡Qué diantres! —exclamó—. ¿Vamos a comparar la hermosura de la lluvia con ese artefacto?
Y levantándose de su silla, empezó a hacer cabriolas junto con el rey Agapito. Creo que fue la primera vez que los dos hicieron cabriolas en su vida. El rey Agapito porque hacer cabriolas no era digno de un rey, y Pachorro porque era demasiado vago.
Los niños de Chis se reían al ver el espectáculo de aquellos dos, que parecían haberse vuelto locos. Pero los niños de Garabís lo comprendieron bien: cuando se fue la lluvia de la isla, empezaron todos los problemas. Si la lluvia volvía, ¡quizá los problemas terminaran! ¡Tal vez podrían regresar a sus casas! ¿No era ése motivo suficiente para brincar?
Y los niños de Garabís empezaron a brincar también bajo la lluvia.
Y los niños de Chis, contagiados de la alegría de los demás, empezaron también a bailar.
Y la nube de los jueves, contenta de ver aquellas figurillas que giraban cogidas de la mano y cantaban y reían, mandaba más y más lluvia.
NATURALMENTE, desde la isla de Chis también se oyó el estruendo del trueno con que se inició la lluvia en Garabís. Sólo entonces sus habitantes, que habían estado ocupados intercambiando insultos, se dieron cuenta de que la nube de los jueves había pasado de largo y dejaba caer su lluvia en la isla vecina.
Al instante dejaron de discutir, cabizbajos y avergonzados.
—La hemos hecho buena —musitó el rey Manolo—. ¡Quién sabe si después de nuestro comportamiento la nube querrá volver por aquí!
—La culpa ha sido mía —se reprochó Simón, el panadero—. Yo fui el que empezó la discusión.
—No. Yo soy el culpable —replicó Alcayata—. Yo le dije a Fermín que era un cabeza de chorlito.
—No. La culpa es mía —dijo Nata, la lechera.
—No. Es mía —dijo otra voz.
—No. Mía.
—¡Qué va! ¡Es mía!
Y todos se acusaban a sí mismos. Estuvieron a punto de volver a discutir para decidir de quién era la culpa, como si, en vez de algo malo, la culpa fuese una golosina.
—¡Bueno! —exclamó Mocasín—. ¡La cosa es discutir por algo! Está claro que la culpa es de todos. Lo único que podemos hacer es esperar al próximo jueves a ver si llueve.
Los habitantes de Chis comprendieron que Mocasín tenía razón. Mansos como corderitos, se fueron cada uno a su casa deseando que fuera ya el jueves siguiente.
AL ANOCHECER, llegaron todos los niños de la fiesta del rey Agapito en la barca de Leopoldo. Estaban empapados y contentos.
—¡Mamá! ¿Has visto cómo ha llovido en Garabís? —preguntó uno a su madre.
—Sí, hijo, sí —contestó la madre distraídamente.
—¡Papá! ¡El rey Agapito y Pachorro han inventado una máquina desaladora fenomenal —exclamó otro.
—Ya, ya —respondió su padre con el tono que ponen los adultos cuando no se creen lo que dice un niño ni les importa.
—El rey Agapito ha dicho que podemos volver a vivir en Garabís cuando queramos, ahora que ha vuelto la lluvia —dijo un niño de Garabís, ya metido en su cama.
—Sí, sí —le contestó alguien con la voz que ponen los adultos cuando hacen que te escuchan pero están pensando en sus cosas.
Pero ocurrió que, en una de las casas, un garabisino escuchó a un niño y además le creyó, y aquel garabisino salió a la calle gritando:
—¡Podremos volver a Garabís! ¡Podremos volver a casa!
Y todos los habitantes de la isla salieron a la calle en pijama, mientras los niños, desde sus camas, pensaban: «¡Pues vaya descubrimiento! Si eso es lo que llevo yo media hora diciéndoles...».
La gente mayor de Chis y Garabís se pasó la semana siguiente mordiéndose las uñas. Los de Garabís esperaban impacientes a que el rey Agapito les ofreciera regresar a su isla. Los de Chis esperaban que llegara el jueves para ver si llovía o no llovía.
Y llegó el jueves, y ese día todos pudieron dejar de morderse las uñas.
Por la mañana, muy temprano, llovió sobre las dos islas, como en los viejos tiempos. Si los habitantes de Chis y Garabís hubieran estado más atentos, probablemente se habrían dado cuenta de que nuestra nube de los jueves, que normalmente era gris, aquel día estaba totalmente colorada. El motivo era que su jefe, un enorme nubarrón negro, le había echado un buen rapapolvo: se había enterado de que la nube se tomaba la justicia por su mano y provocaba la lluvia donde le daba la gana, en vez de seguir el programa establecido. El nubarrón echó rayos y centellas y le dijo que como dejara de llover un solo jueves sobre Chis o Garabís, la destinaría al Sahara, lo que para una nube viene a ser como cuando al héroe de una película le mandan a Siberia a hacer trabajos forzados.
EN CUANTO la avergonzada nube rebelde descargó su lluvia sobre las dos islas, Agapito, al que como ya sabemos le gustaba mucho el protocolo, escribió una carta al rey Manolo para pedir oficialmente el regreso de sus súbditos. Manolo recibió la carta mientras desayunaba en compañía de la reina Andrea. Se puso las gafas, pringándolas todas de mantequilla, y leyó:
Manolo,
Aora que parece que la lluvia a vuelto de veras a Garabís y encima tengo una máquina desaladora y un kuolulo, creo que ya estoy en condiciones de ofrecer a los antiguos abitantes de Garabís una vida digna. Todos los que vuelvan serán bien recibidos. Esta tarde daré una fiesta de bienvenida, a la que estáis invitados chisinos y garabisinos.
Te saluda,
Agapito
P.D. Sé que en Chis tenéis problemas monedarios
—Agapito quería decir monetarios—.
Si necesitas algo, no tienes más que pedirlo.
COMO VEIS, gracias a las clases de Marieta, la ortografía del rey Agapito había mejorado mucho, aunque había cogido manía a la «h», que antes era su letra favorita, y no la había puesto ni una sola vez.
Y no era sólo la ortografía del rey Agapito lo que había mejorado.
—¡Caramba! —fue el primer comentario del rey Manolo—. ¡Cómo ha cambiado este Agapito! Hay que reunir al pueblo —y empezó a vociferar—: ¡Blaaas, Blaaas!
—No te molestes —dijo la reina Andrea—. El pueblo está ya bastante reunido.
En efecto. De alguna forma, los isleños se habían enterado del contenido de la carta antes que el rey. Estaban todos reunidos en el muelle, los de Garabís con el equipaje preparado. Se oía protestar a Leopoldo:
—¡Ya estoy harto! Emigrantes por aquí, niños por allá... Ni en los mejores tiempos ha habido tanto trasiego entre Chis y Garabís. Y yo ya estoy viejo. ¡Hoy no me mueve nadie! Además, es mi día de permiso.
—No refunfuñes, Leopoldo —dijo el rey Manolo acercándose al embarcadero—. Tendrás tu día de permiso. Y vosotros —dijo dirigiéndose a los garabisinos—, ¿a qué tanta prisa? El rey Agapito ha dicho que os recibirá esta tarde.
—¿Tan tarde? —exclamaron a coro los garabisinos, que se morían de ganas de volver a pisar su tierra.
—¿Tan tarde? —exclamaron también los chisinos, que se morían de ganas de celebrar una fiesta.
LOS ADULTOS de Chis y Garabís se volvieron a morder las uñas esperando que llegara la tarde de aquel jueves.
En cambio, para los niños, Agapito y Pachorro el tiempo se fue volando. Todos ellos participaron en la preparación de la fiesta. Llevaron a la plaza todas las mesas que encontraron en Garabís y las unieron formando una mesa inmensa. Pescaron montones de sardinas, recolectaron cardos, algas y hierbas, y prepararon la merienda: sardinas asadas, licor de algas y diez toneles de helado de cardos borriqueros.
Y así, para unos muy deprisa y para otros muy despacio, pasó el tiempo y llegó la hora de la fiesta.
A las seis de la tarde estaban en Garabís todos los invitados. Para ello, la barca de Leopoldo tuvo que hacer once viajes, todos ellos con Leopoldo a bordo, porque el barquero prefirió renunciar a su día de permiso antes que poner su querida barca en manos extrañas.
El rey Agapito se había puesto su traje de gala, que estaba un poco arrugado y olía a naftalina. Su corona, recién lustrada, despedía chispas a la luz del sol. Lástima que estuviera tan abollada.
De todas formas, cuando se presentó en la mesa del banquete, a sus súbditos les pareció que estaba elegantísimo, y le aplaudieron a rabiar.
El rey Agapito estaba muy emocionado, aunque intentó ocultarlo, porque un rey nunca debe mostrar sus sentimientos. Cuando todos los invitados se sentaron a la mesa, tosió un poco y sacó del bolsillo un papel enorme y arrugado. Le temblaban las manos.
El rey empezó a leer con voz vacilante:
—Queridos isleños de Chis y Garabís: este tiempo de sequía me ha servido para darme cuenta de que antes no reinaba como es debido, y de que por mi culpa ocurrieron todos los desastres que ocurrieron. Aunque soy un poco cabezón, por fin he llegado a la conclusión de que no tengo ningún derecho para impediros la entrada en una isla que es tan vuestra como mía. Estoy hecho un bochorno por mi comportamiento— supongo que Agapito querría decir abochornado—. Si me dais otra oportunidad, intentaré hacerlo mejor...
En este punto, su discurso fue interrumpido por los gritos de los invitados:
—¡Bravo! ¡Hurra por Caralar..! Digo..., ejem...
—¡Bieeen!
—¡Así se habla!
—¡Eh! No he terminado todavía —protestó débilmente el rey Agapito.
Todavía no había dicho ni la octava parte de su discurso. Pero había pasado ya por el trozo más difícil. Nadie sabía lo que le había costado al rey Agapito decir aquello. Hasta entonces, él siempre había pensado que los reyes nunca se equivocan, y si lo hacen, nunca deben confesarlo. Y, sin embargo, esta vez algo le había hecho cambiar de opinión.
De todas formas, a Agapito le gustaban los discursos largos, y en eso no había cambiado nada. Cuando se dejaron de oír los «bravos» y los «vivas», se dispuso a leer el resto del discurso.