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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (15 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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—Mi amigo Race tal vez llegue un poco tarde. Me dijo que no le esperáramos. Ya vendrá. Me gustaría que le conociesen todos ustedes... es una gran persona... ha recorrido todo el mundo y puede contarles cosas muy interesantes.

Iris se sentó enfadada. George lo había hecho adrede, la había separado de Anthony. Ruth tendría que haber estado sentada donde estaba ella, junto al anfitrión. ¡Así que George aún le tenía antipatía a Anthony y desconfiaba de él!.

Espió a través de la mesa. Anthony tenía el entrecejo fruncido. No la miró. Una vez dirigió una mirada de soslayo al asiento vacío a su lado.

—Me alegro de que haya de venir otro hombre, Barton. Existe la posibilidad de que tenga que marcharme yo algo temprano. Completamente inevitable. Pero es que me encontré aquí con un conocido.

—¿También dedica las horas de diversión a los negocios? —preguntó George sonriente—. Es usted demasiado joven para eso, Browne. Aunque es verdad que nunca he sabido a qué se dedica usted...

Por casualidad la conversación había cesado un instante. Se oyó la contestación de Anthony, deliberada y fría:

—Al crimen organizado, Barton. Eso es lo que contesto siempre que se me pregunta. Robos por encargo. Especialidad en raterías. Esmerado servicio a domicilio.

Sandra rió.

—Tiene usted algo que ver con armamentos, ¿verdad, Mr. Browne? —declaró—. En estos tiempos, el villano, en todas las obras, es un traficante de armas.

Iris observó que los ojos de Anthony se dilataban de pronto con gesto de sorpresa.

—No me descubra usted, lady Alexandra —rogó en tono zumbón—. Todo es muy secreto. Los espías de las potencias extranjeras están en todas partes. Silencio y discreción.

Sacudió la cabeza con burlona solemnidad.

El camarero retiró los platos de las ostras. Stephen le preguntó a Iris si le gustaría bailar.

No tardaron en estar bailando todos. La atmósfera se descargó un poco.

Por fin le tocó a Iris bailar con Anthony.

—¡Qué mala intención la de George! —dijo ella—. No quiso ponernos juntos.

—Al contrario. Es de agradecer. Así puedo contemplarte sin interrupción desde el otro lado de la mesa.

—¿No será verdad eso de que tienes que marcharte temprano?.

—Pudiera ser.

—¿Sabías que iba a venir el coronel Race?.

—No. No tenía la menor idea.

—Resulta curioso.

—¿Lo conoces?. Ah, sí. Me dijiste que sí el otro día. ¿Qué clase de hombre es?.

—Nadie lo sabe con exactitud —afirmó Iris.

Volvieron a la mesa. Poco a poco la tensión, que se había aliviado, pareció acentuarse de nuevo. Todos estaban tensos. Sólo el anfitrión parecía jovial y despreocupado.

Iris le vio echar una mirada al reloj.

De pronto sonó un redoble de tambor y la iluminación se amortiguó. En la parte central de la pista se alzó una plataforma. Las sillas se retiraron un poco, puestas de lado. Tres hombres y tres muchachas aparecieron bailando en el escenario. Les siguió un imitador de sonidos. Trenes, apisonadoras, aeroplanos, máquinas de coser, vacas mugiendo. Fue un éxito. Salieron a continuación Lenny y Fio con un baile de exhibición que más que baile parecía un número acrobático. Más aplausos. Luego, otro conjunto, el Sexteto Luxemburgo. Las luces volvieron a encenderse.

Todo el mundo parpadeó.

Al mismo tiempo una oleada de libertad, de alivio repentino de la tensión, pareció barrer la mesa. Era como si subconscientemente hubieran estado esperando algo que, después de todo, no había llegado a ocurrir. Porque, en la otra ocasión, la vuelta de la iluminación completa había coincidido con el descubrimiento de un cadáver echado sobre la mesa. Era como si ahora el pasado hubiese quedado atrás definitivamente y se hubiera sumido en el olvido. La sombra de la tragedia ocurrida en otro tiempo se había desvanecido.

Sandra se volvió hacia Anthony muy animada. Stephen le hizo una observación a Iris, y Ruth se inclinó hacia delante para tomar parte en la conversación. Sólo George permaneció inmóvil en su asiento, mirando... mirando con la vista fija en la silla vacía que tenía delante. Una silla ante la que se había puesto un cubierto. Había champán en la copa. De un momento a otro podría venir alguien a sentarse allí.

Un codazo de Iris le hizo volver a la realidad

—Despiértate, George. Sal a bailar. No has bailado conmigo.

Él salió de su ensimismamiento. Con una sonrisa, alzó su copa.

—Un brindis primero. Brindemos por la jovencita cuyo cumpleaños estamos celebrando. ¡Brindo por Iris Marle!. ¡Que nunca mengüe su sombra!.

Bebieron riendo. Luego se levantaron todos a bailar: George e Iris, Stephen y Ruth, Anthony y Sandra.

Tocaban una alegre melodía de jazz.

Todos volvieron juntos, riendo y hablando. Se sentaron.

De pronto George se inclinó hacia delante.

—Quiero pedirles una cosa a todos. Hace cosa de un año, más o menos, nos reunimos aquí cierta noche que terminó en tragedia. No quiero recordar tristezas pasadas, pero no me gustaría sentir que Rosemary ha sido olvidada por completo. Les pediré que brinden en memoria suya. Por su recuerdo.

Alzó la copa. Todos los demás le imitaron obedientemente. Sus rostros eran máscaras corteses.


¡Por Rosemary! ¡Por su recuerdo!
—dijo George.

Se llevaron las copas a los labios. Bebieron.

Hubo una pausa, entonces George se tambaleó, se desmoronó en su asiento y alzó frenético las manos hacia la garganta. Luego su rostro se amorató mientras luchaba por respirar.

Tardó en morir un minuto y medio.

LIBRO TERCERO

IRIS

«Porque creí que los muertos gozaban de la paz, pero no es así...»

Capítulo I

El coronel Race entró en New Scotland Yard. Llenó el impreso que le entregaron y unos minutos más tarde estrechaba la mano del inspector jefe Kemp, en el despacho de este último.

Los dos hombres se conocían bien. Kemp, por el tipo, recordaba levemente al magnífico veterano Battle. Es más, como había trabajado a las órdenes de Battle durante muchos años, quizás había copiado inconscientemente muchos de los amaneramientos de su superior. Daba la misma sensación de haber sido tallado de una sola pieza, pero así como Battle había parecido de teca o de roble, el inspector Kemp sugería una madera más vistosa, caoba, por ejemplo, o palo de rosa.

—Le agradecemos que nos haya telefoneado, coronel —dijo Kemp—. Necesitaremos toda la ayuda que podamos conseguir en este asunto.

—Parece haber ido a parar a manos idóneas —respondió Race.

Kemp no se molestó en fingir modestia. Aceptaba con sencillez el innegable hecho de que a sus manos sólo iban a parar asuntos muy delicados, sensacionalistas o de máxima importancia.

—Se trata de la familia Kidderminster —declaró muy serio—. Ya puede usted imaginarse que eso significa que hay que andar con pies de plomo.

Race asintió. Había coincidido varias veces con lady Alexandra Farraday. Una de esas mujeres calladas, de posición intachable, a quienes parece fantástico asociar con publicidad sensacional. Le había oído hablar en mitines, sin elocuencia, pero en forma clara y competente, con conocimiento de causa y excelente dicción.

La clase de mujer cuya vida pública figuraba en toda la prensa y cuya vida privada apenas existía, salvo como suave fondo doméstico de sus demás actividades.

No obstante, pensó, las mujeres así
tienen
una vida privada. Conocen la desesperación, el amor y las angustias de los celos. Pueden perder todo el dominio sobre sí ; mismas y arriesgar la propia vida en una jugada apasionada.

—¿Supone que ella
lo hizo
, Kemp? —inquirió el coronel.

—¿Lady Alexandra?. ¿Cree usted que es la culpable, señor?.

—No tengo la menor idea. Pero supongamos que fuese ella. O su esposo, que se cobija bajo el manto de los Kidderminster.

Los ojos verde mar del inspector jefe Kemp clavaron su clara mirada en los ojos oscuros de Race.

—Si alguno de los dos cometió el asesinato, haremos cuanto esté en nuestras manos para mandar a la horca al culpable. Usted sabe eso. En este país ni se teme ni se protege a un asesino por elevado que sea su rango. Pero tendremos que estar completamente seguros, presentar pruebas convincentes. El fiscal insistirá en eso.

Race asintió.

—Cuénteme el caso —dijo.

—George Barton murió envenenado con cianuro, lo mismo que su esposa hace un año. ¿Dice que se encontraba en el restaurante?.

—Sí. Barton me había pedido que formara parte del grupo. Yo me negué. No me gustaba lo que estaba haciendo. Protesté contra ello y le insistí, por si tenía dudas sobre la muerte de su esposa, en que se dirigiera a las autoridades competentes, a ustedes.

Kemp asintió.

—Eso es lo que debiera haber hecho.

—En cambio, persistió en poner en práctica una idea que se le había ocurrido: prepararle una trampa al asesino. No quiso decirme en qué consistía la trampa. El asunto me inquietó hasta el punto de hacerme ir al Luxemburgo anoche a vigilar. Mi mesa, por fuerza, se hallaba a cierta distancia y no quería que me descubrieran con facilidad. Por desgracia, no puedo decirle nada. No vi nada sospechoso. Las únicas personas que se acercaron a la mesa fueron las que formaban parte del grupo y los camareros.

—Sí —dijo Kemp—. La cosa queda reducida a un círculo limitado, ¿verdad?. Fue uno de ellos o fue el camarero Giuseppe Bolsano. Le he hecho venir aquí otra vez esta mañana, pero no creo que tuviese nada que ver con el asunto. Lleva en el Luxemburgo doce años, buena reputación, casado, tres hijos, muy buenos antecedentes. Se lleva bien con toda la clientela.

—Lo que nos deja con los invitados.

—Sí. El mismo grupo que asistió cuando Mrs. Barton... murió.

—¿Qué me dice de aquel asunto, Kemp?.

—He estado investigándolo, puesto que es evidente que ambos asuntos están relacionados. Adams se encargó de aquel caso. No fue lo que nosotros llamaríamos un caso claro de suicidio, pero el suicidio era la solución más probable en ausencia de indicio alguno que sugiriera asesinato. Hubo que darlo por suicidio. No podíamos hacer otra cosa. Tenemos muchos casos así en nuestros archivos, ¿sabe?. Suicidio con interrogante. El público no lo sabe, pero nosotros no lo olvidamos. A veces continuamos bastante tiempo investigando por ahí en secreto. A veces surge algo, otras veces, nada. Como en este caso.

—Hasta ahora.

—Hasta ahora. Alguien avisó a Mr. Barton de que su mujer había sido asesinada. Empezó a trabajar por su cuenta. Dio a entender además que se hallaba sobre la pista. Si eso era cierto o no, no lo sé. Pero el asesino debió de creer que sí, conque se alarmó y mató a Barton. Eso parece ser lo ocurrido, tal como yo lo veo. Espero que estará usted de acuerdo.

—¡Oh, sí!. Esa parte parece bastante clara. Dios sabe en qué consistiría la «trampa». Observé que había una silla vacante en la mesa. Tal vez estuviera destinada a un testigo inesperado. Sea como fuese, consiguió algo más de lo que esperaba. Alarmó tanto a la persona culpable, que ésta no aguardó a que saltara la trampa.

—Bueno —dijo Kemp—, tenemos cinco sospechosos. Y contamos con el primer caso como antecedente: el de Mrs. Barton.

—¿Abriga usted ahora el convencimiento de que no se trató de un suicidio?.

—Este asesinato parece demostrar que no lo fue. Aunque no creo que puedan culparnos a nosotros por haber aceptado por entonces la teoría del suicidio como la más verosímil. Ciertas pruebas la apoyaban.

—¿Depresión después de una fuerte gripe?.

En el semblante inescrutable de Kemp se dibujó una sonrisa.

—Esta conclusión fue para la encuesta. Estaba de acuerdo con el dictamen facultativo y no hería las susceptibilidades de nadie. Esas cosas se hacen con frecuencia. Es un proceder normal. Y se encontró una carta a medio terminar, dirigida a la hermana, en la que decía cómo deseaba que se repartieran sus bienes. Esto bastó para demostrar que había tenido la idea de suicidarse. No dudo de que estuviese deprimida, ¡pobre mujer!, pero tratándose del género femenino, los suicidios obedecen, en nueve casos de cada diez, a un asunto amoroso. En los hombres casi siempre es por cuestiones de dinero.

—¡Así que sabía usted que Mrs. Barton tenía un asunto amoroso!.

—Sí, no tardamos en descubrirlo. Había sido discreta, pero fue fácil averiguarlo.

—¿Stephen Farraday?.

—Sí. Acostumbraban a encontrarse en un apartamento de los alrededores de Earl's Court. Duraba la cosa desde hacía seis meses. Suponga que hubieran reñido... o que él se estuviera cansando de ella... Bueno, no sería la primera mujer que se suicidase en un repentino acceso de desesperación.

—¿Con cianuro en un restaurante? —Sí, si quería ser un poco melodramática en presencia del amante y todo eso. A alguna gente le gusta lo teatral. Por lo que pude averiguar, a ella le tenían por completo sin cuidado los convencionalismos. Todas las precauciones las tomaba él.

—¿Existe alguna prueba de que su esposa supiera lo que estaba sucediendo?.

—Que nosotros pudiéramos averiguar, ella no sabía una palabra del asunto.

—Pudo haberlo sabido a pesar de todo, Kemp. No es una mujer que deje traslucir sus pensamientos.

—Oh, de acuerdo, de acuerdo. Cuente a los dos como posibles. Ella, por celos. Él, por su carrera. Un divorcio le hubiera hecho polvo el porvenir. Y no es que un divorcio signifique tanto hoy como antaño, pero en este caso, hubiera representado el antagonismo de los Kidderminster. —¿Y la secretaria?.

—Es muy posible. Puede haber estado enamorada de George Barton. Existía estrecha relación entre ellos en la oficina y se ha tenido siempre el convencimiento allí de que la muchacha estaba colada por él. Es más, ayer por la tarde una de las telefonistas estaba parodiando a Barton. Hacía como si estuviera asiendo la mano de Ruth Lessing y diciendo que no podía pasar sin ella. Miss Lessing salió en aquel instante, la sorprendió y la despidió sin vacilar. Le dio un mes de sueldo y le dijo que se fuese. Parece ser que es bastante susceptible por ese lado. Luego, la hermana heredó mucho dinero, hay que recordar eso. Parece una buena chica, pero no puede uno fiarse.

Y, además, hay que tener en cuenta al otro amiguito de Mrs. Barton.

—Tendría mucho interés en oír todo lo que sabe usted de él.

Kemp habló muy despacio.

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