Cienfuegos

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

BOOK: Cienfuegos
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Con esta novela se inicia la inolvidable saga Cienfuegos, publicada íntegramente en esta colección, que narra las peripecias y vicisitudes de su protagonista, un joven canario, en el Nuevo Mundo que los españoles colonizaron y exploraron a partir del siglo XVI. En aquellos tiempos, cuando ni siquiera era firme la certeza de que el mundo fuese redondo, América era un territorio hostil, desconocido y plagado de peligros, el escenario ideal para una trepidante novela de aventuras de Alberto Vázquez-Figueroa.

Alberto Vázquez-Figueroa

Cienfuegos

Cienfuegos I

ePUB v1.0

Semitono
23.03.2012

Diseño de la portada:

Departamento de diseño de Random House Mondadori

Fotografía de la portada: Ilustración digital de Opal

© 1988, Alberto Vázquez-Figueroa

Alberto Vázquez-Figueroa
(1936). Nació en Santa Cruz de Tenerife. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada por motivos políticos a África, donde permaneció entre Marruecos y el Sahara hasta cumplir los dieciséis. A los veinte años se convirtió en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela
Cruz del Sur
. Cursó estudios de periodismo, y en 1962 comenzó a trabajar como enviado especial de
Destino
,
La Vanguardia
y posteriormente de Televisión Española. Durante quince años visitó casi un centenar de países y fue testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala… Las secuelas de un grave accidente de inmersión le obligaron a abandonar sus actividades como enviado especial. Tras dedicarse una temporada a la dirección cinematográfica, se centró por entero en la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros, entre los que cabe mencionar:
Tuareg
,
Ébano
,
Manaos
,
Océano
,
Yáiza
,
Maradentro
,
Viracocha
,
La iguana
,
Nuevos dioses
,
Bora Bora
, la serie
Cienfuegos
, la obra de teatro
La taberna de los Cuatro Vientos
,
La ordalía del veneno
,
El agua prometida
y
Alí en el país de las maravillas
. Nueve de sus novelas han sido adaptadas al cine. Alberto Vázquez-Figueroa es uno de los autores españoles contemporáneos más leídos en el mundo.

A Iche: la única mujer que he conocido

capaz de darlo siempre todo, sin aceptar

nunca nada

Jamás tuvo nombre de pila.

Desde que recordaba —y su memoria se limitaba a bosques, riscos, soledad y cabras montaraces— nadie le conoció más que por el apelativo de
Cienfuegos
, sin que nunca llegara a saber con certeza si tal denominación se debía al apellido de su madre, el color de su cabello o un simple sobrenombre de razón desconocida.

Hablaba poco.

Sus conversaciones más profundas no tenían nunca lugar a base de palabras, sino de sonoros, prolongados y cadenciosos silbidos, en un lenguaje propio y privativo de los pastores y campesinos de la isla, que se comunicaban de ese modo de montaña a montaña; en lo que constituía la forma de expresión más lógica y práctica en aquella agreste Naturaleza que la simple voz humana.

En un amanecer fresco y tranquilo, cuando los sonidos, que las paredes de roca hacían rebotar de un lado a otro, parecían atravesar con tierna suavidad un aire húmedo y limpio,
Cienfuegos
se sentía capaz de mantener una charla perfectamente inteligible con el cojo Bonifacio, quien desde el fondo del valle solía ponerle al corriente de cuanto su primo Celso,
el Monaguillo
, le transmitía a su vez desde el villorrio.

Fue así como tuvo noticias de que el viejo
Amo
acababa de recibir la extremaunción y estaba a punto de emprender el «Camino de Chipudes», con lo que nuevos señores llegarían muy pronto a «La Casona», lo que constituiría sin lugar a dudas la primera auténtica novedad digna de ser tenida en cuenta en sus ciertamente no muchos años de existencia.

Nadie sabía su edad.

Resultaba a todas luces imposible conocerla ya que en parte alguna había quedado constancia del día o el año en que vino al mundo, y aunque su cuerpo, fornido y musculoso, era ya el de un mozarrón hecho y derecho, su rostro, su voz y su mentalidad correspondían por el contrario a un adolescente que se resistiera a abandonar el difícil y fascinante mundo de la niñez.

Tampoco tuvo infancia.

Todos sus juegos se habían limitado a lanzar piedras y bañarse en las charcas; siempre a solas, y sus afectos se centraban en algunos pájaros, un viejo perro y cabritillos que acababan creciendo y convirtiéndose en bestias apestosas, desagradecidas y rencorosas.

Su madre había sido al parecer una cabrera bastante más salvaje y maloliente que las mismísimas bestias que cuidaba, y su padre aquel
Amo
que ahora se encontraba al borde de la muerte, y que se iría a la tumba sin admitir que dejaba en la isla más de treinta bastardos de cabellos rojizos.

Aquella hermosa melena entre rubia y cobriza, que le caía libremente por la espalda, constituía sin lugar a dudas la única herencia visible que su progenitor le había otorgado; herencia compartida con otra docena de chicuelos de las proximidades, que daban fe de esa manera de las incontenibles apetencias sexuales y el innegable atractivo físico del señor de «La Casona».

No sabía leer.

Si apenas hablaba, de poco le hubiera servido la lectura, ya que la mayoría de las palabras le resultaban desconocidas por completo pero no había nadie, sin embargo, en la isla que conociera más a fondo sus secretos, supiera más de la Naturaleza y sus continuos cambios, o fuera capaz de lanzarse con mayor decisión por los acantilados y los riscos, saltando sus precipicios sin más ayuda que un valor que rayaba en la inconsciencia y una larga pértiga con la que salvaba vanos dé hasta doce metros, o por la que se dejaba deslizar descendiendo así por un farallón cortado a pico en cuestión de minutos.

Tenía algo de cabra, algo de mono y algo de cernícalo, porque en ocasiones conseguía mantenerse en inconcebible equilibrio sobre un simple saliente de piedra en mitad de un abismo y se creería que en un determinado momento, al brincar de una roca a la de enfrente, se detenía en el aire sosteniéndose en él como si su profunda ignorancia le impidiese aceptar que existían desde antiguo rígidas e inamovibles leyes sobre la gravitación de los cuerpos.

Apenas comía.

Le bastaban unos sorbos de leche, algo de queso y los frutos silvestres que encontraba a su paso, y cabía admitir que se trataba de un auténtico milagro de la supervivencia, puesto que a nadie más que a la mano de Dios podría atribuirse el hecho de que hubiera conseguido criarse sano y fuerte durante los largos años que había vivido prácticamente solo en el corazón de las montañas.

Se sentía feliz.

Al no conocer más que aquella vida de libertad constante en la que no tenía que depender siquiera de un lugar que pudiera considerar vivienda permanente, vagabundeaba a gusto tras el ganado sin rendir cuentas de sus actos más que a sí mismo, o al viejo e indiferente capataz que dos veces al año subía a comprobar que los animales continuaban aumentando el patrimonio de su amo.

A nadie le importaban en realidad gran cosa aquellas bestias que no constituían más que uno de los muchos rebaños que se desperdigaban por los riscos vecinos convertidos en simples números a la hora de determinar el valor de una propiedad cuyos intereses de los últimos tiempos apuntaban más hacia el mar y el floreciente comercio con la metrópoli, que al cultivo de las tierras o el aprovechamiento racional de la carne y la leche.

Sentado en la cima del acantilado, balanceando las piernas sobre un abismo que a cualquier otro le hubiera revuelto el estómago de vértigo, el muchacho observaba a menudo el lejano puerto o las grandes naves que fondeaban en la ensenada, preguntándose qué diantre podrían contener las barricas y fardos que bajaban a tierra, y a quién demonios le serían de utilidad tantas cosas absurdas.

Durante los trece primeros años de su vida,
Cienfuegos
se limitó, por tanto, a ejercer de lejano espectador de una vida que se iba desarrollando con especial monotonía en el fondo del valle o la bahía, sin demostrar jamás el más mínimo interés por integrarse a ella, puesto que las escasas ocasiones en que se arriesgó a observarla de cerca, llegó a la dolorosa conclusión de que se encontraba mucho más a gusto entre las cabras.

La primera vez que visitó el villorrio un cura corrió tras él con la nefasta intención dé bautizarle y darle un nombre, pero la sola idea de que le rociaran la cabeza con agua bendita mientras pronunciaban palabras cabalísticas se le antojó cosa de brujos, por lo que optó por la sencilla solución de aferrar su pértiga, dar un salto hasta el tejado de la iglesia y brincar desde allí a una roca cercana, lo que le colocó de inmediato en su terreno permitiéndole regresar sin más problemas a sus tranquilas quebradas y montañas.

Años más tarde, y a instancias del cojo Bonifacio, decidió bajar de nuevo al pueblo a hacer retumbar los tambores durante la fiesta del santo patrón, y aunque ese día el cura se encontraba demasiado atareado como para corretear tras él, tuvo no obstante la mala fortuna de toparse en una callejuela solitaria con la viuda Dorotea, una mujerona enorme y bigotuda que se empeñó en asegurar que había sido amiga de su madre y no podía por ello consentir que el hijo de un ser del que conservaba tan gratos recuerdos durmiera al aire libre.

Penetrar en una casa constituyó para el joven pastor pelirrojo una experiencia traumatizante, ya que apenas la puerta se cerró a sus espaldas se sintió como enterrado en vida, le invadió una profunda angustia y tuvo la impresión de que le costaba un enorme esfuerzo respirar libremente.

Por si todo ello fuera poco, a la entrometida gordinflona se le metió entre ceja y ceja la absurda idea de que apestaba a estiércol y a macho cabrío, ignorando sus propios hedores y el sudor que le corría por la frente humedeciéndole el mostacho, por lo que acabó por introducirle en un gran barreño de agua tibia para frotarle insistentemente enjabonándole a conciencia hasta dejarle reluciente y oliendo a lavanda.

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