Cinco semanas en globo (13 page)

Read Cinco semanas en globo Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Cinco semanas en globo
11.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
CAPITULO XVII

Hacia las seis de la mañana del lunes, el sol se elevó sobre el horizonte, las nubes se disiparon y un agradable vientecillo refrescó el ambiente durante la alborada.

La tierra, intensamente perfumada, reapareció ante los viajeros. El globo, girando alrededor de sí mismo en medio de las corrientes antagonistas, había derivado muy poco, y el doctor, dejando que el gas se contrajera, descendió con objeto de tomar una dirección más septentrional. Sus tentativas fueron durante mucho tiempo infructuosas. El viento lo empujó hacia el oeste, hasta avistar las célebres montañas de la Luna, que forman un semicírculo alrededor de un extremo del lago Tanganica.

La cordillera, poco accidentada, destacaba en el azulado horizonte; parecía una fortificación natural, inaccesible a los exploradores del centro de África. Algunos conos aislados ostentaban el sello de las nieves perpetuas.

—Nos encontramos en un país inexplorado —dijo el doctor—. El capitán Burton avanzó mucho hacia el oeste, pero no pudo llegar a estas montañas célebres; incluso negó su existencia, defendida por su compañero Speke, pretendiendo que eran fruto de la imaginación de éste. Para nosotros, amigos, ya no hay duda posible.

—¿Las traspasaremos? —preguntó Kennedy.

—No lo quiera Dios. Espero hallar un viento favorable que me devuelva hacia el ecuador; si es necesario, me detendré, igual que un barco echa el ancla para evitar vientos que le harían perder el rumbo.

Pero las previsiones del doctor no tardaron en realizarse. Después de haber tanteado diferentes alturas, el Victoria fue impelido hacia el nordeste a una velocidad moderada.

—Avanzamos en la dirección correcta —dijo, consultando la brújula—, y escasamente a doscientos pies de tierra. Tales circunstancias nos favorecen para explorar estas nuevas regiones. El capitán Speke, cuando iba en busca del lago Ukereue, remontó más al este, en línea recta con Kazeh.

—¿Iremos mucho tiempo así? —preguntó Kennedy.

—Tal vez. Nuestro objetivo es reconocer el nacimiento del Nilo, y aún nos quedan por recorrer seiscientas millas antes de llegar al límite extremo que han alcanzado los exploradores procedentes del Norte.

—¿Y no echaremos pie a tierra para estirar un poco las piernas? —preguntó Joe.

—Por supuesto; tenemos que conseguir víveres. Tú, mi buen Dick, nos aprovisionarás de carne fresca.

—Cuando quieras, amigo Samuel.

—Tendremos también que reponer la reserva de agua. ¿Quién nos asegura que no seremos arrastrados hacia comarcas áridas? Todas las precauciones son pocas.

A mediodía, el Victoria se hallaba a 290 15' de longitud y 30 15' de latitud. Había pasado la aldea de Uyofu, último límite septentrional del Unyamwezy, a la altura del lago Ukereue, que los viajeros no tenían aún al alcance de sus miradas.

Los pueblos que viven cerca del ecuador parecen algo más civilizados, y están gobernados por monarcas absolutos cuyo despotismo no conoce límites. Su aglomeración más compacta constituye la provincia de Karagwah.

Quedó resuelto entre los tres viajeros echar pie a tierra en cuanto encontrasen un sitio favorable. Debían hacer un alto prolongado para inspeccionar cuidadosamente el aeróstato. Se moderó la llama del soplete y se echaron fuera de la quilla las anclas, que corrían rozando las altas hierbas de una inmensa pradera; desde cierta altura parecía cubierta de menudo césped, pero este césped tenía en realidad de siete a ocho pies de largo.

El Victoria acariciaba aquellas hierbas sin curvarlas, como si fuera una mariposa gigantesca. La vista no tropezaba con ningún obstáculo. Parecía un océano de verdor sin ningún rompiente.

—No sé cuándo pararemos de correr —dijo Kennedy—, pues no distingo un solo árbol al cual podamos acercamos. Me parece que tendré que renunciar a la caza.

—Aguarda, amigo Dick, aguarda. Imposible te sería cazar en medio de estas hierbas, que son más altas que tú; pero acabaremos por encontrar un lugar propicio.

Verdaderamente era un paseo delicioso, un auténtico crucero por aquel mar tan verde, casi transparente, con suaves ondulaciones provocadas por el soplo del viento. La barquilla justificaba su nombre, pues parecía realmente que hendía las olas, levantando de vez en cuando bandadas de pájaros de espléndidos colores que escapaban emitiendo alegres gritos. Las anclas se sumergían en aquel lago de flores y trazaban un surco que se cerraba tras ellas, como la estela de un barco.

De pronto, el globo recibió una fuerte sacudida. Sin duda el ancla había hincado sus uñas en la hendidura de una roca oculta bajo la gigantesca alfombra de césped.

—Estamos anclados —dijo Joe.

—Pues bien, echa la escala —replicó el cazador.

No bien hubo pronunciado estas palabras, un grito agudo retumbó en el aire, y de la boca de los tres viajeros escaparon las siguientes frases, entrecortadas por exclamaciones:

—¿Qué es eso?

—¡Un grito singular!

—¡Y seguimos avanzando!

—Se habrá desprendido el ancla.

—¡No! ¡Está asegurada! —exclamó Joe, tirando de la cuerda.

—¡Sin duda con el ancla arrastramos la roca!

Las hierbas se removieron a bastante distancia, y encima de ellas apareció una forma alargada y sinuosa.

—¡Una serpiente! —exclamó Joe.

—¡Una serpiente! —repitió Kennedy, al tiempo que cargaba su carabina.

—¡No! —replicó el doctor—. Es la trompa de un elefante.

—¡Un elefante, Samuel!

Y así diciendo, Kennedy apuntó con la escopeta.

—Aguarda, Dick, aguarda.

—No, no tire, señor; el animal nos remolca.

—Y en buena dirección, Joe, en muy buena dirección.

El elefante, que avanzaba con cierta rapidez, no tardó en llegar a un raso, donde se le pudo ver entero. Por su gigantesco tamaño, el doctor reconoció a un macho de una magnífica especie. Los brazos del ancla habían quedado trabados entre sus dos blancos colmillos, admirablemente curvados, cuya longitud no bajaba de ocho pies.

El animal forcejeaba en vano para desprenderse con la trompa de la cuerda que lo sujetaba a la barquilla.

—¡Adelante, valiente! —exclamó Joe en el colmo de la alegría, animándolo con entusiasmo—. ¡He aquí una nueva manera de viajar! Mejor tira este animal que un buen caballo.

—Pero ¿adónde nos lleva? —preguntó Kennedy, que agitaba con impaciencia la carabina como si le quemase las manos.

—Nos lleva a donde queremos ir, amigo Dick. Ten un poco de paciencia.

—Wig a more! Wig a more!, como dicen los campesinos escoceses —gritaba el alegre Joe—. ¡Adelante, adelante!

El animal empezó a galopar muy deprisa. Agitaba la trompa de derecha a izquierda, y con sus bruscos movimientos sacudía violentamente la barquilla. El doctor, hacha en mano, estaba preparado para cortar la cuerda en caso necesario.

—Pero no nos separaremos del ancla hasta el último momento —dijo.

Aquella carrera a remolque del elefante duró cerca de hora y media. El animal, al parecer, no sentía la menor fatiga. Esos enormes paquidermos pueden estar mucho tiempo galopando, y de un día para otro se los encuentra a distancias enormes, como las ballenas, con las que coinciden en velocidad y dimensiones.

—Si bien se mira —dijo Joe—, hemos hincado el arpón en una ballena y no hacemos más que remedar la maniobra de los balleneros durante la pesca.

Pero un cambio en la naturaleza del terreno obligó al doctor a modificar su medio de locomoción.

Al norte de la pradera, a unas tres millas, se veía un espeso bosque, por lo que era necesario separar el globo de su improvisado conductor.

Kennedy tomó a su cargo detener al elefante en su carrera; apuntó, pero estaba mal colocado para herir al animal con éxito. Una primera bala, dirigida al cráneo, quedó tan chafada como si hubiese dado contra una plancha de hierro fundido, sin causar la menor impresión a la enorme bestia; ésta, al estampido del arma, no hizo más que acelerar el paso, alcanzando la velocidad de un caballo lanzado al galope.

—¡Diablos! —dijo Kennedy.

—¡Vaya una cabeza dura! —exclamó Joe.

—Lo intentaremos con unas balas cónicas —repuso Dick, cargando la carabina con cuidado.

Cuando el escocés hizo fuego, el animal lanzó un grito terrible y siguió galopando como si tal cosa.

—Señor Dick —dijo Joe, cogiendo una escopeta—, si no le ayudo esto va a ser el cuento de nunca acabar.

Y dos balas entraron en los costados del elefante.

Éste se detuvo, levantó la trompa y emprendió de nuevo la marcha a todo escape hacia el bosque. Sacudía su colosal cabeza, y la sangre empezaba a brotar copiosamente de sus heridas.

—Sigamos haciendo fuego, señor Dick.

—¡Y que sea muy nutrido! —añadió el doctor—. Tenemos el bosque a menos de veinte toesas.

Sonaron otros diez disparos. El elefante dio un salto tan espantoso que la barquilla y el globo crujieron como si se hubiesen partido, y al doctor se le cayó el hacha de las manos.

La pérdida del hacha, que fue a parar al suelo, complicaba la situación de una manera terrible, pues el cable del ancla, reciamente asegurado, no podía ni ser desatado ni cortado por los cuchillos de los viajeros. El globo se aproximaba rápidamente al bosque cuando el animal, en el momento de levantar la cabeza, recibió un balazo en un ojo. Entonces se detuvo, vaciló, sus rodillas se doblaron y presentó su pecho al cazador.

—Una bala en el corazón —dijo éste, descargando una vez más la carabina.

El elefante lanzó un grito de dolor y de agonía; se incorporó momentáneamente, haciendo ondear la trompa, y cayó desplomado sobre uno de sus colmillos, que se rajó de arriba abajo. Estaba muerto.

—¡Se ha partido un colmillo! —exclamó Kennedy—. En Inglaterra, el marfil se paga a treinta y cinco guineas las cien libras.

—¿Tanto? ——dijo Joe, bajando a tierra por la cuerda del ancla.

—¿De qué sirve echar cuentas, amigo Dick? —respondió el doctor Fergusson—. ¿Traficamos acaso nosotros con marfil? ¿Hemos venido aquí para hacer fortuna?

Joe contempló el ancla, sólidamente agarrada al colmillo que había quedado ileso. Samuel y Dick también bajaron, mientras el aeróstato, medio deshinchado, se balanceaba sobre el cuerpo del animal.

—¡Magnífica pieza! —exclamó Kennedy—. ¡Qué mole! ¡En la India nunca había visto un elefante de este tamaño!

—Claro que no, amigo Dick; los elefantes del centro de África son los más corpulentos. Los Anderson y los Cumming los han perseguido con tal encarnizamiento por las inmediaciones de El Cabo que emigran hacia el ecuador, donde los encontraremos con frecuencia en nutridas manadas.

—Entretanto —intervino Joe—, creo que podremos saborear un poco de éste. Me comprometo a ofrecerles una suculenta comida a expensas de este animalazo. El señor Kennedy irá a cazar durante una o dos horas; el señor Samuel inspeccionará el Victoria y yo desempeñaré mis funciones de cocinero.

—Muy bien ordenado —respondió el doctor—. Tienes carta blanca para obrar culinariamente como mejor te parezca.

—Y yo —dijo el cazador— haré uso de las dos horas de libertad que Joe se ha dignado otorgarme.

—Sí, amigo; pero no cometas ninguna imprudencia. No te alejes.

—Puedes estar tranquilo.

Y Dick, armado con su fusil, se internó en el bosque.

Entonces Joe empezó a desempeñar sus funciones. Primero cavó un hoyo de dos pies de profundidad y lo llenó de ramas secas, que cubrían el suelo procedentes de los boquetes hechos en el bosque por los elefantes, cuyas huellas se veían. Una vez estuvo lleno el agujero, levantó encima una pila de leña de dos pies y le prendió fuego. A continuación se dirigió a los inanimados restos del elefante, que había caído a unas diez toesas del bosque; cortó diestramente la trompa, que medía aproximadamente dos pies de ancho en su base, escogió la parte más delicada y a ella unió una de las esponjosas pezuñas del animal, porque, en efecto, estas partes son el mejor bocado, como la giba del bisonte, las patas del oso y la cabeza del jabalí.

Cuando la hoguera se hubo consumido del todo, interior y exteriormente, el agujero, limpio de cenizas y brasas, ofreció una temperatura muy elevada. Los trozos del elefante, envueltos en hojas aromáticas, fueron depositados en el fondo de aquel horno improvisado y cubiertos de ceniza caliente, sobre la cual Joe encendió una nueva hoguera. Cuando se hubo consumido la leña, la carne estaba a punto para ser comida.

Entonces, Joe sacó la apetitosa carne del horno, la colocó sobre hojas verdes y la dispuso en medio de una magnífica alfombra de hierba, añadiendo galletas, aguardiente, café y un agua fresca y cristalina que cogió de un arroyo inmediato. Daba gusto ver aquel festín tan bien presentado, y Joe, sin ser demasiado vanidoso, era de la opinión de que más gusto daría comerlo.

—¡Un viaje sin fatigas ni peligros! —repetía—. ¡Una comida a tiempo! ¡Una hamaca perpetua! ¿Qué más se puede pedir? ¡Y el bueno del señor Kennedy que no quería venir!

Por su parte, el doctor Fergusson realizaba una inspección minuciosa del aeróstato, el cual no había sufrido en la tormenta avería alguna. El tafetán y la gutapercha habían resistido a las mil maravillas. Teniendo en cuenta la altura actual del terreno y calculando la fuerza ascensional del globo, el doctor vio con satisfacción que había la misma cantidad de hidrógeno y que, hasta entonces, la envoltura se mantenía perfectamente impermeable.

No hacía más que cinco días que los viajeros habían salido de Zanzíbar. La provisión de pemmican estaba incólume; la de galletas y carne en conserva bastaban para un largo viaje; por consiguiente, lo único que había que renovar era la reserva de agua. Los tubos y el serpentín se hallaban en perfecto estado. Gracias a sus articulaciones de caucho, se habían prestado dócilmente a todas las oscilaciones del aeróstato.

Terminado su examen, el doctor puso en orden sus apuntes. Trazó un croquis muy exacto del terreno circundante, con la pradera que se extendía hasta perderse de vista, el bosque y el globo inmóvil sobre el cuerpo del monstruoso elefante.

Pasadas las dos horas que tenía a su disposición, Kennedy volvió con una sarta de rollizas perdices y un pernil de oryx, animal perteneciente a la especie más ágil de antílopes. Joe se encargó de guisar este aumento de provisiones.

—La mesa está puesta —anunció luego con cierta solemnidad.

Y los tres viajeros no tuvieron más que sentarse sobre la alfombra de verdor. Las pezuñas y la trompa del elefante fueron declaradas exquisitas por unanimidad; se bebió a la salud de Inglaterra, como de costumbre, y deliciosos habanos perfumaron por primera vez aquella encantadora comarca.

Other books

Great House by Nicole Krauss
Killing Lucas by Dominique Eastwick
I Don't Have Enough Faith to Be an Atheist by Geisler, Norman L., Turek, Frank
Tiffany Street by Jerome Weidman
Godless by James Dobson
My Bachelor by Oliver,Tess
Complicit by Stephanie Kuehn
The 8th Continent by Matt London