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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (34 page)

BOOK: Cine o sardina
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Hay que decir de una vez por todas que Melanie Griffith no es una perla de cultivo aunque parezca barroca. Venus violenta, ella es una verdadera perla. A veces, sin embargo, parece una margarita para los cerdos verdes.

Sharon Stone

¿Bomba o bimbo?

Todos ustedes saben lo que es una bomba, me parece. Pero ¿un bimbo? Bimbo que rima con limbo que queda entre el infierno y la gloria. Es una palabra que viene del argot del espectáculo: farra y farándula. Dice el
Dictionary of Contemporary Slang
: «una mujer tonta, vacía y frívola». Por lo general se las describe rubias y de ojos azules y despampanantes. ¿Es Sharon Stone un bimbo o una bomba como era, por ejemplo, Marilyn Monroe? Habrá que hacer una historia de la rubia que estalla en la pantalla (perdón por la rima) y esparce su imagen como una granada de fragmentación del sexo.

La primera, la que inventó si no el personaje por lo menos su aspecto, fue Jean Harlow. En 1929 Harlow suplantó a la muchacha del
It
, Clara Bow, el ideal sexual de todos los hombres y de algunas mujeres (como la novelista Elinor Glyn que inventó el
It
: para Clara claro), que era pequeña, morena y nada espectacular. Harlow llegó, tenía que ser, de la mano de ese conocedor que se llamó Howard Hughes, en
Ángeles infernales
. Jean Harlow era ampulosa de formas, rubia platino y con tetas que desplazaban, sin sostén, a la competencia más cercana. Que fue Fay Wray, falsa rubia, que engañó a King Kong y a millones de espectadores, pero que hizo decir al fingido director Carl Denham, al ver a los nativos enardecidos al elegir a la rubia Wray como un rayo de sol en la playa. «Parece que las rubias escasean por estos pagos».

No sólo por los predios del mono mayor sino que también escaseaban en Hollywood, tierra de promoción de ilusiones. Cuando Jean Harlow murió en 1937 a los 26 años se reveló que aún en la vaga realidad del cine era un espejismo. Su cabellera rubia fue casi siempre una peluca, sus senos se veían turgentes, urgentes gracias a la técnica (o treta) de frotar con hielo sus pezones y sus conquistas amorosas incluían a un viejo
cameraman
, a un actor maduro y a un ejecutivo del estudio que, impotente ante tanta sexualidad potente, se suicidó.

Pero su presencia en la pantalla siempre fue como una perspectiva (plana) de otra ilusión. Así abundaron las rubias, algunas sexy sólo en movimiento, como Ginger Rogers. Otras sexuales cuando más lánguidas, como Kim Novak. O que deben agitarse antes de tomarlas, como Marilyn Monroe: espléndida comedianta, ridícula actriz dramática. No hay más que comparar
Con faldas y a lo loco
con
The Misfits
, su última película: cuando la tragedia se hace farsa falsa.

Después de que la vida de Monroe se hizo tan trágica al final como la de Jean Harlow, abundan las rubias por los pagos del cine ahora. Algunas prefieren quemarse bajo los arcos voltaicos y frente a la cámara, pero pocas serán las elegidas. Jessica Lange, Michelle Pfeiffer, Cibyll Sheppard, la estupenda pero estúpida Kim Basinger, Melanie Griffith que fue una niña desnuda en su debut y ahora es una señora mal vestida. ¡No más banderas! Pero, un momento, que ahí llega Sharon Stone.

Nacida en un pueblo pequeño su debut tenía que ser en un papel pequeño. Casi mínimo de hecho. Era la boca, menos que una cara, que estampaba un beso pintado en la ventanilla de un tren para Woody Allen. Al final de
Stardust Memories
los créditos decían solamente: «muchacha linda en el tren». Ni siquiera tenía nombre. Pero ahora y 16 películas más tarde en que salía casi antes de entrar, Sharon Stone, llamada a veces bomba y otras bimbo, es no sólo la intérprete de varias películas peligrosas (como
Instinto Básico
en que cruzaba y descruzaba las piernas para mostrar no sólo su sexo rubio sin bragas a la policía, sino que era una bisexual asesina con un cuchillo de hielo entre las manos y entre las piernas todas las posibilidades del sexo) se ha convertido en la gran estrella del cine actual. Impedida al principio por su helada belleza perfecta (ninguna actriz tan linda puede ser del todo buena) Stone está ahora en todas partes. Candidata casi segura a ganar el Oscar a la mejor actriz, caballero (la ambigüedad no es mía, es francesa) de la Legión de Honor en Francia, visitante de las portadas de todas las revistas (alguna del corazón, otras de otras vísceras menos mencionables), la única razón para ver
Casino
, una película que glorifica al criminal nato y al tahur profesional, increíblemente bella con las facciones más perfectas del cine, capaz de hablar de todo lo divino y mucho de lo humano en innúmeras entrevistas en las que habla, habla, habla con un eco repetido: blablablá. Hace mucho que una actriz americana no hablaba tanto. Sharon Stone debía atender lo que dijo Baudelaire de Marilyn Monroe: «Sé bella y cállate».

LA CINEMATECA DE TODOS
«Imago mundi»
[1]

Todo comenzó con un juguete y un belga. El belga, como los verdaderos videntes, era ciego y sin embargo fue el primero en investigar los principios de la persistencia de la visión. Como se sabe, éste es un fenómeno al que se debe principalmente la posibilidad del cinematógrafo, invención que proyecta figuras fotografiadas en constante movimiento. A este defecto del ojo humano, que es la retención momentánea de una imagen en la retina, donde permanece en la visión segundos después de haber desaparecido (o es suplantada por otra imagen) para permitir la ilusión de movimiento.

No creo que se le escape al lector que la palabra clave aquí es
ilusión
. Sin tener que penetrar en la cueva de Platón, esa suerte de Altamira de las almas. O mirar por el hueco negro donde se podía ver claro el oscuro futuro en Delfos. O convocar a Tiresias (que fue por cierto el primer transexual: al atacar con su bastón a dos serpientes que fornicaban al sol fue convertido en mujer, pero esa condición de hombre-mujer o de mujer-hombre le permitía predecir la suerte de hombres y mujeres —tipo de pregunta de griego: «¿Quién ganará el maratón?», tipo de pregunta de griega: «Quién me robó mis almohadas?»— ya que Tiresias-todo-tetas podía ver más lejos por no tener ojos), convocar ahora a Tiresias-el-del-báculo para agradecer a ese pionero belga, al que podíamos llamar el Ciego de las Maravillas, por haber inventado lo que él mismo bautizó con tino el Fantascopio —literalmente «para ver fantasías». Este juguete o esta máquina maravillosa, producía aparentes imágenes en movimiento para convertirse en el antecedente directo del dibujo animado que nos permite encender hoy la lámpara que alumbra a
Aladino
según Disney. El Fantascopio está considerado el más antiguo antecedente del cinematógrafo. Ese iluminado, que a su vez ha dado a luz a Hollywood, se llamó, como conviene a un hombre destinado a la fundación del cine, Joseph Plateau.

De esa bellota belga ha crecido el frondoso árbol del séptimo arte. Una de sus ramas es la televisión, que, curiosamente, tiene entre sus elementos electrónicos una válvula en forma de bellota. El cine, ¿quién lo niega?, es el arte del siglo XX —y lo será también del siglo XXI. Esta enorme maquinaria de producir imágenes ha generado una nueva forma de cultura y muchos términos de la jerga del cine son esenciales hoy día a la comunicación. Las palabras
close-up
,
star
,
thriller
son de uso común, desde Los Ángeles, donde se originaron, hasta donde los ángeles no se aventuran: en el dominio del lenguaje. El teatro, que en un principio creyó poder dominar al cine a través de los actores, ha terminado dominado por el glamour que emana de la pantalla como un exudado de plata: hoy la gente va al teatro a ver, en carne y hueso, a los adorados fantasmas del cine. Cuando en 1948 se estrenó el
Hamlet
de Laurence Olivier, hombre de teatro, se calculó que más personas verían la película que las que habían visto la pieza desde su estreno en 1602. No sólo su
Enrique V
sino
Macbeth
y
Otelo
(ambas de Orson Welles) no eran versiones de Skakespeare sino el último destino del teatro isabelino. Así toda una tradición teatral dependía de un invento, la cámara de cine y la proyección de imágenes fotografiadas pero en movimiento sobre una sábana —que fue la
mise-en-scène
fatal que acabará con la escena, llevada a cabo por dos fraternos franceses, los hermanos Lumière, los dos pilluelos a quienes hay que perdonar porque no sabían lo que hacían. Un golpe de dados, como bien saben los tahúres, no abolirá la cultura, pero un golpe de manivela cambiará, ha cambiado, no sólo la cultura sino la percepción de las cosas. El cine ha sido además una poderosa arma de propaganda no para cambiar la vida, como pedía Rimbaud, sino para dominar el mundo, como dijo Adolf Hitler por boca de Goebbels, su ministro de propaganda y luces (atención a este título), y lo probó la bella y peligrosa Leni Riefenstahl con sólo dos documentales. Los comunistas por supuesto no se quedaban atrás. Fue Lenin quien dijo la frase torcida para que la entendieran derecha, es decir izquierda, sus secuaces: «El cine, de todas las artes, la que más nos interesa». Fidel Castro, más militar que militante, ha dicho: «El cine es nuestra mejor arma». Mao Tse-Tung tenía el cine en tan alta estima que se casó con una actriz. Por su parte, esa versión moderna de la Dama del Dragón, veía constantemente cine (de Hollywood, es claro) para su solaz y esparcimiento. Mussolini, por su parte en el arte, creó Cinecittá, que fabricó a algunos de los mejores directores del cine italiano. De Sica, Rossellini y hasta el aristócrata comunista (un oximorón perfecto) Luchino Visconti colaboraron con el Duce en su labor de amor y de odio. Franco, lo sabemos, llegó aún más lejos y no sólo amaba al cine como espectador, sino que, como Faulkner y Fitzgerald, escribió guiones de cine. Mientras tanto en Argentina una mediocre actriz, Eva Duarte de Perón, tuvo lo que siempre anhelaron las estrellas, un público cautivo y, por un tiempo, cautivado.

El cine no sólo había cambiado la cultura, sino que todas esas subculturas mencionadas arriba (nazismo, comunismo, maoísmo, fascismo, franquismo, peronismo), dirigidas al predominio primero y luego al dominio total, hubieran sido diferentes, si se hubieran diferido, literalmente,
cine die
. ¿Es que se puede pensar en una obra de teatro llamada
El acorazado Potemkin
?¿Qué hubiera sido de
El triunfo de la voluntad
como ensayo político?¿Habría Franco, ese bajo continuo, escrito un poema épico para llamarlo
Raza
? Piensen en ello.

En otra dirección de la cultura, francos fascistas como T. S. Eliot, su maestro Ezra Pound y el mentor de los dos, William Butler Yeats, tres poetas puros, lamentaban la existencia de lo que ellos creían baja cultura, sin darse cuenta de que la alta cultura, en este siglo de chacota, sonaba a veces como alta costura. Eliot se quejaba en todos sus ensayos (y al que lo venga el ensayo que se lo ponga), se dolía, como le dolía España a Unamuno mientras que a Hamlet le olía Dinamarca, que eran todos un largo lamento por la cultura, que de elevada pasaba a ser enana. Eliot al mismo tiempo cambiaba cartas amorosas con Groucho Marx y atesoraba una foto del cómico,
solicitada
, en que tenía un bigote pintado, cejas de betún y en la mano un puro como una pira. Los tres, Eliot, Pound y Yeats, eran antisemitas, pero este Eliot elitista se comunicaba con un comediante judío educado en un gueto de Nueva York: no se podía surgir de más abajo para hacer, ser cultura y ser adorado por un mandarín meticuloso.

No hay altas ni bajas culturas, lo sabemos. La cultura es una sola, sino ¿cómo poder apreciar a Homero, a Petronio o a Dante sin ser graduado de humanidades o conocer el dialecto florentino en que está escrita la
Divina Comedia
? Quiero hacer un poco de autobiografía, que es siempre una historia íntima. Me crié en un
solar
habanero, en condiciones de pobreza que he relatado en otra parte sin arte. Estudiando bachillerato, cuando sólo me conmovía la práctica del
base-ball
y una o dos muchachas que pasaban tan lentas como para que las aprehendiera mi ojo ubicuo, oí a un profesor que era un pedante elitista, pero que amaba la literatura cuya historia repetía con su palabra prolija. Este maestro hablaba de un héroe que regresaba a su casa después de diez años de exilio (¿cómo iba a saber entonces lo que significaba esa palabra ahora íntima como un cuchillo clavado en la conciencia?) y era sólo reconocido por su perro. Lo que me conmovió de la narración era que el perro moría momentos después de haber reconocido a su amo. Para mí, tan amante de los perros que siempre he odiado que los llamen perros, esta historia de Ulises, ése era el nombre del héroe, y su perro Argos, esa historia se convirtió en mi biografía. Es decir en mi vida, la que cambió para siempre cuando frecuenté los libros, ese libro. Olvidé la vida de los héroes del
base-ball
y cambié el diamante en que se juega ese deporte por la biblioteca en que los libros fueron más que un diamante, un tesoro. Lo dije antes y lo digo ahora, ya que siempre me repito, así, con los ojos de un perro que se muere, cambió mi vida. Si no creyera que la cultura es de todos y para todos, ustedes tendrían que preguntarme: ¿y qué hace el muchacho que era yo en un libro como éste?

No quiero terminar sin hablar de la televisión, esa radio en imágenes. Antes era costumbre de ciertos intelectuales que debían escribir ese nombre con hache, denostar al cine. Recuerdo a un poeta catalán, una columna dorsal de esta cultura en ese tiempo, diciéndome al convidarlo yo al cine: «Nunca voy al cine» con desprecio. Este era un poeta, pero la frase, palabra por palabra, la repetía siempre un escritor madrileño. El poeta que odiaba al cine decía también, como si la frase fuera su lema: «El inglés es un idioma de bárbaros». Ya ven, ya veo.

Sin embargo, ahora es posible oír a otro prohombre de la cultura, decir, repetir como un eructo: «Yo no veo televisión». Pues bien, ¡él se lo pierde! Como se perdían otros antes el cine. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es que haya un clima cultural que no permita tales exabruptos sin responder: «¡So bruto!»

Quiero decir que si la televisión, como hacen algunos canales, no hiciera más que reponer películas viejas (ése es el término usual, aunque nadie habla de libros viejos sino de libros de viejo) estaría justificada. El vídeo, que es una raíz adventicia de la televisión, nos ha permitido, nos permite cada día y cada noche, ver esas películas viejas que son eternas. Nos permite, todos lo sabemos, aunque las autoridades pretendan lo contrario, grabar, pasar, reponer, hacer revivir, vivir de nuevo, la gloria que fue Ginger Rogers en movimiento, el arte de Fred Astaire, la dramaturgia de Orson Welles, las tragedias de John Ford, las comedias de Howard Hawks y entre ellos la presencia leal de John Wayne —y más, mucho más.

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