Ciudad Zombie (15 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

BOOK: Ciudad Zombie
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—¿Por qué no?

Bernard no respondió de inmediato. Jack levantó la vista de los cuerpos y la clavó en su rostro cansado.

—No lo sé —admitió él finalmente—. Empecé a leer una novela, pero sólo conseguí pasar unas pocas páginas antes de tener que parar. Todo lo que hacía era acordarme de lo que había ocurrido y lo que hemos perdido, y...

Dejó de hablar; de repente se notó incómodo y un poco avergonzado por dejar que sus sentimientos se mostrasen de nuevo con tanta claridad.

—Entonces, ¿qué va a ocurrir? —se preguntó Jack, sintiendo el dolor de Bernard y haciendo un esfuerzo consciente para cambiar el centro de su conversación e intentar mirar hacia delante, no hacia atrás.

Bernard hizo como si se lo pensara detenidamente durante unos instantes, pero en realidad no tenía sentido: había pasado la mayor parte de la última semana valorando interminables variaciones de la pregunta que le acababan de plantear, y en todo ese tiempo no había conseguido encontrar una sola respuesta.

—Nos quedamos sentados y esperamos —respondió al fin.

—¿Y eso es todo?

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

Los dos hombres se quedaron uno al lado del otro en silencio, y contemplaron el mundo desolado y muerto. Los dos querían hablar de nuevo, pero ninguno de ellos pudo pensar en nada que decir. Minutos después, Bernard se fue, seguido muy pronto por Jack, que, desanimado, regresó a su habitación. No estaba cansado, pero se tendió en la cama e intentó dormir, porque el sueño era prácticamente la única forma que le quedaba de alejar la pesadilla durante un rato.

S
EGUNDA
P
ARTE
20

En el cascarón desolado, muerto y apestado de la ciudad, muy poco cambiaba de un día para otro. Miles de cadáveres seguían arrastrándose incasables por las calles, sus cuerpos pudriéndose gradualmente, pero con un grado de fuerza y control mental que de alguna manera iba regresando con lentitud. Aunque los supervivientes permanecían en silencio y normalmente fuera de la vista, la casi total ausencia de cualquier sonido o distracción en toda la zona seguía atrayendo hacia el campus de la universidad a una multitud enorme e indeseada de cuerpos harapientos y tambaleantes. En el interior de su refugio, el grupo de personas asustadas y desesperadas seguía sentada, miraba y esperaba. Durante dos semanas dolorosamente lentas e interminables, no cambió nada.

Sin aviso previo, un domingo frío, gris y húmedo, unos diecinueve días después de que todo hubiera cambiado, el precario equilibrio se vio de nuevo perturbado.

A unos cincuenta kilómetros al oeste de la ciudad donde se refugiaban los supervivientes, en un campo inhóspito y anodino a kilómetros de ningún lugar de importancia, se encontraba la entrada oculta de un búnker militar. Bajo tierra dentro del vasto complejo de hormigón, escudados y protegidos del muerto mundo del exterior por unos muros inmensos, numerosas capas de diferentes aislantes y sistemas de purificación de aire, había casi trescientos soldados. Tan cansados, asustados y desorientados como los desconcertados supervivientes que estaban en el exterior, también ellos tenían que luchar para asumir la incertidumbre constante de su situación. Dentro del bunker, nadie sabía lo que había ocurrido. Desde el oficial superior de la base hasta el último recluta incorporado a filas, nadie tenía nada más que unos pocos retazos de información sin confirmar en los que basarse. Habían actuado siguiendo órdenes que se les habían dado a toda prisa cuando se habían reunido aquella primera mañana, y no habían oído nada de nadie desde que habían cerrado y sellado el búnker. Las comunicaciones habían fallado o simplemente habían cesado, nadie sabía qué había pasado en realidad. Surgieron incontables rumores para explicar la reclusión de los soldados: un ataque terrorista, una enfermedad que había mutado, un accidente industrial, una nueva cepa de supervirus, y un centenar de variaciones sobre otro centenar de ideas; pero no disponían de hechos concretos que sustentasen cualquiera de ellas, o que confirmasen o negasen las habladurías. En realidad, los hombres y las mujeres en el búnker no necesitaban conocer los detalles de lo que había ocurrido, y lo cierto era que los oficiales al mando de la base tampoco. Todo lo que sabían era que tarde o temprano no les quedaría más alternativa que enviar tropas a la superficie para tomar el control de lo que hubiese quedado.

Finalmente, esas órdenes fueron despachadas por el comandante de la base. Finalmente, había llegado el día en que saldrían las primeras tropas.

21

A pesar de los años de abnegado servicio y de destinos en algunos de los lugares más peligrosos y dejados de la mano de Dios, cuando Cooper oyó que iba a salir a la superficie se sintió aterrorizado.

Los soldados llevaban diecinueve días bajo tierra, con el tiempo ocupado rutinariamente por ejercicios sin sentido, innecesarias tareas de mantenimiento, obligaciones domésticas regulares, formación prescindible y poco más. Los oficiales hacían todo lo que podían para mantener a la tropa distraída y ocupada, pero aun así, a los soldados les quedaba demasiado tiempo para pensar y preguntarse sobre lo que estaría ocurriendo en el exterior y a la gente que habían dejado atrás. Ante la ausencia de cualquier explicación fiable, un millar de rumores incontrastables e historias fantasiosas recorrieron la base, aumentando en gran medida la tensión y la incomodidad. Por lo general, Cooper conseguía pasar de los rumores y no hacer caso de las especulaciones sin fundamento, pero ante la ausencia de una explicación genuina para lo que indudablemente había sido un acontecimiento sin igual y a una escala sin precedentes, le resultaba imposible.

Antes de abrirse las puertas del bunker tuvo lugar una sencilla reunión informativa. Los oficiales superiores explicaron a los soldados que estaban a punto de salir todo lo que sabían sobre las condiciones en la superficie, pero eso era lo mismo que nada. Cooper descubrió que lo que no decían era mucho más inquietante que lo que decían. Había una ausencia total de detalles y especificaciones. Hablaron en términos vagos y genéricos sobre algún tipo de enfermedad o virus, pero no sabían nada de los síntomas o los efectos del contagio. Los únicos hechos de los que podían informar con cierta certidumbre era que la base no había sido capaz de mantener el contacto con nadie más, civiles o militares, y que había que asumir que el germen seguía en el aire, esperando como un depredador mortal y dispuesto a atacar. El equipo de protección total se debía vestir en todo momento. Horas, quizá días de descontaminación seguirían a la misión de reconocimiento cuando regresasen.

Sintiéndose menos un soldado y más un chivo expiatorio, Cooper recogió su equipo del almacén, se puso la protección y comprobó y volvió a comprobar sus armas, después se sentó y esperó la llamada. A veces, en momentos como ése, se preguntaba por qué ponía su vida continuamente en peligro. Aunque siempre imperturbablemente leal y profesional, la tentación de dejar las armas y desertar del ejército fue más fuerte que nunca. Ese día, sin embargo, no tenía alternativa. Según todas las noticias, no había ningún sitio al que huir. Podía morir luchando, o morir huyendo.

El silencio del campo se vio perturbado cuando se abrieron las puertas del búnker y un transporte blindado salió a toda velocidad hacia la luz mortecina de una tarde fría y húmeda de otoño. La pesada y poderosa máquina rugió por la rampa de acceso, subió la empinada cuesta y después siguió el camino que la alejaba de la base oculta.

A las tropas les llevó más de una hora recorrer los cerca de cincuenta kilómetros hasta la ciudad. Siguieron una ruta directa a lo largo de carreteras principales cubiertas por las carcasas de coches accidentados y los restos putrefactos de incontables cadáveres. De vez en cuando aparecían personas a corta distancia y a los lados de la carretera, pero eran letárgicas y dolorosamente lentas, de manera que parecía que se arrastraban con un esfuerzo considerable. Los soldados no se detuvieron para ofrecer asistencia o investigar. El conductor del transporte tenía sus órdenes, y dichas órdenes eran ir directamente hasta el centro de la ciudad más cercana. En cualquier caso, no parecía que tuviera importancia. ¿Qué podían hacer por esa pobre gente? ¿Qué podían hacer quince soldados para ayudar a los millones de víctimas de la plaga?

Cooper se volvió para mirar a Mark Thompson, que estaba sentado a su lado. Thompson parecía asustado. Incluso a través de los visores tintados de las máscaras pesadas e incómodas que le cubrían toda la cara, Cooper podía ver que el otro hombre estaba aterrorizado. Lo podía advertir en su expresión: la forma en que la cabeza permanecía perfectamente inmóvil y hacia delante, pero los ojos no dejaban de moverse frenéticos por todo el interior del transporte, sin atreverse a fijarse en ningún objeto en particular por miedo a llamar la atención de lo que fuera que lo estaba aterrorizando. Y ése era precisamente el problema, decidió Cooper, la incertidumbre. Los habían entrenado para ocuparse del día después de una guerra nuclear, de una guerra convencional, del terrorismo y de otros muchos tipos de conflictos, amenazas o ataques, pero eso era diferente. Los detalles de las causas y los efectos eran escasos, pero ya estaba claro que nadie había sido entrenado para ocuparse de algo a una escala tan enorme.

Dentro del traje de protección hacía un calor incómodo. Cooper sabía que su vida dependía de la protección, por supuesto, pero el calor opresivo bajo las capas de material recauchutado no le ayudaba a calmar los nervios. La inyección inicial de adrenalina que había sentido al abandonar el búnker se había desvanecido y en ese momento se sentía claustrofóbico, y en realidad quería regresar a la base, desesperado por volver al lugar del que tanto había deseado escapar durante cada minuto de las últimas dos semanas y media. Tenía la boca seca y necesitaba beber, pero no iba a arriesgarse a poner en peligro el traje. Comer, beber, ir al baño y muchas otras actividades sencillas y ordinarias iban a ser difíciles y arriesgadas hasta que estuvieran de vuelta. Quitarse cualquier parte del traje, aunque sólo fuera durante un segundo, podría ser suficiente para dejar entrar al virus invisible que, si la información que tenían sus oficiales era correcta, acabaría rápidamente con su vida. A juzgar por el número de cuerpos tendidos en el suelo encontrados mientras atravesaban los suburbios y penetraban en la ciudad, ésa era una enfermedad que había matado a muchos millones más de los que había respetado.

Una fuerte lluvia repiqueteaba constantemente sobre el techo metálico por encima de las cabezas de los soldados, levantando ecos en el interior del transporte. No se mantenían conversaciones, sólo las breves
y
repentinas explosiones de estática y voces en de la radio, seguidas de informes igualmente breves a la base.

Los soldados estaban sentados en dos filas a lo largo de los laterales del transporte, todos ellos mirando hacia el centro. Thompson se levantó de repente de su asiento, se colgó de un pasamano y se inclinó en el interior del vehículo para mirar a través de una pequeña ventana cuadrada entre las cabezas de los dos soldados que estaban sentados enfrente de él.

—Maldita sea —exclamó lo suficientemente alto para que lo oyesen los demás.

Se produjo una agitación repentina por todo el vehículo cuando los demás soldados se reunieron inmediatamente alrededor de él para ver lo que había vislumbrado su camarada en las profundidades de la tarde de un color gris sucio. Podían ver movimiento a su alrededor. Era lento y trabajoso, pero no cabía la menor duda de que era movimiento.

Habían alcanzado lo que Cooper pensó que eran los «suburbios interiores» de la ciudad: un anillo de pequeñas áreas comerciales y calles mayores que en algún momento habían sido pueblos por derecho propio, pero que, a lo largo de los años, habían sido gradualmente engullidas e integradas en la ciudad, siempre en expansión. Esas áreas eran los primeros reductos de civilización que habían visto los soldados desde que salieron de la base. Allí había muchos más cuerpos en el suelo y muchas más personas moviéndose por las calles.

—¿Por qué no han hecho aún nada con los cuerpos? —preguntó otro de los soldados, con la voz amortiguada por la máscara.

—¿Y qué demonios están haciendo en el exterior? —planteó otro, mirando a través de la ventanilla trasera mientras una multitud, que crecía con rapidez, de personas en movimiento se arrastraba inútilmente por la calle detrás del transporte, sin la más mínima esperanza de alcanzarlo—. Si esa gente está enferma, ¿qué están haciendo aquí fuera a cielo abierto? Por el amor de Dios, esto es una locura.

—¿Quién ha dicho que estén enfermos? —preguntó Thompson—. Se supone que éstos son los supervivientes, ¿o no?

—¿Has visto su estado? —replicó nervioso el otro soldado, con la boca seca—. ¡Dios, míralos! Van vestidos con unos jodidos harapos y parece que no han comido durante semanas. Maldita sea, tienen tan mal aspecto como el de los muertos del suelo.

Cooper se volvió para mirar a través de la ventanilla más cercana. La temperatura en el exterior era muy baja para la estación, y el grueso vidrio se estaba cubriendo de condensación. Lo limpió con la parte posterior de la mano enguantada y miró hacia la tarde en penumbra.

—Dios santo... —musitó en voz muy baja.

El mundo al otro lado de la ventanilla parecía como si lo hubieran regado con lejía, como si lo hubieran drenado casi completamente de todos los colores. Quizá de una forma ingenua había esperado encontrar una escena urbana desorganizada y sucia, pero en otros aspectos relativamente normal; después de todo, pensó, no se habían producido combates en las calles, ¿o no? Eso no sonaba como si se hubiera producido una guerra o una batalla que pudiera causar daños en los edificios y en las propiedades. Pero donde había esperado ver miles de colores familiares, en su lugar vio miles de matices mortecinos diferentes de gris, negro y marrón. Y lo mismo servía para describir también a las personas. Desprovistas de toda energía, se arrastraban con un esfuerzo doloroso y una falta total de velocidad o coordinación. Parecía que habían perdido toda esperanza.

En pocos minutos alcanzaron el centro de la ciudad y las coordenadas de su objetivo. El conductor apretó los frenos y durante un segundo el único sonido que se pudo oír en el interior del transporte fue la lluvia martilleando el techo de metal. Los soldados se volvieron a hundir en sus asientos y esperaron órdenes.

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