Clarissa Oakes, polizón a bordo (15 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Stephen no era infalible, no era infalible ni mucho menos. Quien llamó a la puerta cinco minutos más tarde era su paciente, puntual a la cita. Tenía un poco más de color en la mejillas debido al inminente banquete y tenía muy buen aspecto, pero Stephen no notó mejoría ni empeoramiento en su estado de salud. Cuando el reconocimiento terminó, dijo:

—Me parece que tenemos que seguir con el hierro y la quina. Creo que voy a aumentar un poco la dosis. Además, mandaré un poco de vino a la proa para que lo tome como medicina, un vaso a mediodía y dos vasos por la noche.

—¡Qué amable es usted! —exclamó Clarissa, con la voz amortiguada por los pliegues del vestido.

Y otra vez Stephen pensó que ella no daba más importancia a su desnudez que si los dos hubieran sido hombres. Quizás eso se debía a que él era médico y por eso no le tenía en cuenta; sin embargo, la mayoría de las pocas mujeres que había tenido como pacientes habían hecho algún gesto que indicaba pudor. Clarissa no hacía ninguno, lo mismo que cualquier modelo profesional que posara para un pintor. Después de que su cabeza emergiera y ella se abrochara los botones y se alisara el pelo, dijo con cierto reparo:

—Estimado doctor, ¿podría pedirle otro favor que no tiene nada que ver con la medicina?

Stephen asintió con la cabeza y sonrió. Entonces ella continuó:

—Ayer pasó algo muy desagradable. Cuando el señor Martin me estaba enseñando a afinar la viola, su gatito… ¿Ha visto su gatito?

La madre del gatito había subido a la fragata en el puerto de Sidney y el ayudante del contador había tolerado su presencia (porque cazaba muchos ratones) durante tanto tiempo que le había parecido una crueldad bajarla a tierra cuando comprobó que estaba preñada. Martin había sacado al superviviente, un animal estúpido y fastidioso, de su lecho de paja y lo había adoptado. Stephen volvió a asentir.

—Bueno, pues de repente saltó a mi regazo, como hace a menudo, y como no me gustan los gatos, lo aparté, pero tal vez un poco más fuerte que de costumbre. Entonces él gritó: «¡Oh, no maltrate a mi gatito, se lo ruego! ¿No había gatos donde la criaron? ¿No había gatos en su casa cuando era niña?» Y luego hizo una serie de preguntas más. Como usted sabe, me gustan aún menos las preguntas que los gatos y tal vez le contesté con cierta dureza.

—Tal vez, sí, amiga mía.

—Quizá piense que todavía estoy malhumorada. Y lo que es peor, el maldito animal desapareció anoche y es posible que piense que lo tiré por la borda. Por favor, ¿podría sentarnos juntos en la comida? Lamentaría mucho que no siguiéramos siendo amigos.

Stephen, temiendo que su mirada dejara traslucir sus pensamientos, bajó la vista y, en tono neutro, dijo:

—No tengo autoridad sobre eso, pues es Pullings quien va a presidir la mesa, pero se lo diré si quiere.

Volvieron a llamar a la puerta, y esa vez era Reade, que le presentó los respetos del capitán y le dijo de su parte que si quería asistir a la ceremonia tenía cuatro o cinco minutos para cambiarse. Dio el mensaje hablando entre dientes y con reparo, y cuando la señora Oakes le preguntó si su esposo ya estaba en la cubierta, se sonrojó y, sin sonreír y sin mirarla, respondió:

—Sí, señora.

Y entre esa actitud y la abierta admiración que solía demostrar había un contraste tan fuerte que los dos le miraron inquisitivamente.

Pero Stephen tenía poco tiempo para miradas inquisitivas. Killick estaba impaciente frente a la puerta y aún la señora Oakes no se había apartado de ella cuando le quitó la vieja y grasienta chaqueta a Stephen con una sarta de regaños y reproches.

El doctor Maturin, debidamente uniformado, fue impelido a subir la escala de toldilla y llegó al alcázar cuando se estaban haciendo las mediciones de mediodía. Al principio le asombró un poco ver la fuerte luz de mediodía, que contrastaba con la oscuridad de la cabina, y luego las banderas que había alrededor, arriba, abajo, en todas partes. Eran de diversos tonos de rojo, azul y amarillo, de cuadros y de forma oblonga, cuadrada, triangular o de cola de golondrina y tenían un extraño brillo en contrate con el azul y el gris eternos que las rodeaban. La fragata estaba ahora engalanada y era digna de verse bajo el luminoso cielo despejado. El viento soplaba apenas con la fuerza suficiente para hacer ondear la infinidad de banderas y gallardetes que adornaban los mástiles, las vergas y la jarcia, y que resplandecían bajo el sol. Además, toda la fragata tenía un hermoso aspecto, con los coyes extendidos de manera que formaban un conjunto blanco brillante sin ninguna arruga; todo, las cubiertas, los cañones, las betas exactamente como lo desearía cualquier marino, el alcázar con uniformes con galones dorados y los pasamanos y el castillo llenos de marineros vestidos con la mejor ropa de domingo: pantalones de dril, chaquetas azules con botones dorados, camisas y sombreros con cintas.

—Son las doce, señor West —dijo Jack cuando le comunicaron la hora.

Y cuando sus palabras aún flotaban en el aire, sonaron las ocho campanadas. A continuación debería haberse oído generalmente el grito del contramaestre llamando a los marineros a comer y un ruido confuso de gritos, pasos fuertes y golpes de bandejas de madera, pero ahora hubo un silencio absoluto y todos los marineros se quedaron mirando atentamente hacia la popa.

—Adelante, señor West —dijo Jack.

—¡Arriba! —ordenó West.

La masa de tripulantes subió por los obenques de ambos lados de los mástiles con rapidez y a un ritmo constante.

—¡Afuera! —gritó West— ¡Afuera!

Entonces varios corrieron hacia los extremos de las vergas. Y cuando el último joven de poco peso llegó al peñol de estribor de la verga de la juanete de proa y se colocó junto al amantillo, Jack dio un paso al frente y, con una voz que podía oírse en el cielo, pronunció las palabras:

—¡Tres hurras por el rey!

—Debe quitarse el sombrero y gritar:«¡Hurra!» —murmuró Pullings al oído de Stephen, ya que el doctor miraba distraídamente a su alrededor.

«¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!» Los gritos resonaron como tantas y tantas andanadas de los cañones, y después del último, sólo se oyeron las voces de Sarah y Emily que siguieron gritando alegremente y con voz muy alta:

—¡Hurra por Guy Fawkes!

Pero por fin Jemmy Ducks las hizo callar.

—Señor Smith, adelante —dijo Jack.

El condestable, vestido con la excelente chaqueta negra que usaba cuando ayudaba al pastor de la iglesia presbiteriana en la ceremonia religiosa, avanzó un paso con un alambre al rojo vivo en la mano. Las salvas, que empezaron con el cañón de bronce de Jack situado en la proa, continuaron a intervalos de cinco segundos por cada lado hasta la popa, y entre una otra el condestable decía las palabras rituales:

—Si no fuera condestable, no estaría aquí. Disparen la…

Después de decir «Disparen la decimoséptima», se volvió hacia la popa y se quitó el sombrero. Jack le devolvió el saludo y dijo:

—Señor West, ya pueden llamar a los marineros a comer.

Entonces se oyó el último hurra, muy prolongado, y antes que las blancas nubes de humo se desplazaran a un cable de distancia por sotavento, el habitual ruido de mediodía alcanzó un altísimo nivel.

—En tierra, en algunas partes de Irlanda, he visto celebrar el cinco de noviembre con fuegos artificiales —dijo Stephen.

—Nada puede superar el noble estruendo de un cañón —dijo el condestable—. Los buscapiés, los barriles de brea ardiendo e incluso los cohetes de media corona cada uno son simples fruslerías en comparación con un cañón bien cargado.

Puesto que iba a hacerse cargo de la guardia de tarde con el fin de que todos los oficiales quedaran libres para asistir al banquete, ahora se encontraba en el alcázar, y, volviéndose hacia Jack, dijo:

—Bueno, señor, mis ayudantes y yo tomaremos un bocado ahora y regresaremos a la cubierta en quince minutos. ¿Tiene que darme algunas instrucciones especiales?

—No, señor Smith, excepto que me comunique cualquier cambio considerable del viento y, por supuesto, si avista tierra o algún barco.

Pasaron quince minutos y entonces en el alcázar no quedó nadie más que el condestable, sus ayudantes y los marineros que llevaban el timón. Stephen y Padeen habían subido dos docenas de botellas de jerez que habían sobrevivido al viaje a Botany Bay y se las habían confiado al despensero de los oficiales. Stephen ya había informado al ansioso Pullings del deseo de la señora Oakes, había enseñado al nervioso ayudante del despensero de los oficiales una forma elegante de doblar las servilletas, había propuesto decorar la mesa con algas, dando ejemplos, y después todos sus compañeros, olvidando temporalmente sus diferencias, le habían sugerido que se fuera a ver si podía divisar algún albatros de Latham hasta que sonaran las cuatro campanadas. En verdad, no había espacio para que tanta gente se moviera en aquel lugar tan pequeño y, además, consumirían el poco aire fresco que había. Martin ya se había ido a la cofa del mesana con las medias de seda en el bolsillo.

Stephen se fue a la gran cabina, donde el capitán descansaba tumbado sobre el baúl que estaba bajo la ventana de popa y con un pie en una palangana de agua.

—¿Sientes dolor, amigo mío o esto es parte del supersticioso horror de los miembros de la Armada a la suciedad? —preguntó.

—Siento dolor, pero moderado —respondió Jack—. ¿Recuerdas que me puse de pie sobre el pinzote cuando Dick Richards y yo destrabamos el timón de la
Nutmeg
?

—El pinzote… ¡Claro! Pienso en eso constantemente. Rara vez se me va de la cabeza.

—Bueno, me di un horrible golpe con él y estuve cojo varias semanas. Y ahora mismo me acabo de dar un golpe en el mismo lugar con ese perno. ¡Cómo grité!

—Estoy seguro de eso. ¿Quieres que le eche un vistazo ahora?

Stephen le cogió el pie, lo observó y lo apretó, notando la falta de respiración.

—Es un pequeño fragmento de la parte externa del maléolo que trata de salir al exterior.

—¿Qué es la parte externa del maléolo?

—En verdad, si tú puedes machacarme con el pinzote, yo puedo hacer lo mismo con los maléolos. Quédate quieto. ¿Quieres que te cure ahora? Tengo una lanceta allí entre las algas.

—Quizá deberíamos esperar a después del banquete —dijo Jack, a quien no le gustaba que le cortaran a sangre fría—. Ahora me siento mucho mejor. Puse mucha sal en el agua.

Stephen estaba acostumbrado a eso. Asintió con la cabeza, se quedó pensativo unos momentos y luego dijo:

—Así que el condestable está encargado de la guardia… Dime, Jack, ¿no es extraño que un condestable se encargue de la guardia?

—¡Oh, no! en una fragata es raro, desde luego, pero en muchas corbetas donde hay un solo teniente y en muchas embarcaciones de baja categoría es frecuente que experimentados contramaestres o condestables se encarguen de las guardias. Y en esta ocasión es un
embarras de choix…
Dije que es un
embarras de choix.

—Estoy seguro —dijo Stephen distraído.

—Muchos de los marineros de Shelmerston tienen conocimientos de navegación e incluso han gobernado sus propios barcos. Si todos los oficiales perecieran…

—Que Dios no lo quiera.

—Sí, que Dios no lo quiera. Pero en ese caso podrían llevar la fragata a Inglaterra.

—Eso es un gran alivio —dijo Stephen—. Gracias, Jack. Ahora me parece que iré a leer un rato.

En la chupeta Stephen esparció varios libros escritos por autoridades como Wiseman, Clare, Petit, van Swieten y John Hunter. Todos habían hecho una prolija exposición de casos de hombres, pero, a pesar de que hablaban poco de los de mujeres, estaban de acuerdo en que lo más difícil para un médico era diagnosticar una infección atípica, prolongada y crónica. Todavía estaba leyendo atentamente a Hunter cuando la campana le indicó que debía reunirse con sus compañeros en la cámara de oficiales para dar la bienvenida a los invitados.

En la cámara de oficiales había un silencio casi absoluto y mucha ansiedad. West y Adams miraban sus relojes frunciendo el ceño.

—¡Ah, está usted aquí, doctor! —exclamó Tom Pullings—. Tenía miedo de que le hubiéramos perdido, de que se hubiera caído de la escala como aquí, el pobre Davidge, o de la cofa, como el señor Martin. ¿Le parece que la mesa tiene un aspecto elegante?

—Muy elegante —dijo Stephen, contemplando su perfección geométrica.

Notó que Davidge estaba de pie en el fondo con la mano en la cabeza, y cuando la mirada de Davidge se cruzó con la suya, el oficial sonrió y dijo:

—Me di un golpe al caerme de la escala de toldilla.

—La novia se sentará a mi derecha, como es natural —dijo Pullings—. Y después Martin, luego usted y finalmente Reade. El señor Adams se colocará en la cabecera. El capitán se sentará a mi izquierda y después Davidge… Se encuentra bien, Davidge, ¿verdad?

—¡Oh, sí! No fue nada.

—Después West y luego Oakes, a la derecha del señor Adams. ¿Qué le parece, doctor?

—Una excelente distribución, amigo mío —dijo Stephen, pensando que lo que Davidge llamaba «nada» era un bulto negruzco y turgente que se extendía desde la sien hasta la mejilla y que debía producir malestar.

—Quisiera que llegaran ya porque la sopa se va a estropear —se lamentó Pullings.

West volvió a mirar su reloj. La puerta se abrió y Killick entró y dijo:

—Dos minutos, señor, por favor.

Entonces se colocó detrás de la silla de Jack.

Martin rodeó la mesa para llegar a su sitio y con un aire triunfante bastante reprimido dijo:

—No me pegue, Maturin, pero he visto el ave que buscaba.

—¡Oh! —exclamó Stephen—. ¿De verdad? ¡Y yo que he malgastado todo el día vigilando! ¿Está seguro?

—Me temo que no hay duda posible. Era amarilla y tenía la punta del pico azul, las cejas muy oscuras, una expresión confiada y las patas negras. Pasó a diez yardas de donde me encontraba.

—Bueno, ¿quién dijo que el mundo era justo? Me han dicho que se cayó de la cofa y lo siento.

—Eso es una calumnia. Cuando me apresuraba a bajar para avisarle el pie se me deslizó un poco y me quedé colgado de las manos uno o dos segundos, totalmente seguro, con la situación totalmente controlada, y si John Brampton, con buena intención, no me hubiera subido empleando toda su fuerza, hubiera regresado a la plataforma sin dificultad. De todos modos, bajé a la cubierta sin ninguna ayuda.

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