—Quita ya, estos pipiolos ya saben quiénes somos, ¿a que sí? —le preguntó a Flores el que estaba sobando a Sonia.
—Claro —respondió el cabo—, y como no dejes de sobarle las tetas a mi compañera te mato, cabrón.
El Sevilla le atizó un culatazo en la cara y la sangre apareció, lenta, tras una brecha. Sonia lo miró, exigiéndole serenidad con la expresión.
—¡Ja, ja, ja! ¿A él también lo vas a matar, cagón? —se rio el individuo señalando al Sevilla—. Haberle dado más fuerte; sin miramientos, Sevilla, ¡joder!
Les quitaron las pistolas y los esposaron a la espalda con sus propios grilletes. Después tiraron los llavines dentro del contenedor. El Cojo Manteca apareció a una señal del Sevilla. Flores lo reconoció al instante por la suela de goma, cuatro o cinco veces más gruesa en el pie derecho que en el izquierdo. Pese a su defecto, le pareció un tipo atractivo y muy fuerte. Tras él el cuarto atracador comprobaba la tranquilidad de la calle buscando indicios de cualquier otro vehículo policial.
—¿Qué le habéis hecho? Os dije que no los tocarais, ¡imbéciles! —El Cojo Manteca parecía asustado—. Acabaremos todos en el talego, coño. Trae la pistola.
—Al principio se ha
resistío
un poquillo, Man… —El Sevilla se calló antes de acabar de decir su mote—. Le he
tenío
que dar
pa
que se estuviera quieto.
—No tenéis cabeza: a estos maderos catalanes no se les toca o te echan todo el Cuerpo encima y no paran hasta que te tienen metido en un calabozo del que sale uno para el dispensario. O los matas o los dejas en paz, ¡coño, que os había avisado!
Flores miraba al Cojo Manteca con odio. Sonia miraba a su jefe y se apartaba cuanto podía de las manos de su vigilante. La noche cubría la fechoría de la misma forma que había cubierto la encerrona.
—¿Por una poca mierda de dinero vais a arriesgaros a pasar la vida en la cárcel? —preguntó el mosso tratando de ganar tiempo—. Vuestro jefe tiene razón en que, si osáis tocarnos, ningún mosso parará hasta que os encuentren. Soltadla a ella y quedaos conmigo; soy el jefe y ella una novatilla que acaba de entrar.
—Cada cosa a su tiempo, tortuga ninja —repuso el cojo.
—Si tu amigo vuelve a ponerle las manos encima, no habrá escondrijo en el mundo en el que podáis esconderos de mí.
—Bajad a estos mierdas al garaje y subid el coche, ya sabéis lo que hay que hacer, nos vamos.
—Pasa para atrás, princesa —ordenó el atracador que sobaba a Sonia abriendo la puerta delantera y después la trasera.
—Tú también, macaco —ordenó el Sevilla a Flores una vez que Sonia estuvo acomodada en el asiento trasero del SEAT.
Los dos salteadores bajaron el vehículo policial al garaje, salvando dos plantas bajo el edificio. El Cojo Manteca había organizado aquel plan de fuga por si los descubrían.
—Esto está pasando
demasiao
rápido, José.
—Sí, lástima que no tengamos un ratito para aprovecharnos de la pava esta, ¿eh?
—Je, je. Sí, está buena la mossa ¿eh? Pero me refiero a que han
llegao mu
rápido hasta nosotros los cabrones éstos. ¿Cómo coño nos han
encontrao
?
—Pregúntaselo al madero.
—¿Cómo nos habéis
encontrao
tan rápido, madero? ¡Contesta o te pego un tiro, joder! —chilló el Sevilla montando la pistola en un movimiento brusco de muñecas.
—Flores… —pidió Sonia.
—Vuestros huevos dejan un rastro asqueroso y putrefacto por donde sea que pisáis, cerdo.
El Sevilla volvió a clavarle un culatazo en la cara, justo en el mismo lugar que la vez anterior. Ahora, la sangre manó abundantemente sobre su jersey.
—Es duro el cabrón, no se queja ¿eh? —rio el Sevilla.
—Déjalo ya, Sevilla; vamos a hacer lo que nos han dicho y nos largamos.
* * *
Gloria y Samuel, los mossos que destinó Casanovas a desplazarse hasta aquella dirección mucho antes de que Flores hubiera llamado al sargento Montagut, observaron todo lo sucedido desde una distancia prudente. Por orden del sargento, su función, hasta que llegaran todos los efectivos, fue la de comunicar lo que sucediese sin intervenir más que en el caso de que les fuera ordenado. Ellos desconocían que Montagut tenía abierto un canal de comunicación a través del teléfono móvil. Tal vez por eso no les gustó que les obligaran a quedarse de brazos cruzados mientras sus compañeros estaban siendo castigados por cuatro violentos atracadores. Cuando llevaron el SEAT de Flores al garaje, Montagut quiso saber qué pasaba porque acababa de perder la comunicación. Estaban a cinco minutos de la posición y se le oía claramente preocupado.
—Los han puesto en la parte de atrás. Uno de ellos conduce el coche policial al garaje mientras otro los apunta con una pistola desde el asiento del acompañante —dijo Gloria por la radio. Usaban un canal especial directo que excluía el vehículo de Flores. Era una de las ventajas del nuevo sistema de comunicaciones Nexus que tantos millones había costado al contribuyente.
—¿Qué hacen los otros dos? —quiso saber el sargento.
—Están quietos en la calzada. Parecen estar esperando a que los que han bajado con Sonia y Flores vuelvan a subir.
—Tres minutos Códex 11. Estamos ahí en ese tiempo, no hagan nada.
—Sargento, con todos los respetos. No podemos quedarnos aquí viendo cómo matan a dos policías —espetó Gloria.
—Tranquilícese Códex 11, le repito que en menos de tres minutos estamos ahí. No creo que vayan a hacer una locura así.
—Usted manda Códex 1, pero… un momento: la puerta del garaje se abre de nuevo.
* * *
Los dos atracadores estacionaron el SEAT policial en el rincón más profundo y oscuro. Bajaron del auto cerrando las puertas y se largaron caminando como si nada hubiera ocurrido. Enseguida oyeron el motor de un coche de gasolina. El sonido se alejó de ellos y la oscuridad los abrazó cuando el temporizador dio por terminada la función de luz fluorescente.
—¿Estás bien?
—Sí, asqueada de los toqueteos, pero estoy mucho mejor que tú. ¿Qué tal la cara?
—Duele. Voy a tratar de romper la ventanilla. Tenemos que salir de aquí.
—Espera un momento. —Sonia, en un alarde de flexibilidad, pasó las manos por detrás de sus piernas y consiguió quedarse con las manos esposadas delante del cuerpo. Tocó a Flores y le buscó la cara.
—¡Au! —gimió el cabo.
—La brecha parece profunda —dijo ella.
—Duele más el orgullo que el pómulo.
—Flores…
—¿Qué? —preguntó él sintiendo el aliento de ella en su cara.
Sonia no respondió. Besó a Flores en los labios. Un beso suave y cálido, de los que enamoran.
—Pensaba que nos mataban —dijo ella un momento después—. ¿No vas a decir nada?
—Pues no, no tengo palabras.
—Perdona por el beso, no te lo tomes a mal. Ha sido un beso de alegría.
—Me encantaría seguir siendo objeto de tu alegría, pero hay que largarse. Hazme sitio. —Flores se recostó de espaldas sobre las piernas de ella y levantó sus pies hasta apoyarlos en la ventanilla—. Gira la cara a tu izquierda, voy a romper el vidrio.
Ella hizo caso en el momento en que el mosso encogía las piernas sobre sí mismo para darse impulso. Lanzó los pies adelante hasta chocar contra la ventanilla. Tres golpes después, todo el vidrio había desaparecido y podían deslizarse al exterior.
* * *
—¿Qué está sucediendo? —se impacientó el sargento Montagut ante el silencio de Gloria en la radio.
—Atención Códex 1, acaba de aparecer por la rampa del garaje un BMW de alta cilindrada y suben los dos atracadores que esperaban en la calle. No hay rastro de Flores y Sonia. Están los cuatro sospechosos dentro del vehículo. Parece que se van. En cuanto doblen la esquina entraremos en el garaje.
—Códex 11 de Códex 1, ¡sigan a ese coche! Olvídense de Flores y sigan a ese BMW. Ustedes son la única dotación policial que tiene contacto visual con los sospechosos, no los pierdan y detallen toda la ruta.
—Recibido Códex 1. —El fastidio de Gloria se condensaba en la obligada aceptación de la orden.
—Códex 12 de Códex 1. Ustedes diríjanse al edificio y entren en el garaje. Quiero saber qué ha pasado con Flores y Sonia, ¿estamos?
—Códex 1 de Códex 12. Recibido.
* * *
Cuando la patrulla de paisano Códex 12, formada por el cabo Arnau Rabassedas y el mosso Leo Vilalta, llegó a la puerta del garaje en el que se encontraban encerrados Flores y Sonia, un dispositivo policial estático se disponía en la carretera entre Empuriabrava y Figueres. Dos furgonetas policiales cerraban el paso en un punto alzado de la carretera, ocultos por el propio cambio de rasante del puente en su punto más alto. Los sospechosos no tenían escapatoria. Tras las furgonetas había más coches patrulla. A los lados del puente, el vacío los esperaba en una caída de más de diez metros hasta el curso de una riera que alimentaba el Aiguamoll del Empordà.
Tras el Cojo Manteca y sus compinches iban los agentes de paisano de la unidad de investigación de Figueres y de Roses, con el sargento Francesc Montagut al mando de todo el operativo.
En el punto de control, dos agentes dejaban pasar la escasísima circulación de vehículos que nada tenían que ver con el que ocupaban los sospechosos. Otro agente esperaba escondido para tender la cadena de clavos que debían reventar las ruedas del coche de los fugitivos. El plan era tan sencillo como podía programarse dadas las circunstancias: la cadena de clavos esperaba en el arcén, del lado por el que circulaban los atracadores; a la orden de un oteador instalado en algún punto avanzado del control, el mosso debía tirar de la cuerda que sujetaba la cadena y ésta quedaría extendida sobre la calzada justo en el momento en que el vehículo llegara a su altura. Así se hizo.
* * *
Los cuatro hombres, con el Sevilla al volante, no se habían percatado de que varios coches seguían su BMW. La luz de los faros no les extrañó, porque, durante los meses de invierno, esa carretera soportaba una circulación moderada. Con los policías encerrados en el garaje, no tomaron más precaución que la de correr tanto como pudieran para alcanzar la autopista y salir por Francia un par de semanas, hasta que todo se calmase y pudieran volver.
—¿Cómo nos han
encontrao
tan rápido, Manteca? —preguntó el Sevilla.
—Yo que sé, esta gente no tiene nada más que hacer que dar vueltas todo el día husmeando en la vida de los demás, así que es normal que de vez en cuando topen con profesionales como nosotros.
—¿Por qué no los hemos
matao
? —insistió el Sevilla.
—Pero qué gilipollas eres, Sevilla, ¿para qué los querías muertos? A la pasma mejor no tocarla, te lo digo yo —respondió masajeándose la pierna maltrecha en recuerdo de un incidente que jamás había contado a nadie.
—Al menos podíamos habernos
follao
a la mossa; cómo estaba de
güena
la tía…
Un estampido siguió al siguiente, y así hasta cuatro. El BMW perdió velocidad y el Sevilla luchó por mantener el control de la dirección.
—Estamos jodidos —pronunció el Cojo Manteca al ver que delante de ellos se encendían luces azules y blancas como si de una feria se tratase. El BMW acabó deteniéndose de medio lado junto al guardarraíl que los protegía de la caída desde lo alto del puente—. Qué hijos de la grandísima puta. ¡Tira para atrás, Sevilla!
—¡Por detrás están cerrando un montón de coches, Cojo! —gritó José.
—¡Tu puta madre! ¡No me llames Cojo, joder!
El Cojo Manteca apuntó con la pistola a su compañero con todos los músculos de la cara contraídos por la rabia. José extendió las manos ante el cañón de la pistola del Cojo Manteca, pidiéndole a gritos que no disparara. Apretando los dientes, éste volvió a gritar:
—¡Mierda! Casi te mato. No vuelvas a llamarme Cojo. —Su compañero asintió—. ¡Venga, arreando!
—¿Arreando qué, Manteca? Aquí no se puede hacer
ná
. Nos rendimos y a tomar
pol
culo.
—¡Una poca leche, Sevilla! No quiero volver al trullo.
—Pues tú dirás qué hacemos —increpó Emilio—. Si nos resistimos acabarán matándonos como a unos perros.
—Estás tú muy tranquilo, ¿eh?, Emilio? ¿No será que te has ido de la lengua? —preguntó malicioso, señalándole con la pistola.
—Y una mierda, Manteca. Esto está terminado. No hay salida. Nos tiramos por el puente y nos matamos, o nos entregamos.
Su jefe le apuntó con la pistola. Emilio sabía que el Manteca la llevaba montada y con sólo apretar el gatillo aquella cosa negra, metálica y aparentemente ridícula podía escupir un pedazo de metal mortal de necesidad. El Manteca ya había demostrado más de una vez tener el dedo más flojo que la pierna, así que Emilio pareció decidir que llevarle la contraria no era la mejor opción de seguir vivo cuando le estaba apuntando con tanto nerviosismo.
—Aún queda algo por hacer mamón. José, cógele la pistola.
Las cosas no sólo habían salido mal: con el Cojo Manteca al borde de un ataque de nervios, irían mucho peor.
* * *
El cabo Rabassedas envió a Vilalta a buscar a alguien del edificio que dispusiera de llave electrónica para abrir el garaje. Los nervios iniciales por no saber en qué situación podían encontrar a sus compañeros habían dado paso a una sosegada cautela al escuchar las voces de los agentes del otro lado de la puerta metálica batiente. Flores le aseguró que estaban bien y él les pidió calma mientras encontraban una llave para sacarlos de allí. Por fin Vilalta llegó con la llave electrónica. Tras apretar el botón de la cajita gris, se oyó un chasquido que liberaba el mecanismo de la puerta batiente, que se abrió poco a poco. Unos pocos segundos después, Rabassedas luchaba por abrir los grilletes de Flores mientras Vilalta hacía lo mismo con Sonia.
—¿Cómo está el tema? —preguntó Flores.
—Los tienen. Hay complicaciones, pero los tienen atrapados en el puente de Castelló d’Empúries, en la marisma.
—No perdamos tiempo, vamos.
Los dos cabos subieron al Toledo de Rabassedas ocupando los asientos delanteros. Sonia y Vilalta subieron a los traseros. Flores se comunicó con Montagut a través de la radio para alertarlo de que los atracadores tenían sus armas de dotación. Informó a su jefe de lo sucedido y de las heridas sufridas. El cabo predijo que los individuos no se rendirían teniendo armas en su poder.