Se colocaron detrás del sofá. «No miraremos, en serio», dijo Gillian.
Esto arrancó a Michelle una carcajada que a Calum le pareció de una aspereza inquietante, sobre todo por aquellos churretones de khol, pero se puso los calzoncillos y luego los vaqueros, y le pasó a Gillian el abrigo.
«Bueno, eh, gracias pues… Michelle, eh, Gillian. Eh, Gillian, ¿tienes teléfono?», le preguntó tímidamente. Calum no sabía si quería volver a verla o no, pero al menos parecía buena idea ofrecerse. Pensaba que Gillian estaba un poco chiflada.
«Yo mi número no te lo doy. Dame tú el tuyo», dijo ella pasándole un boli y un trozo de papel que sacó del bolso. Era un cupón del sorteo de Navidad del Club 86 Fundación Juventud de los Hibs. «¿Te encalomé uno de los números de la rifa?», le preguntó.
«Sí, te compré cinco», respondió él mientras apuntaba el número en el dorso.
Gillian miró a Calum, y luego a Michelle, y luego otra vez a Calum. «Así si yo quiero verte, puedo. No me gusta que los tíos me den la lata por teléfono: Venga, Gill-i-ahhnnn, sal», dijo con sorna y con una voz escalofriante y sosa. Después se acercó y besó a Calum, estrechando su torso desnudo entre sus brazos. Le cuchicheó al oído: «Vas a follarme otra vez muy pronto. ¿A que sí?»
«Eh, mmm», masculló incoherentemente, «eh, sí…, claro…, eso.» Calum se acordó del momento en que, en un documental de fauna salvaje que había visto, la hembra de la mantis religiosa devoraba la cabeza del macho durante la cópula. Miró a Gillian mientras se marchaba con Michelle y no tuvo ningún problema en imaginársela dando besos con lengua al estilo mantis.
Solo en el cuarto de estar, Calum se quedó viendo la programación matinal y fumando cigarrillos. Se hurgaba en los bolsillos, frotándose el pene y las pelotas y con el olor de Gillian en la mano.
Pensó en Helen y en Boaby y empezó a sentirse muy deprimido y muy solo. Después se obligó a sí mismo a preparar algo de té antes de que entrara Crooky.
«¿Ha sido buena noche?», le preguntó a Crooky, que tenía el rostro partido en dos por una sonrisa que parecía cortada con un hacha.
«De las mejores, colega, de las mejores. La Michelle esa, tío; el Royal Bank, ¡mecagüen la puta! ¡Le gusta de todas las formas! Se le caía la baba que te cagas, pero Crooky estuvo a la altura de las circunstancias.»
«Le diste lo suyo, entonces, ¿no?» preguntó Calum con gesto lívido.
«La partí por la mitad, tío. ¡El Royal Bank no podrá sentarse en una bici nunca más! Aquí Crooky», dijo, dándose con el dedo índice en el pecho, «tiene un crédito bien grande con el Royal Bank. Sólo hice una retirada, pero no antes de haber metido unos depósitos grandes que te cagas, no sé si me sigues. ¡Y estoy hablando de un interés alto a tope, cabrón! Tendría que haberle dicho que si quería que apañara a alguna de sus amigas, se apuntase la dirección y se las mandara a Crooky…, es el mejor… do… do…» Crooky se puso a cantar mientras sacudía las caderas:
«He’s beh-rah thehn aw-wil the rest… he’s beh-rah thehn eh-eh-ne-one, thehn eh-eh-ne-one ah’ve eh-eh-vah met… he’s simply the best… do…
»
[22]
Calum dejó a Crooky con sus bailes. Pasaba de ponerle como un trapo. Se sentía un tanto triste, pues Boaby se inmiscuía sin cesar en sus reflexiones. ¿Cuándo había muerto en realidad? En algún momento muy anterior a anoche.
«¿Y tú qué, Cal? ¿Qué tal con Gillian?», le preguntó Crooky de repente, con una sonrisita.
«La verdad es que no estaba para muchos trotes. Fue culpa mía. El ácido, ¿sabes?»
Crooky le lanzó una mirada de desdén teatral. «Qué excusa más pobre, Cally, tío. Fíjate en Crooky», dijo, señalándose a sí mismo, «también conocido por su título oficial: SIMPLY THE BEST. A este tío no hay volumen de drogas capaz de hacerle perder el ritmo. Eso es lo que distingue a los veteranos altamente cualificados de los no cualificados.»
«Supongo que es una de esas cosas que se tienen o no», admitió cansinamente Calum.
«Eso es, Cal, talento natural. Es algo que no se puede inculcar ni con todos los manuales de entrenamiento del mundo.»
Calum pensaba en Boaby, y también en Gillian. «Una vez vi un documental sobre insectos, y había una mantis, ¿sabes esos insectos grandes y zumbaos?»
«Sí…, tienen una pinta malvada que te cagas, ¿eh?»
«Pues la mantis tía se come la cabeza del tío…, quiero decir, eh, el macho y la hembra, ¿sabes?»
Crooky miró a Calum. «¿Y eso a qué coño viene?»
Calum agachó la cabeza y se tapó la cara con la mano. Crooky se dio cuenta de que intentaba no mirarle. Cuando por fin habló, Calum lo hizo con voz urgente y entrecortada. «Vi… vimos a Boaby… Boaby…, vimos morir a Boaby…, no debería ser así, no debería ser como si no hubiera pasado nada…, entiéndeme…»
Crooky se sentó en el sofá junto a Calum. Se sentía rígido y torpe. Intentó hablar un par de veces pero estaba como paralizado. Quizá era para impedir que uno parloteara sin parar y soltara chorradas, pensó. Quizá estaba bien que no pudiera decirle nada a su amigo, que mantenía el rostro apartado. Tras un largo silencio, miró la tele y preguntó: «¿Qué mierda es ésta?»
Calum levantó la cabeza y se volvió hacia su amigo. «La tele de por la mañana. Ahora lo único que nos falta es desayunar, ¿eh?»
«Ya, ya. ¡Está bien, cabrón! Bajaré a por unos bollos y algo de leche dentro de un rato.» Entonces Crooky miró a Calum, contento de que la tensión entre ambos hubiera remitido. «Me pregunto qué habrá pasado con lo de anoche.»
Calum pensó en Boaby, en cómo nunca se le podía decir nada a aquel capullo arrogante, en cómo siempre andaba por ahí con esa muequecilla retorcida y petulante, como si el mundo le debiera algo a aquel estúpido cabroncete. «Quién coño sabe. Pero no tiene nada que ver con nosotros. Diremos que pensábamos que Boaby estaba jodido y que tratamos de llevarle a su casa, ¿no? Gillian y Michelle darán fe. Sólo tenemos que decir que nos persiguieron los tíos esos. Serán ellos los que se coman el marrón.»
«Pero Boaby murió de sobredosis», dijo Crooky.
«Pero es lo que se merecen esos cabrones. Esos cafres podrían haberle matado. ¿Quién sabe? O ellos o nosotros. Mejor que sean ellos.»
Crooky se fijó en el sol, que estaba saliendo por detrás de los bloques de pisos de enfrente. La ciudad regresaba a la vida. Los demonios de los que Calum y él siempre hablaban se estaban desvaneciendo: los tíos de la fiesta, la pandilla de cafres, Boaby, Gillian y Michelle; el Royal Bank, incluso. Sobre todo esa guarra del Royal Bank. No era más que el ácido. Tendría que haberse follado a aquella guarra; no tenía mala pinta, pensó con amargura. Pero la pesadilla ya había terminado. El sol ya estaba allí, ellos seguían allí.
«Sí», asintió Crooky. «Mejor ellos que nosotros.»
Calum creyó oír un coche detenerse en el exterior. Estaba convencido de oír los pesados pasos de al menos dos personas subiendo por las escaleras. Paranoia, pensó, no es más que el residuo del ácido, se dijo a sí mismo. El bajón y punto.
Debería haber disfrutado.
Delante de ella, la pared azul claro, el dorso del viejo sofá de pana marrón; tenía los codos apoyados en los cojines; él estaba detrás, rodeando su cintura casi por completo con sus grandes manos. Movía la polla dentro de ella, con un ritmo extraño e insistente, y lanzaba gruñidos de aliento.
Sarah estaba pensando que debería haber disfrutado.
Debería haber disfrutado pero no fue ése el caso, desde luego. Cuando se puso a pensar en el porqué, Sarah llegó a la conclusión de que podría ser porque hacía demasiado frío para estar desnuda. Pero eso no debería haber sido problema, y no lo habría sido de no ser porque le dolía un diente. Ahora se sentía cohibida, pendiente de sí misma en el sofá, despatarrada delante de Gavin como si fuera una prolongación de su polla, y el meollo de la sexualidad era no sentirse cohibida. Era difícil, sin embargo, cuando te dolía un diente y Gavin te dedicaba sus técnicas de seducción hollywoodienses, tan descaradamente sacadas de las secciones de los vídeos didácticos cuando cambia la música y la pareja protagonista se lo monta. Primero los juegos preliminares; después, la penetración; tercero, las posiciones; cuarto, los orgasmos (simultáneos, por supuesto). Cuando Gavin farfullaba «eres preciosa» o «tienes un cuerpo estupendo», Sarah suponía que debía sentirse halagada, pero lo hacía con la distancia y la concentración de un actor acartonado que intentaba recordar el guión.
Gavin esperaba que a pura fuerza de ceremonia y de ritual, de exteriorizar las palabras y los gestos adecuados, se tejería el traje nuevo que ocuparía un lugar de honor en aquel vestuario abarrotado con los tejidos de la vida social. Pese a que no le faltaba imaginación, Gavin sabía que poseía esa imaginación exclusiva del hijo único que alinea silenciosamente ejércitos de soldados para librar batallas sobre la alfombra, y que esta formación no le había proporcionado la agilidad mental necesaria para hacer planes de contingencia por si las cosas no salieran según lo previsto por el guión psicológico de su rutina de seducción.
La noche anterior en el club iba hasta las orejas de éxtasis, lo cual siempre ayudaba. Gavin se había empeñado en besar a todas las chicas del grupo (lo que, en aquella noche en particular, significó besar a todas las chicas presentes), pero en el caso de Sarah le había deslizado un poco de lengua dentro de la boca, había puesto sentimiento a la mirada y había dejado la mano un poco más de lo habitual en la parte inferior de su espalda, donde parecía empeñada en quedarse a perpetuidad.
Para Sarah, desde que había cortado con Victor aquellas atenciones eran una fuente de autoafirmación muy bienvenida. Hacía poco que se había dado cuenta de que los tíos confundían su mirada de mosqueo con la modalidad, menos ambigua, «ni-te-me-acerques-cabrón». Así que mientras los bailongos danzaban bajo los fogonazos de luz y las últimas líneas de bajo atravesaban sus cuerpos, Gavin y Sarah acabaron encontrándose en un abrazo tan bienvenido como sorprendente.
Gavin estaba embelesado por la insinuante fluidez de la mirada de Sarah y el fascinante movimiento de sus brillantes labios rojos cuando hablaba. Ella, a su vez, estaba sorprendida de lo mucho que deseaba a Gavin, con sus ojazos enternecedores y su sonrisa fácil aunque ligeramente vulgar, porque siempre le había desagradado cuando salía con Linsey.
Pero la noche pasada había disfrutado de sus caricias. Pese a que a menudo eran íntimas, no había nada de sucio en ellas. Le correspondió dándole un masaje que empezó suavemente por los tendones del cuello, antes de intensificarse poco a poco y difundir el MDMA por todo su cuerpo hasta hacerlo latir como una herida abierta.
Salieron al frío de la madrugada y cogieron un taxi hasta casa de Gavin, donde se quedaron levantados, abrazándose, besándose y conversando, quitándose prendas de vestir sobre la marcha y perdiéndose en excursiones psíquicas largas y compartidas mientras se morreaban. Gavin explicó que el sexo con penetración no sería posible durante un rato, cosa que a Sarah no le hizo demasiada gracia, pero que aceptó. Más tarde, cuando el MDMA ya se agotaba y el cansancio se instalaba en sus cuerpos, cayeron en un sueño comatoso en el sofá delante de la estufa de gas.
Sarah se despertó con las caricias de Gavin. Su cuerpo reaccionó de inmediato, pero algo no iba bien. Ahora ya estaban en fase pos-MDMA, las circunstancias eran otras, y Gavin, pensaba ella, no quería admitirlo. No pretendía volver a empezar desde el principio, pero sí que Gavin dijera algo que confirmase que ahora las cosas eran muy distintas, y que no sólo había que renegociar los términos sino también replantearlos. Y su dolor de muelas. Pensaba que el problema de la muela del juicio iba a dejarla tranquila. Pero esas cosas nunca te dejaban tranquila, sólo te concedían una pequeña tregua.
Y ahora había vuelto.
Desde luego que sí, con ganas, tenacidad e intereses rencorosos.
Gavin se había despertado con la polla tiesa y palpitante. Apartó la manta que los cubría a los dos, al principio ligeramente sorprendido ante su propia desnudez y la de Sarah. Entonces respiró hondo y le embargó el asombro. Era como si le hubiera tocado la lotería. Después le sobrevino una leve sensación de paranoia de que su incapacidad para expresarse y su excitación tomaran rumbos diferentes. Tenía que ser ahora o de lo contrario ella pensaría que le pasaba algo raro. Tenía que hacerla pasar un buen rato, además, sobre todo después de lo que se habían dicho anoche. El modo en que no había sido capaz de ir a por todas, penetrativamente hablando. ¿Acaso había otra forma de hacerlo?, pensó, y aquella reflexión le inquietó ligeramente. Sabía que a las mujeres les gustaban los tíos que sabían usar la lengua y los dedos, pero al fin y al cabo seguían queriendo que las follaran, y anoche él no había podido cumplir. Sí, tenía que asegurarse de que lo pasara bien. Era fundamental. Gavin despegó sus labios resecos con la lengua mientras notaba cómo la conciencia se sumergía y daba paso al movimiento; sus manos se deslizaron hacia ella como misiles termodirigidos.
Así pues, Sarah se encontró con que Gavin la doblaba y la movía como a una muñeca mecánica mientras se la metía desde distintos ángulos, siempre acompañado por unos banales gemidos que chirriaban con cualquier noción de abandono. Peor aún, cada vez que ella amenazaba con tomar parte activa y en el preciso momento en que parecía trascender el dolor de muelas, él se detenía, se la sacaba y cambiaba de postura, como un obrero de una cadena de montaje rotando de tareas. En determinado momento, Sarah quiso gritar de frustración. Casi le sorprendió que estuvieran a punto de alcanzar el orgasmo de forma simultánea, ella primero y Gavin inmediatamente después, mientras ella se debatía contra él, contra el dolor de muelas y contra lo frustrante de la situación, diciéndole: «¡No te muevas y no te corras, coño!»
Gavin se preparó para resistir y pensó que tendría que ser muy valiente el hombre que hiciera cualquiera de las dos cosas ante semejante ferocidad, mientras ella alcanzaba el orgasmo restregándose contra él.
De manera que aunque el destino final había sido satisfactorio, el persistente dolor de muelas impidió a Sarah deleitarse en el arrebol posterior y la obligó a pensar que no estaba segura de si quería volver a emprender esta clase de viaje en compañía de Gavin.
Sarah se retorció y se contorsionó en sus brazos posesivos antes de separarse de él y sentarse en el sofá.