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Authors: Daniel Pennac

Como una novela (5 page)

BOOK: Como una novela
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Pero el momento pasa. Vuelve a sus correcciones. (¿Quién contará alguna vez la soledad del corrector de fondo?) A partir de algunos trabajos, las palabras comienzan a bailotear bajo sus ojos. Los argumentos tienden a repetirse. Le invaden los nervios. Lo que recitan sus alumnos es un breviario: ¡Hay que leer, hay que leer! La interminable letanía de la palabra educativa: Hay que leer..., ¡cuando cada una de sus frases demuestra que no leen jamás!

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-Pero ¿por qué te afectas tanto, cariño mío? ¡Tus alumnos escriben lo que esperas de ellos!

-¿O sea?

-¡Que hay que leer! ¡El dogma! ¿Supongo que no te esperabas encontrar un montón de trabajos alabando los autos de fe?

-¡Lo que yo espero es que desenchufen sus walkmans y se pongan de una vez a leer!

-En absoluto... Lo que tú esperas es que te entreguen buenas fichas de lectura sobre las novelas que tú les impones, que «interpreten» correctamente los poemas que tú has elegido, que el día del examen de selectividad analicen hábilmente los textos de tu lista, que «comenten»juiciosamente, o «resuman» inteligentemente lo que el tribunal les colocará bajo las narices esa mañana... Pero ni el tribunal, ni tú, ni los padres desean especialmente que estos chicos lean. Tampoco desean lo contrario, fíjate. Desean que saquen adelante sus estudios, ¡punto! Aparte de esto, tienen otras cosas de que ocuparse. ¡Además, también Flaubert tenía otras cosas de que ocuparse! Si enviaba a la Louise a sus libros era para que le dejara en paz, para que le dejara trabajar tranquilo en su Bovary, Y para que no le cargara con un niño. Ésa es la verdad, y tú lo sabes muy bien. Bajo la pluma de Flaubert cuando escribía a Louise «Lee para vivir», quería decir de veras: «Lee para que me dejes vivir», ¿se lo has contado eso a tus' alumnos? ¿No? ¿Por qué?

Ella sonríe. Pone la mano sobre la de él:

- Tienes que hacerte a la idea, cariño: el culto al libro depende de la tradición oral. Y tú eres su gran sacerdote.

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«No he encontrado nada estimulante en los cursos impartidos por el Estado. Aunque la materia de enseñanza hubiera sido más rica y más apasionante de lo que era en realidad, la morosa pedantería de los profesores bávaros me habría seguido alejando del más interesante de los temas.»...

«Toda la cultura literaria que poseo, la he adquirido fuera de la escuela.»...

«Las voces de poetas se confunden en mi memoria con las voces de quienes fueron los primeros en hacérmelos conocer: hay algunas obras maestras de la escuela romántica alemana que no puedo releer sin volver a escuchar la entonación de la voz conmovida y bien timbrada de Mielen. Durante todo el tiempo en que fuimos unos niños que tenían dificultades en leer por sí mismos, ella tuvo la costumbre de leernos.»

(...)

"« Y, sin embargo, escuchábamos aún con mayor recogimiento la tranquila voz del Mago... Sus autores predilectos eran los rusos. Nos leía Los casacas de Tolstoi y las parábolas extrañamente infantiles, de un didactismo simplista, de su último período... Escuchábamos las historias de Gógol e incluso una obra de Dostoievski..., aquella farsa inquietante titulada Una historia ridícula.»

(... )

"Sin la menor duda, las hermosas horas vespertinas pasadas en el despacho de nuestro padre no sólo estimulaban nuestra imaginación sino también nuestra curiosidad. Una vez que se ha saboreado el hechicero encanto de la gran literatura y la confortación que procura, uno quisiera saber cada vez más..., más "historias ridículas", y parábolas llenas de sabiduría, y cuentos de múltiples significados, y extrañas aventuras. Y así es como uno comienza a leer por sí mismo...,

Así escribía Klaus Mann; hijo de Thomas, el Mago, y de Mielen, la de la voz conmovida y bien timbrada.

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Algo deprimente de todos modos, esta unanimidad... Como si, desde las observaciones de Rousseau sobre el aprendizaje de la lectura, a las de Klaus Mann sobre la enseñanza de las Letras por el Estado bávaro, pasando por la ironía de la joven esposa del profesor, para culminar en las lamentaciones de los alumnos de aquí y de ahora, el papel de la escuela se limitara siempre y en todas partes al aprendizaje de técnicas, al deber del comentario, y cortara el acceso inmediato a los libros mediante la abolición del placer de leer. Parece establecido desde tiempos inmemoriales, y en todas las latitudes, que el placer no tiene que figurar en el programa de las escuelas y que el conocimiento sólo puede ser el fruto de un sufrimiento bien entendido.

Es defendible, claro está. No faltan los argumentos.

La escuela no puede ser una escuela del placer, el cual supone una gran dosis de gratuidad. Es una fábrica necesaria de saber que requiere esfuerzo. Las materias enseñadas en ella son los instrumentos de la conciencia. Los profesores encargados de estas materias son sus iniciadores, y no se les puede exigir que canten la gratuidad del aprendizaje intelectual cuando todo, absolutamente todo en la vida escolar -programas, notas, exámenes, clasificaciones, ciclos, orientaciones, secciones-, afirma la finalidad competitiva de la institución, inducida por el mercado del trabajo.

Que el colegial, de vez en cuando, encuentre un profesor cuyo entusiasmo parece considerar las matemáticas en sí mismas, que las enseñe como una de las Bellas Artes, que haga que se las ame por la virtud de su propia vitalidad, y gracias al cual el esfuerzo se convierta en placer, depende del azar del encuentro, no del talante de la Institución.

Lo típico de los seres vivos es hacer amar la vida, incluso bajo la forma de una ecuación de segundo grado, pero la vitalidad jamás ha estado inscrita en el programa de las escuelas.

La función está aquí.

La vida en otra parte.

La lectura se aprende en la escuela. Amar la lectura...

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Hay que leer, hay que leer...

¿Y si, en lugar de exigir la lectura, el profesor decidiera de repente compartir su propia dicha de leer? ¿La dicha de leer? ¿Qué es la dicha de leer? Preguntas que suponen, en efecto, un estupendo retorno sobre uno mismo.

Y, para comenzar, la confesión de una verdad que va radicalmente en contra del dogma: la mayor parte de las lecturas que nos han formado, no las hemos hecho a favor, sino en contra. Hemos leído (y leemos) como si nos parapetáramos, como si nos negáramos, o como si nos opusiéramos. Si eso nos da aires de fugitivo, si la realidad desespera de alcanzarnos detrás del «encanto» de nuestra lectura, somos unos fugitivos ocupados en construirnos, unos evadidos a punto de nacer.

Cada lectura es un acto de resistencia. ¿De resistencia a qué? A todas las contingencias. Todas:

-Sociales.

- Profesionales.

- Psicológicas.

- Afectivas.

-Climáticas.

- Familiares.

- Domésticas.

-Gregarias.

- Patológicas.

- Pecuniarias.

- Ideológicas.

-Culturales.

-O umbilicales.

Una lectura bien llevada salva de todo, incluido uno mismo.

Y, por encima de todo, leemos contra la muerte.

Es Kafka leyendo contra los proyectos mercantiles del padre, es Flannery O'Connor leyendo a Dostoievski contra la ironía de la madre («¿El idiota? ¡Te va que ni pintado pedir un libro con un título semejante!»), es Thibaudet leyendo a Montaigne en las trincheras de Verdún, es Henri Mondar sumido en su Mallarmé en la Francia de la Ocupación y del mercado negro, es el periodista Kauffmann releyendo indefinidamente el mismo tomo de Guerra y paz en los calabozos de Beirut, es ese enfermo, operado sin anestesia, del que Valéry nos dice que «encontró algún alivio, o, mejor dicho, cierta renovación de sus fuerzas, y de su paciencia, recitando, entre dolor y dolor, un poema que le gustaba», Y es, claro está, la confesión de Montesquieu cuya deformación pedagógica ha suscitado tantas redacciones: «El estudio ha sido para mí el remedio soberano contra los disgustos, no habiendo sufrido jamás pena que una hora de lectura no haya aliviado.»

Pero es, de manera más cotidiana, el refugio del libro contra la crepitación de la lluvia, el silencioso deslumbramiento de las páginas contra la cadencia del metro, la novela metida en el cajón de la secretaria, la breve lectura del profe cuando se largan los alumnos, y el alumno del fondo de la clase leyendo a escondidas, mientras espera a entregar el ejercicio en blanco...

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¡Difícil enseñar las Bellas Letras, cuando la lectura exige hasta tal punto el retiro y el silencio!

¿La lectura, acto de comunicación? ¡Otra graciosa broma de los comentaristas! Lo que leemos, lo callamos. Las más de las veces conservamos el placer del libro leído en el secreto de nuestra celosía. Bien porque no vemos en él nada que decir, bien porque, antes de poder decir una palabra, tenemos que dejar que el tiempo efectúe su delicioso trabajo de destilación. Ese silencio es la garantía de nuestra intimidad. El libro ha sido leído pero nosotros todavía seguimos en él. Basta su evocación para abrir un refugio a nuestro rechazo. Nos preserva del Gran Exterior. Nos ofrece un observatorio levantado muy por encima de los paisajes contingentes. Hemos leído y nos callamos. Nos callamos porque hemos leído. Sería bonito que nos aguardara un emboscado en la esquina de nuestra lectura para preguntarnos: «¿Quéeee? ¿Está bien? ¿Lo has entendido? ¡Un informe!»

A veces, es la humildad la que dirige nuestro silencio. No la gloriosa humildad de los analistas profesionales, sino la conciencia íntima, solitaria, casi dolorosa, de que esa lectura, ese autor acaban, como se dice, ¡de «cambiar mi vida»!

O, de repente, ese otro deslumbramiento, que nos deja atónitos: ¿Cómo es posible que lo que acaba de alterarme hasta este punto no haya modificado en nada el orden del mundo? ¿Es posible que nuestro siglo haya sido lo que ha sido después de que Dostoievski escribiera Los demonios? ¿De dónde salen Pol Pot y los demás cuando se ha imaginado el personaje de Piotr Verjovenski? ¿Y el terror de los campos, cuando Chéjov ha escrito Sajalín? ¿Quién se ha iluminado con la blanca luz de Kafka donde nuestras peores evidencias se recortaban como placas de zinc? Y, justo en el momento en que se desarrollaba el horror, ¿quién prestó atención a Walter Benjamin? ¿Y cómo es posible que, cuando todo hubo pasado, la tierra entera no leyera La especie humana de Robert Antelme, aunque sólo fuera para liberar al Cristo de Cario Levi, definitivamente detenido en Éboli?

Que unos libros puedan alterar hasta tal punto nuestra conciencia y dejar que el mundo siga de mal en peor, es algo que deja sin palabras.

Silencio, pues...

Salvo, claro está, para los fabricantes de frases del poder cultural.

¡Ah!, esas conversaciones de salón en las que, como nadie tiene nada que decir a nadie, la lectura adquiere el rango de tema de conversación posible. ¡La novela rebajada a una estrategia de la comunicación! Tantos aullidos silenciosos, tanta gratuidad obstinada para que ese cretino corra a ligarse a esa marisabidilla: «¿Cómo, no ha leído el Viaje al fin de la noche?»

Se mata por menos de eso.

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Sin embargo, si bien la lectura no es un acto de comunicación inmediata, es, finalmente, objeto de reparto. Pero un reparto largamente diferido, y ferozmente selectivo.

Si pensamos en la parte de las grandes lecturas que debemos a la Escuela, a la Crítica, a todas las formas de publicidad, o, por el contrario, al amigo, al amante, al compañero de clase, o a veces incluso a la familia -cuando no coloca los libros en el estante de la educación-, el resultado es claro: las cosas más hermosas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido. Y a un ser querido será el primero a quien hablemos de ellas. Quizá, justamente, porque lo típico del sentimiento, al igual que del deseo de leer, consiste en preferir. Amar, a fin de cuentas, es regalar nuestras preferencias a los que preferimos. Y estos repartos pueblan la invisible ciudadela de nuestra libertad. Estamos habitados por libros y por amigos.

Cuando un ser querido nos da a leer un libro, le buscamos en un principio a él en sus líneas, sus gustos, las razones que le han llevado a colocarnos ese libro en las manos, las señales de una fraternidad. Después el texto nos domina y olvidamos al que nos ha sumido en él; en eso consiste, justamente, la fuerza de una obra, ¡barrer también esa contingencia!

Sin embargo, con el paso de los años, la evocación del texto trae el recuerdo del otro; algunos títulos vuelven a convertirse entonces en caras.

Y, para ser totalmente justo, no siempre la cara de un ser querido, sino (¡oh, raras veces!) la de un crítico o de un profesor.

Así ocurre con Pierre Dumayet, con su mirada, con su voz, con sus silencios, que, en el Lectures pour tous de mi infancia, expresaban todo su respeto por el lector en que, gracias a él, yo me convertiría. Así ocurre con aquel profesor cuya pasión por los libros sabía armarle de paciencia y damos incluso la ilusión del amor. ¡Tenía que preferirnos mucho -o apreciarnos- a sus alumnos, para damos a leer lo que le resultaba más querido!

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En la biografía que dedica al poeta Georges Perros, Jean-Marie Gibbal cita esta frase de una estudiante de Rennes donde enseñaba Perros:

«Él (Perros) llegaba la mañana del martes, desgreñado por el viento y por el frío en su moto azul y oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la boca o en la mano. Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa. Y era la vida.»

Quince años después, la maravillosa maravillada sigue contándolo. Con la sonrisa puesta sobre la taza de café, piensa, reúne lentamente sus propios recuerdos, y después:

-Sí, era la vida: media tonelada de libros, pipas, tabaco, un ejemplar del France-soir o de L'Equipe, llaves, carnés, facturas, una bujía de su moto... De este fárrago sacaba un libro, nos miraba, soltaba una risa que nos daba apetito, y comenzaba a leer. Caminaba mientras leía, una mano en el bolsillo, la otra, la que sostenía el libro, un poco tensa, como si, leyéndolo, nos lo ofreciera. Todas sus lecturas eran regalos. No nos pedía nada a cambio. Cuando la atención de alguno o alguna de nosotros flaqueaba, abandonaba la lectura un segundo, miraba al dormido y silbaba. No era una reprimenda, era una alegre devolución a la conciencia. No nos perdía jamás de vista. Hasta en lo más profundo de su lectura, nos contemplaba por encima de los renglones. Tenía una voz sonora y luminosa, un poco aterciopelada, que llenaba perfectamente el volumen de las clases, de la misma manera que habría llenado un anfiteatro, un teatro, el campo de Marte, sin que jamás una palabra sonara más alta que otra. Asumía instintivamente las medidas del espacio y de nuestros cerebros. Era la caja de resonancia natural de todos los libros, la encarnación del texto, el libro hecho hombre. Por su voz descubríamos de repente que todo aquello había sido escrito para nosotros. Este descubrimiento intervenía después de una interminable escolaridad en la que la enseñanza de la Literatura nos había mantenido a una distancia respetuosa de los libros. Así pues, ¿qué hacía él que no hubieran hecho otros profesores? Nada. En determinados aspectos, hacía incluso mucho menos. Sólo que, mira, no nos entregaba la literatura en un cuentagotas analítico, nos la servía en dosis generosas... y entendíamos todo lo que nos leía. Lo entendíamos. No había más luminosa explicación del texto que el sonido de su voz cuando anticipaba la intención del autor, revelaba una segunda intención, desvelaba una alusión..., imposibilitaba el contrasentido. Absolutamente inimaginable, después de haberle oído leer La doble inconstancia, seguir desvariando sobre la cursilería y vestir de color' rosa las muñecas humanas de aquel teatro de la disección. La precisión de su voz nos introducía en un laboratorio, la lucidez de su dicción nos invitaba a una vivisección. Y, al mismo tiempo, no exageraba nada en este sentido y no convertía a Marivaux en la antesala de Sade. Daba igual, durante todo el tiempo que duraba su lectura, teníamos la sensación de contemplar la sección de los cerebros de Arlequín y de Silvia, como si nosotros mismos fuéramos los ayudantes de laboratorio de esa experiencia.

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