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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Con ánimo de ofender (37 page)

BOOK: Con ánimo de ofender
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El Semanal, 04 Marzo 2001

Se van a enterar

Ay, qué risa, tía Felisa. Resulta, según los expertos que saben de estas cosas, que a medida que avance el siglo, y hacia el 2050, España se irá convirtiendo en un país con ocho millones y pico de habitantes menos y la población más pureta del mundo: pocos yogurcitos y la tira de vejestorios decrépitos. Para que se hagan una idea: si esto tenía en 1951, cuando yo nací, el triple de habitantes que Marruecos, dentro de otro medio siglo los vecinos de abajo tendrán el 60% más de tropa. Y también un porcentaje similar añadido de ganas de comer caliente. En cuanto al panorama que para esas fechas tendremos aquí arriba, no saben lo que me alegro de no estar para verlo, entre otras cosas porque la sola idea de durar tanto me da una pereza enorme. Además, prefiero hacer mutis a tiempo, ahorrándome las incómodas vivencias que experimentarán los españoles cuando aquí no trabaje ni produzca ni cristo bendito, y no haya quien pague las pensiones, y la sanidad pública se haya convertido en una perfecta casa de lenocinio, y los concursos y programas musicales de la tele estén llenos de abuelos bailando los pajaritos, y los asilos no den abasto, y nueve de cada diez ciudadanos vayan por ahí con la próstata hecha una mierda y la sonda puesta, sin otros temas de conversación en la cola del autobús que el reúma y la artrosis y el Parkinson y el hijoputa de mi hijo, oyes, que hay que ver cómo pasa de mi, el canalla.

Lo malo, como siempre, es que los responsables de todo eso tampoco estarán aquí para que alguien les parta la cara. A unos, a los ciudadanos de a pie, por permitir con nuestro silencio cómplice y nuestros votos mal aprovechados que la improvisación, la imprevisión y la poca vergüenza de gobiernos, patronales y sindicatos desparramen impunemente los polvos que traerán tales lodos. A otros, a los mentados, por ser incapaces de adelantar medidas inteligentes, políticas sociales activas que reduzcan el vía crucis en que se ha convertido la vida profesional-familiar, y den a la gente cuartelillo para el futuro. Porque calculen cuántos hijos van a atreverse a tener quienes viven en la precariedad de contratos basura, rehenes en manos de empresarios cuya impunidad avala el Estado, con bancos sin escrúpulos que chupan hasta la última gota de sangre, con absurdas universidades que vomitan miles de parados sin trabajo estable ni perspectiva de tenerlo, en este país de insolidarios, chapuceros y mangantes donde para recoger tomates hay que contratar a abogados ecuatorianos, para encontrar un fontanero hay que llamar a un ingeniero polaco, y donde todos nos quejamos del desempleo, pero sale una convocatoria de puestos de trabajo para subir ladrillos a una obra y no se presenta nadie, porque las palabras europeo y albañil resulta que ahora son incompatibles, cosa de negros, y de moros; y lo que todos queremos, no te fastidia, es trabajar tres días a la semana, a ser posible tocándonos los huevos como representantes sindicales, y que nos paguen una pasta.

Así que en realidad no me da mucha pena que todo se vaya al carajo, porque nos lo hemos ganado a pulso. Y si nuestros hijos se ciscan en la madre que nos parió cuando se den cuenta del panorama que les dejamos como herencia, que se fastidien o que se espabilen. Y una forma de espabilarse será abrir las puertas de una vez, con criterio pero sin reservas y sin tanto la puntita nada más, a esa inmigración que para entonces ya no sólo será útil, sino imprescindible. A nuestros nietos nos les quedará otra que acoger a todos esos africanos, magrebíes, hispanoamericanos y ucranianos que vendrán en oleadas cada vez mayores a buscarse la vida, dándole marcha de una repajolera vez a este apolillado, reaccionario y miserable lugar. Y se mezclarán con nuestros nietos y nietas, y habrá, como en otros países, policías negros y ejecutivos sudacas y militares moros, y perderemos unas cosas y ganaremos otras, porque así es la vida y la historia de los pueblos. Y España, que pese a lo que sostienen cuatro fanáticos y cuatro tontos del culo fue siempre tierra común y de mestizaje, lo seguirá siendo con mayor intensidad aún. Y tendremos unos nietos cruzados de mandinga y de tuareg que estarán como quesos, y unas biznietas mulatas con ojos eslavos y cuerpazo colombiano que van a hacer que cada vez que un turista inglés vuelva a Manchester le pegue una paliza a su Jennifer, como revancha. Y todos esos Heribertos, Egíbares, Ferrusolas y demás paletos imbéciles que andan obsesionados por la pureza racial de su parroquia y las costumbres ancestrales del pueblo de Astérix y de la fiesta patronal de Villacenutrios del Canto, se van a joder pero bien jodidos, cuando sea un moro maketo de Tánger el que les cambie los dodotis en el asilo, o cuando a su Ainhoa le altere el RH su novio peruano al preñaría, o su Jaume Lluis tenga una nieta que se llame Montserrat Mustafá Ndongo. Vayan y háganles una inmersión lingüística a ésos. A ver si se dejan.

El Semanal, 18 Marzo 2001

La forja de un gudari

Pues la verdad es que no sé de qué carajo se sorprenden. Parece que los haya pillado de sorpresa el hecho de que los gudaris tengan ahora veinte años y sean analfabetos y fanáticos. Parece mentira, dicen. Todos esos jóvenes descarriados y manipulados, etcétera. Los oyes y parece que todo haya sido un descubrimiento reciente, un fenómeno espontáneo del que nadie se hace responsable. Cada vez que veo al lehendakari Ibarretxe llorando en público -el político más valorado del País Vasco, ojo- sobre lo malos que son los malos y cómo se niegan a portarse bien cuando se les piden las cosas por favor, y veo a Anasagasti, que toma distancias desde que a su señora madre quisieron hacerla carbonilla en un autobús, o veo a Arzalluz irritado porque los chicos de la gasolina se han vuelto chicos de la pistola y chicos del mando a distancia y lo están fastidiando más a él y al PNV que a los ocupantes españoles, que es a quienes tendrían que fastidiar -por lo menos-si tuvieran las ideas claras, sigo preguntándome si alguien se siente culpable de algo en este país de caraduras y primaveras en el que tengo la desgracia de vivir. Si alguien conoce el significado de las palabras responsabilidad y remordimiento.

A estas alturas no es ningún secreto que el retrato robot del etarra de nueva generación es el de un individuo muy joven, fanático, educado en el odio y a violencia, de bajísimo nivel cultural e intelecto no demasiado vigoroso. Y cada vez que aparece en la tele una foto, los datos biográficos confirman ese perfil. El detalle en el que nadie entra es que esos jóvenes suelen tener exactamente el mismo número de años que el PNV gobierna en Euskadi con amplísimas atribuciones que han convertido el País Vasco en una de las dos autonomías -la otra es Cataluña- más avanzadas e independientes de Europa. Porque allí no son los malvados españoles centralistas los que forman a la juventud, ni quienes traen el ambiente político adecuado para que estos jóvenes anhelen liberar su patria oprimida. Es el PNV el que lleva dos décadas formando a la juventud como le sale literalmente de los cojones. Los planes de estudio, los libros de texto, el corro de la patata en las ikastolas cantando contra lo español y la chusma inmigrante invasora, funcionan hace mucho, no sólo con impunidad, sino con el aliento de los que controlan Ajuria Enea, y de la numerosa clientela que de la teta nacionalista mama y vive. Y con tales antecedentes, oh prodigio, resulta que ahora se sorprenden, mecachis en la mar, de que esos chicos violentos y fanáticos hagan lo que hacen.

De dónde coño, se preguntan, habrán salido. Pero no se trata de ellos solos. Porque en esta peña de fariseos, los otros, españolistas, o hispanovasquistas, o de izquierdas o de derechas, o como se llamen, parece que acaban de despertarse ayer. Hay que ver qué malos y qué falsos son los del Peneuve, dicen. Cómo han consentido y consienten. Pero ellos también han estado la mayor parte de esos veinte años que tienen Asier, o Edurne, o Mikel, dejando hacer y tocándose los huevos. Sabiendo adónde llevaba todo eso, pero bien calladitos para que no fueran a decir de ellos, por Dios, que entorpecían la libertad o el progreso de los pueblos. O para gobernar. Nadie dijo ni pío cuando aparecieron hace quince o veinte años -el Pesoe gobernaba, por cierto, con los votos del PNV, y viceversa- los primeros libros de texto que hablaban de la opresión hispana y de la diferencia racial, en una España donde gracias a la reforma educativa de Maravall y Solana cada perro se lamió su órgano. Todos se callaron como putas, atentos cada cual a lo suyo, y sólo las han piado cuando los que estudiaron -poco, encima- en aquel ambiente y con aquellos libros de texto han empezado a pegarles, como era de esperar, tiros en la nuca. La derecha, porque no se notase mucho que era derecha; y encima va y se despierta no en la primera, sino en la segunda legislatura, y entonces se le ocurre condecorar a Melitón Manzanas. El Pesoe, ya ven. Y la presunta izquierda -que tiene huevos llamarse izquierda con el payaso Fofó dirigiendo Ezker Batúa-, sin reconocer todavía su gran pecado: el gravísimo error histórico, no asumido oficialmente por nadie, de ser boba compañera de viaje del nacionalismo paleto y excluyente, olvidando el hecho de que la izquierda es solidaria e internacionalista, que nunca ha habido un nacionalismo de izquierdas en la puta vida, y que los caciques de pueblo son siempre aliados objetivos de los curas y de la derecha más reaccionaria y cerril. Y no me vengan ahora con eso de que este Reverte qué anticlerical y qué cabrón es, porque ya me sé la copla. Acuérdense de monseñor Setién y del obispo de Solsona. Y cito otra vez, por si se les olvidó, aquello del cura en el púlpito, no recuerdo ahora si mencionado por Unamuno o por Baroja: "No habléis español, que es la lengua de los liberales y del demonio". Así que guárdense las demagogias. Aquí la culpa la tenemos todos. Y en especial los golfos, los cobardes y los imbéciles.

El Semanal, 01 Abril 2001

El comandante Labajos

El otro día encontré su nombre por casualidad, en un reportaje sobre el intento de volar el parador nacional de El Aaiún, en 1975, cuando los marroquíes entraron en el Sáhara. A un militar español se le fue la olla y quiso cepillarse al estado mayor del general Dlimi -un importante hijo de puta, dicho sea de paso-, y otro militar español, un comandante de la Territorial, fue al parador, desmontó la bomba y le dijo al dinamitero que como volviera a jugar a terroristas le daba de hostias. Ese comandante de la Territorial se llamaba Fernando Labajos, había pasado la vida en África con la Legión y con tropas indígenas, y era duro de verdad. Flaco, moreno, la cara llena de cicatrices y mostacho negro. No de esos duros de discoteca que van por ahí marcando cuero y posturitas, sino duro de cojones. Además era mi amigo. Lo era tanto que cuando escribí aquella gamberrada histórica titulada La sombra del águila, lo reencarné en el concienzudo capitán García, del 326 de Línea. Y le dediqué el librito, a él y a un saharaui que estuvo bajo sus órdenes antes de unirse al Polisario y morir peleando en Uad Ashram: el cabo Relali uld Marahbi. Ahora también Fernando Labajos está muerto. Y aunque tenía los tres huevos fritos de coronel en la bocamanga cuando dejó de fumar, yo siempre me refiero a él como el comandante Labajos. Así lo conocí, y así lo recuerdo.

Hay cosas de mi larga relación sahariana con el comandante Labajos que no contaré nunca, ni siquiera ahora que a él ya le da lo mismo. Resumiré diciendo que era de esos tipos testarudos y valientes que lo mismo aparecen en los libros de Historia con monumentos en la plaza de su pueblo, que se enfrentan a un consejo de guerra, se comen una cadena perpetua o son fusilados en los fosos de un castillo. También tenía sus lados oscuros, como todo el mundo. Y el hígado hecho polvo, porque era capaz de echarse al cuerpo cualquier matarratas. Muchos de sus subordinados no lo querían, pero todos lo respetaban. Yo lo quería y lo respetaba, entre otras cosas porque me cobijó en su cuartel cuando llegué al Sáhara de corresponsal con veintitrés años y cara de crío, porque me hizo favores que le devolví cuando se jugó la piel y la carrera, y sobre todo porque una noche que los marroquíes atacaron Tah, en la frontera norte, y el general gobernador prohibió ir en socorro de los doce territoriales nativos de la guarnición para no irritar a Rabat -ya saben: esa digna firmeza española de toda la vida-, Fernando Labajos desobedeció las órdenes y organizó un contraataque. Para que quedase constancia de sus motivos si algo salía mal, me llevó con él en su Land Rover, a modo de testigo; y nunca olvidé aquellos setenta y cinco kilómetros rodando de noche hacia la frontera, los territoriales españoles y nativos embozados en sus turbantes en los coches, entre nubes de polvo, con el general histérico por la radio ordenando que la columna se volviese y Fernando Labajos respondiendo sólo con lacónicos «sin novedad», hasta que se hartó y apagó la puta radio, y a la vuelta no lo encerraron para toda la vida en un castillo de puro milagro, o tal vez porque había un periodista de testigo.

Ya he dicho que está muerto. De coronel, pues no quisieron ascenderlo a general. Muerto como lo está el cabo Belali, que aquella noche era uno de los doce nativos cercados en Tah. Como lo están el teniente coronel López Huerta, el teniente de nómadas Rex Regúlez y algunos otros que marcaron mi juventud y mis recuerdos. Muertos como el joven y apuesto Sergio Zamorano, el reportero Miguel Gil Moreno, el guerrillero Kibreab, el croata Grúber y algunos más -parece mentira la de amigos que llevo enterrados ya-. Qué cosas. Uno lleva todo eso consigo sin elegir llevarlo. Simplemente porque forma parte de su vida; y a veces se encuentra, sin proponérselo, dialogando con sus fantasmas ante una foto, una botella de algo, un recuerdo inesperado. Nostalgia, supongo. A fin de cuentas, somos lo que recordamos. Siempre hay uno que sobrevive para contarlo, decía el torero Luis Miguel Dominguín. Y un día, callado o ante otros, recuerdas. Lo cierto es que, aunque han transcurrido por lo menos quince años, el comandante Labajos es una de esas sombras más queridas. No sé si en los cuatrocientos cuatro artículos que llevo tecleados en esta página lo mencioné alguna vez. Pero al ver su nombre en el periódico, con la firma de otro, me he sentido extraño. Incómodo. Como si alguien hurgara en algo que me pertenece.

La última vez que lo vi acababa de casarse su hija. Él era el padrino. La boda era en Málaga, y yo fui a verlo al banquete de boda. Estaba con uniforme de gala y todas sus medallas, dejó plantados a los novios y los invitados y nos fuimos al bar a emborracharnos, hasta que vinieron a buscarlo. Ya les he dicho antes que era mi amigo.

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