, Necesitaban encontrar a otros que también creyeran que él había resucitado, que también hubieran visto u oído que él estaba vivo. Necesitaban escuchar sus historias, cada una diferente de las otras, y descubrir las muchas maneras en que Jesús y su Espíritu actúan en los suyos.
¡Es tan fácil reducir a Jesús a
nuestro
Jesús, a
nuestra
experiencia de su amor, a
nuestra
forma de conocerlo…! Pero Jesús nos dejó para enviarnos su Espíritu, y éste sopla donde quiere. La comunidad de fe es el lugar en el que se cuentan muchas historias sobre el camino de Jesús. Unas historias que pueden ser muy diferentes unas de otras, que pueden incluso parecer contradictorias; pero si no dejamos de escuchar atentamente al Espíritu —que se manifiesta a través de muchas personas, tanto con la palabra como con el silencio, tanto mediante la confrontación como por medio de la invitación, tanto en la delicadeza como en la firmeza, tanto con lágrimas como con sonrisas…—, poco a poco podremos discernir que formamos una unidad, un solo cuerpo unido por el Espíritu de Jesús.
En la Eucaristía se nos pide que abandonemos la mesa y que vayamos con nuestros amigos a descubrir juntos que Jesús está realmente vivo y nos llama a todos a formar un nuevo pueblo: el pueblo de la resurrección.
Aquí concluye la historia de Cleofás y su amigo. Concluye cuando ambos cuentan su historia a los once y a los demás compañeros. Pero la misión no concluye ahí, sino que apenas acaba de empezar. La narración de la historia de lo acaecido en el camino y en torno a la mesa es el comienzo de una vida de misión que habrá de prolongarse durante todos los días de nuestra vida, hasta que le veamos a él cara a cara.
Formar una comunidad con la familia y con los amigos, construir un cuerpo de amor, formar el nuevo pueblo de la resurrección…: todo eso no es únicamente para vivir protegidos de las fuerzas del mal que dominan nuestro mundo, sino más bien para permitimos proclamar a todos, viejos y jóvenes, blancos y negros, pobres y ricos, que la muerte no tiene la última palabra, que la esperanza es real y que Dios está vivo.
La Eucaristía es siempre una misión. La Eucaristía, que nos ha liberado de nuestra paralizadora sensación de pérdida y nos ha revelado que el Espíritu de Jesús habita en nosotros, nos faculta para salir al mundo y llevar la buena noticia a los pobres, devolver la vista a los ciegos y la libertad a los cautivos, y proclamar que Dios ha mostrado nuevamente su parcialidad en favor de todos. Pero no se nos envía solos; se nos envía con nuestros hermanos y hermanas, que también saben que Jesús habita en ellos.
La dinámica que brota de la Eucaristía es la que va de la comunión a la comunidad, y de ésta al ministerio. Nuestra experiencia de comunión nos envía primero a nuestros hermanos y hermanas para compartir con ellos nuestras historias y construir con ellos un cuerpo de amor. Luego, como comunidad, podemos salir en todas las direcciones y llegar a toda la gente.
Soy plenamente consciente de mi tendencia a pasar de la comunión al ministerio sin formar comunidad. Mi individualismo y mi ansia de éxito personal me tientan, una y otra vez, a hacerlo solo y a reclamar para mí la tarea del ministerio en exclusiva. Pero ni siquiera Jesús practica en soledad su ministerio apostólico y su actividad taumatúrgica. El evangelista Lucas nos cuenta cómo pasaba la noche en comunión con Dios, la mañana formando comunidad con los doce apóstoles, y la tarde saliendo con ellos a predicar a la gente. Jesús nos llama a seguir la misma secuencia: de la comunión a la comunidad, y de ésta al ministerio. Él no quiere que vayamos solos. Nos envía juntos, de dos en dos, nunca en solitario, para que seamos testigos como personas que pertenecen a un cuerpo de fe. Se nos envía a enseñar, a curar, a animar y a dar esperanza al mundo, no como el ejercicio de una habilidad excepcional por nuestra parte, sino como la expresión de nuestra fe en que todo cuanto tenemos que dar proviene del que nos ha reunido.
La vida vivida eucarísticamente es siempre una vida de misión. Vivimos en un mundo que llora constantemente sus pérdidas. Las guerras inmisericordes, que destruyen a las personas y sus países; el hambre y la inanición, que diezman poblaciones enteras; el crimen y la violencia, que tienen aterrorizados a millones de hombres, mujeres y niños; el cáncer, el sida, el cólera, la malaria y otras muchas enfermedades que devastan los cuerpos de innumerables personas; los terremotos, las inundaciones y los accidentes de tráfico…: todo ello constituye la historia de la vida cotidiana que llena las páginas de los periódicos y las pantallas de televisión. Es un mundo de interminables pérdidas, y son muchos, por no decir la mayoría, los seres humanos que caminan por la superficie de este planeta con los rostros abatidos y que, de una u otra manera, se dicen unos a otros: «Nosotros esperábamos que…, pero hemos perdido la esperanza».
Este es el mundo al que somos enviados a vivir eucarísticamente, es decir, con el corazón en ascuas y con los ojos y los oídos abiertos. Por supuesto que parece una tarea imposible: ¿qué puede hacer ese pequeño grupo de personas que se encontraron con él en el camino, en el jardín o a la orilla del lago, en tan sombrío y violento mundo? El misterio del amor de Dios consiste en que nuestros corazones encendidos y nuestros ojos y oídos receptivos sean capaces de descubrir que Aquel con quien nos encontramos en la intimidad de nuestros hogares se nos sigue revelando en los pobres, los enfermos, los hambrientos, los prisioneros, los refugiados… y todas las personas que viven atemorizadas.
La misión, pues, no consiste únicamente en ir y hablar a los demás acerca del Señor resucitado, sino también en recibir ese mismo testimonio de aquellos a quienes hemos sido enviados. Muchas veces pensamos en la misión exclusivamente en términos de «dar»; pero la verdadera misión es también «recibir». Si es verdad que el Espíritu de Jesús sopla donde quiere, entonces no hay nadie que no pueda transmitir ese Espíritu. A la larga, la misión sólo es posible cuando consiste tanto en recibir como en dar, tanto en ser cuidado como en cuidar… Hemos sido enviados a los enfermos, a los moribundos, a los minusválidos, a los prisioneros y a los refugiados para llevarles la buena noticia de la resurrección del Señor; pero no tardaremos en agotarnos si no somos capaces de recibir el Espíritu del Señor de aquellos a los que hemos sido enviados.
Ese Espíritu, el Espíritu de amor, se oculta en la pobreza, la angustia y el dolor de todos ellos. Por eso dice Jesús: «Bienaventurados los pobres, los perseguidos y los que lloran». Cada vez que nos acercamos a ellos, ellos, en compensación —consciente o inconscientemente—, nos bendicen con el Espíritu de Jesús y, de ese modo, se convierten en nuestros ministros. Sin esta reciprocidad de dar y recibir, la misión y el ministerio fácilmente acaban resultando manipuladores o violentos. Cuando es uno solo el que da, y uno solo el que recibe, aquél no tarda en convertirse en opresor, y éste en víctima. Pero cuando el que da recibe, y el que recibe da, el círculo de amor, que comenzó en la comunidad de los discípulos, puede llegar a ser tan grande como el mundo.
Pertenece a la esencia misma de la vida eucarística hacer crecer este círculo de amor. Una vez que hemos entrado en comunión con Jesús y hemos creado una comunidad con quienes saben que él está vivo, podemos ir y unirnos a los numerosos viajeros solitarios y ayudarles a descubrir que también ellos están llamados a compartir el regalo del amor. Ya no tememos su tristeza y su dolor, sino que podemos preguntarles simplemente: «¿De qué ibais conversando por el camino?» Y escucharemos historias de inmensa soledad, de miedo, de rechazo, de abandono y de tristeza. Debemos escuchar, y a menudo tendremos que hacerlo extensamente; pero también se nos presentarán oportunidades para decir con palabras o con un simple gesto: «¿No sabes que eso de lo que te quejas puedes vivirlo como un camino hacia algo nuevo? Tal vez te sea imposible evitar lo que te ha sucedido, pero eres libre para elegir el modo de vivirlo».
No todos nos escucharán, y sólo unos pocos nos invitarán a entrar en sus vidas y a unirnos a ellos en torno a su mesa. Y sólo muy raramente podremos ofrecer el pan que da la vida y sanar verdaderamente un corazón roto. El mismo Jesús no sanó a todo el mundo ni cambió la vida de todos cuantos se acercaron a él. Son muchas las personas que, sencillamente, no creen que sean posibles los cambios radicales, ni pueden confiar en el primer desconocido que se cruza en su vida. Pero siempre que se produzca un verdadero encuentro que lleve de la desesperación a la esperanza, y de la amargura al agradecimiento, veremos cómo se desvanece una parte de la oscuridad y cómo la vida, una vez más, se abre paso a través de las fronteras de la muerte.
Esta ha sido y sigue siendo la experiencia de quienes viven una vida eucarística y consideran que su misión consiste en desafiar constantemente a sus compañeros de camino a elegir el agradecimiento en lugar del resentimiento, y la esperanza en lugar de la desesperación.
Y las pocas veces que este desafío es aceptado son suficientes para que la vida merezca ser vivida. Ver cómo una sonrisa se abre paso a través de las lágrimas es asistir a un milagro: el milagro de la alegría.
Estadísticamente, nada de esto es demasiado significativo. Quienes preguntan: «¿En cuántas personas has influido? ¿Cuántas conversiones has logrado? ¿Cuántas enfermedades has sanado? ¿Cuánta alegría has repartido?…», siempre recibirán respuestas un tanto decepcionantes. El propio Jesús y sus discípulos no tuvieron demasiado éxito. El mundo sigue siendo un lugar sombrío, lleno de violencia, corrupción, opresión y explotación, y probablemente siempre será así. La cuestión no es: «¿Cuánto y en cuánto tiempo?», sino «¿Dónde y cuándo?» ¿Dónde se está celebrando la Eucaristía?; ¿dónde están las personas que se reúnen en torno a la mesa y parten juntas el pan, y cuándo sucede eso? El mundo está sometido al poder del mal. El mundo no es, no ha sido ni será nunca capaz de reconocer la luz que brilla en la oscuridad. Pero sí hay personas que, en medio de este mundo, viven sabiendo que él está vivo y habita dentro de nosotros, que ha superado el poder de la muerte y nos ha abierto el camino hacia la gloria.
¿Hay personas que, en memoria de él, se reúnen en torno a la mesa y hacen lo que él hizo? ¿Hay personas que siguen contándose unas a otras sus historias de esperanza y salen juntas a ayudar a sus semejantes, sin la pretensión de resolver todos los problemas, sino para llevar una sonrisa a un moribundo y un poco de esperanza a un niño abandonado?
Por muy pequeña, poco espectacular y oculta que pueda parecer esta vida eucarística, es como la levadura, como la semilla de mostaza, como la sonrisa en el rostro de un niño. Es precisamente eso lo que mantiene vivas la fe, la esperanza y el amor en un mundo que se halla constantemente al borde de la autodestrucción.
La Eucaristía se celebra a veces con gran ceremonial, en espléndidas catedrales y basílicas. Pero lo más normal es que sea un «pequeño» acontecimiento del que muy pocas personas tienen noticia. Se celebra en una sala de estar, en la celda de una cárcel, en un ático…, fuera del ámbito de las grandes corrientes que mueven el mundo. Se celebra en secreto, sin lujosas vestiduras, sin velas y sin incienso. Se celebra con tal sencillez que los que no asisten ni siquiera saben que está celebrándose. Pero, grande o pequeña, festiva o recóndita, es el mismo acontecimiento, que revela que la vida es más fuerte que la muerte, y el amor más consistente que el miedo.
La palabra «Eucaristía» significa, literalmente, «acción de gracias». Una vida eucarística ha de ser vivida con agradecimiento. La historia de los dos amigos que iban a Emaús, que es también nuestra propia historia, nos ha mostrado que el agradecimiento no es una actitud obvia ante la vida. El agradecimiento necesita ser descubierto y vivido con gran finura interior. Nuestras pérdidas, nuestras experiencias de rechazo y abandono y nuestros muchos momentos de desilusión no dejan de arrastrarnos a la ira, la amargura y el resentimiento. Cuando nos limitamos a dejar que sean los «hechos» los que hablen, siempre habrá suficientes hechos para convencernos de que la vida, en definitiva, conduce a la nada, y que toda pretensión de eludir ese destino no es más que un signo de profunda ingenuidad.
Jesús nos dio la Eucaristía para que pudiéramos optar por el agradecimiento. Es ésta una opción que nosotros mismos tenemos que tomar y que nadie puede tomar por nosotros.
Pero la Eucaristía nos incita a clamar a Dios en demanda de misericordia, a escuchar las palabras de Jesús, a invitarle a nuestra casa, a entrar en comunión con él y a proclamar al mundo la buena noticia; la Eucaristía nos permite liberarnos gradualmente de nuestros muchos resentimientos y optar por ser agradecidos. La celebración eucarística no deja de invitarnos a tener esa actitud. En nuestra vida diaria tenemos incontables oportunidades de mostrarnos agradecidos, en lugar de resentidos, aunque al principio podamos no reconocer tales oportunidades. Muchas veces, antes de comprender algo en su justa medida, ya hemos dicho: «Es demasiado para mí… No tengo más remedio que enfadarme y manifestar mi enojo. La vida no es justa, y yo no puedo actuar como si lo fuera». Sin embargo, siempre está ahí esa voz que, una y otra vez, sugiere que estamos cegados por nuestra propia comprensión de las cosas y que, de ese modo, nos arrastramos unos a otros al abismo. Es la voz que nos llama «torpes», la voz que nos pide que miremos nuestra vida de un modo totalmente nuevo: no desde abajo, donde sólo nos fijamos en nuestras pérdidas, sino desde arriba, donde Dios nos ofrece su gloria.
En último término, la Eucaristía —acción de gracias— viene de arriba. Es un regalo que no podemos fabricar nosotros mismos, sino que tenemos que recibirlo. Un regalo que se nos ofrece libremente y que pide ser libremente recibido. ¡Ahí es donde está la elección!
Podemos elegir dejar al desconocido que prosiga su viaje y siga siendo un extraño. Pero también podemos invitarlo a nuestra intimidad, dejarle que toque cada partícula de nuestro ser y transforme nuestros resentimientos en agradecimiento. No tenemos por qué hacerlo. De hecho, la mayoría de la gente no lo hace. Pero siempre que lo hacemos, todas las cosas, incluidas las más triviales, se hacen nuevas. Nuestras pequeñas vidas se hacen grandes, y ello forma parte del misterioso trabajo de salvación de Dios. Una vez que tal cosa sucede, nada será ya accidental, casual o fútil. Incluso el más insignificante acontecimiento habla el lenguaje de la fe, de la esperanza y, sobre todo, del amor. Tal es la vida eucarística, la vida en la que cualquier cosa que hagamos es una manera de decir: «Gracias» a aquel que se unió a nosotros en el camino.