Congo (24 page)

Read Congo Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

BOOK: Congo
4.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

El hipopótamo sigue siendo un animal poco comprendido. El «caballo de río» de Herodoto es el animal africano más grande después del elefante, pero su hábito de permanecer en el agua asomando apenas los ojos y la nariz ha hecho de él un animal de difícil estudio. Los hipopótamos están organizados alrededor de un macho. Un macho maduro tiene un harén de varias hembras y su prole, formando un grupo de ocho a catorce especímenes en total.

A pesar de su aspecto un tanto gracioso, los hipopótamos son capaces de una violencia inusual. El hipopótamo macho es una criatura formidable, de cuatro metros y medio de largo y un peso de casi cinco mil kilos. Al atacar se mueve a una velocidad extraordinaria para su tamaño; los costados de sus cuatro colmillos, gruesos y romos, son afilados como navajas. Al atacar, el hipopótamo no muerde sino que literalmente «acuchilla» a su víctima moviendo su cavernosa boca hacia uno y otro lado. A diferencia de otros animales, una pelea entre machos termina con la muerte de uno de ellos como resultado de las heridas recibidas. No hay nada simbólico en una pelea de hipopótamos.

También es un animal peligroso para el hombre. En los ríos, donde se los encuentra en manadas, la mitad de las muertes de los nativos se atribuye a los hipopótamos; el resto a los elefantes y felinos depredadores. El hipopótamo es vegetariano; de noche los animales van a tierra, donde comen enormes cantidades de hierba. Un hipopótamo fuera del agua es especialmente peligroso: si alguien se encuentra con uno en tierra y no tiene tiempo de refugiarse en lo alto de un árbol, lo más probable es que acabe muerto.

El hipopótamo es esencial para la ecología de los ríos africanos. Su materia fecal, producida en cantidades prodigiosas, fertiliza la vegetación acuática, que a su vez permite que vivan los peces y otras criaturas. Sin el hipopótamo, los ríos de África serían estériles; allí donde estos animales han sido ahuyentados, los ríos han muerto.

Pero ésta no es toda la información que se tiene acerca del hipopótamo; se sabe también que es ferozmente territorial. Sin excepción, el macho defiende su río contra cualquier clase de intrusos, sean éstos otros hipopótamos, cocodrilos o lanchas. Y las personas que van en las lanchas.

DÍA 7
MUKENKO

19 de junio de 1979

1
Kiboko

Munro tenía un doble propósito al decidir que siguiesen viaje por la noche. Primero, esperaba ganar un tiempo precioso, pues las proyecciones de la computadora suponían que descansarían todas las noches. Pero avanzar por el río no representaba ningún esfuerzo; la mayoría podía dormir y para el amanecer habrían recorrido ochenta u ochenta y cinco kilómetros.

Pero lo más importante era que Munro esperaba eludir los hipopótamos del Ragora, que podían destruir fácilmente sus endebles lanchas neumáticas. Durante el día, los hipopótamos se encontraban en charcos junto a la orilla del río, y seguramente los machos atacarían cualquier embarcación que pasara. Por la noche, cuando los animales merodeaban en tierra, la expedición podía deslizarse río abajo sin mayores dificultades y evitar por completo una confrontación.

Era un plan inteligente, pero se complicó por una razón inesperada: su progreso en el Ragora resultó demasiado rápido. Eran sólo las nueve de la noche cuando llegaron a las primeras áreas de hipopótamos, demasiado temprano para que los animales estuvieran comiendo. Los hipopótamos atacarían las lanchas, y lo harían en plena oscuridad.

El río formaba una serie de curvas. En cada recodo las aguas eran mansas, y Kahega indicó que ésa era precisamente la clase de agua que gustaba a los hipopótamos. Y señaló la hierba de las orillas, tan corta como si la hubieran igualado con una cortadora de césped.

—Pronto, ahora —dijo Kahega.

Oyeron unos gruñidos bajos. Sonaban como un viejo que trata de aclararse la garganta. Munro se puso tenso. Dejaron atrás otra curva, llevados dulcemente por la corriente. Las dos lanchas estaban separadas por unos diez metros. Munro tenía el fusil preparado.

Volvió a oírse el mismo ruido, pero esta vez a coro.

Kahega metió el remo en el agua. Tocó fondo en seguida. Lo sacó; sólo un metro estaba mojado.

—No es honda —dijo, meneando la cabeza.

—¿Eso es malo? —preguntó Ross.

—Sí, creo que es malo.

Llegaron a la otra curva y Elliot vio una media docena de piedras negras parcialmente sumergidas cerca de la costa, brillando en la oscuridad. De pronto una de las «piedras» emergió del agua poco profunda y Elliot vio entonces el cuerpo de una criatura enorme e incluso alcanzó a observar sus patas rechonchas. El hipopótamo avanzó hacia la lancha de Munro.

Munro disparó una bengala de magnesio mientras el animal cargaba. Bajo la luz blanca, Elliot vio una boca gigantesca y cuatro dientes enormes, brillantes y romos. De pronto el hipopótamo fue rodeado por una nube de gas amarillo pálido. El gas flotó; a todos empezaron a escocerles los ojos.

—Está usando gas lacrimógeno —dijo Ross.

La lancha de Munro siguió adelante. Con un rugido de dolor el hipopótamo se sumergió en el agua y desapareció. En la segunda lancha, todos lagrimeaban, pero seguían prestando atención a la curva que se aproximaba para ver si el hipopótamo aparecía de nuevo. Arriba, la luz de magnesio chisporroteaba y alargaba las sombras que flotaban en el río.

—Quizás haya abandonado —dijo Elliot. El hipopótamo no se veía por ninguna parte. Siguieron avanzando en silencio.

Y de repente la proa de la lancha se elevó, el hipopótamo rugió y Ross lanzó un alarido. Kahega se tambaleó. La lancha golpeó el agua con enorme estrépito, levantando un torrente a ambos lados. Elliot se puso de pie con dificultad para ver cómo estaba Amy y vio la caverna de una enorme boca rosada de la que emanaba un aliento caliente. La boca se cerró sobre un costado de la embarcación produciendo un corte por el que empezó a salir el aire con un silbido.

La boca volvió a abrirse y el hipopótamo gruñó, pero Kahega ya estaba de pie y disparó una hedionda nube de gas. El animal retrocedió y cayó hacia atrás, sacudiendo la lancha e impulsándola hacia delante, río abajo. Todo el lado derecho de la Zodiac se estaba desintegrando rápidamente a medida que el aire se escapaba por las enormes brechas abiertas en la goma. Elliot intentó taparlas con las manos, pero el siseo continuaba igual. Se hundirían en un minuto.

Detrás de ellos, el gran hipopótamo se acercaba velozmente dejando una estela en las aguas someras mientras bramaba furioso.

—¡Quietos, quietos! —gritó Kahega, y volvió a disparar. El hipopótamo desapareció tras una nube de gas, y la lancha llegó a otra curva. Cuando el gas se disipó el animal ya no estaba. La luz de magnesio chisporroteó sobre el agua; luego, volvieron a sumirse en la oscuridad. Elliot agarró a Amy cuando la lancha ya se hundía, y cayeron al agua.

Lograron arrastrar la Zodiac hasta la orilla. Munro se acercó en la otra embarcación, inspeccionó los daños, y anunció que inflaría otra lancha y continuarían el viaje. Ordenó descanso, y todos permanecieron en la orilla del río, ahuyentando los mosquitos.

El descanso se vio interrumpido por el aullido de proyectiles disparados desde tierra y que al estallar iluminaban el cielo sobre sus cabezas. Con cada estallido, la orilla del río se encendía de rojo brillante, proyectando largas sombras, y luego volvía a su negra oscuridad.

—Los hombres de Muguru disparan desde tierra —dijo Munro, buscando sus prismáticos.

—¿Contra qué? —preguntó Elliot, oteando el cielo.

—No tengo ni idea —respondió Munro.

Amy tocó el brazo de Munro y expresó:
«Pájaro llegar».
Sin embargo, no oyeron ningún ruido de aviones. Nada, excepto los misiles que estallaban en el cielo.

—¿Cree que ella oiría algo? —preguntó Munro a Elliot.

—Tiene un oído muy agudo.

Entonces oyeron el zumbido de un avión que se acercaba desde el sur. De pronto, lo vieron; daba vueltas para eludir las brillantes explosiones rojoamarillentas que estallaban a la luz de la luna y se reflejaba en el cuerpo metálico del fuselaje.

—Esos pobres hijos de puta tratan de ganar tiempo —dijo observando el avión con los prismáticos—. Es un C-130, con insignia de Japón en la cola. Un avión de aprovisionamiento para el campamento base del consorcio, si es que logra llegar.

Mientras observaban, el avión iba zigzagueando en medio de las explosiones.

—La tripulación debe de estar aterrorizada —dijo Munro—. Seguro que no se esperaban esto.

Elliot sintió pena por aquellos hombres. Los imaginó mirando por las ventanillas mientras los misiles estallaban iluminando el interior del avión. ¿Hablarían en japonés? ¿Estarían deseando no haber hecho ese viaje?

Un momento después, el avión se dirigió hacia el norte, desapareciendo de la vista, perseguido por un misil que formó una estela roja; demasiado tarde, pues ya estaba más allá de los árboles de la jungla.

—Tal vez haya logrado pasar —dijo Munro, poniéndose de pie—. Es mejor que sigamos viaje. —Ordenó a Kahega, en swahili, que volvieran al río.

2
Mukenko

Elliot estaba temblando de frío. Se subió la cremallera de la cazadora y se dispuso a esperar que cesara de granizar. Estaban agazapados debajo de un grupo de árboles a dos mil quinientos metros de altura en las laderas del monte Mukenko. Eran las diez de la mañana, y la temperatura era de tres grados. Cinco horas antes habían dejado atrás el río iniciando el ascenso en medio de una jungla hirviente a una temperatura de cuarenta grados.

A su lado, Amy observaba las piedras blancas, del tamaño de una pelota de golf, que rebotaban sobre la hierba y castigaban las ramas de los árboles sobre sus cabezas. Nunca había visto granizo.

«¿Qué nombre?»
, preguntó por señas.

—Granizo.

«Peter hacer parar».

—Ojalá pudiera, Amy.

Ella contempló las piedras un momento más, luego indicó:

«Amy querer irse a casa».

Había empezado a hablar de volver a casa desde la noche anterior. Aunque los efectos del Thoralen ya habían pasado, seguía deprimida y callada. Para alegrarla, Elliot le había ofrecido comida. Ella dio a entender que quería leche. Cuando Elliot le dijo que no tenían (algo que Amy sabía perfectamente bien), ella expresó que quería un plátano. Kahega había traído de la jungla plátanos pequeños y algo ácidos. Amy los había comido sin objeciones, pero ahora los arrojó al agua desdeñosamente, expresando que quería «plátanos de verdad».

Cuando Elliot le dijo que no tenían plátanos de verdad, ella insistió:

«Amy querer irse a casa».

—No podemos ir a casa ahora, Amy.

«Amy buen gorila Peter llevar Amy a casa».

Ella lo conocía como al que controlaba todo, el árbitro definitivo de su vida diaria en el ambiente experimental del Proyecto Amy. A Elliot no se le ocurría cómo explicarle que él ya no controlaba nada, y que tampoco la castigaba al retenerla allí.

En realidad, todos estaban desalentados. Cada uno de los integrantes de la expedición había esperado con ansia el momento de escapar del calor opresivo de la jungla, y ahora que estaban escalando el Mukenko, su entusiasmo iba desapareciendo rápidamente.

—Por Dios —suspiró Ross—. De los hipopótamos al granizo.

Como si hubiera oído, el granizo cesó.

—Muy bien —dijo Munro—. Sigamos.

El monte Mukenko no fue escalado hasta 1933. En 1908, un grupo alemán bajo la dirección de Von Ranke se encontró con tormentas y se vio obligado a descender. Un equipo belga llegó a los tres mil metros en 1913 pero no pudo encontrar una ruta hasta la cima. Otro equipo alemán se vio obligado a abandonar en 1919, cuando dos de sus integrantes murieron como resultado de sendas caídas. Lograron llegar a los tres mil quinientos metros. Sin embargo, el Mukenko estaba considerado bastante fácil de escalar; la mayoría de los alpinistas no lo consideraban un ascenso técnico, y lo realizaban en apenas un día. Después de 1943 se encontró una nueva ruta por el sureste, frustrante por lo lenta, pero carente de peligros, y ésa era la ruta que por lo general se seguía.

Más allá de los dos mil setecientos metros, el bosque de pinos desapareció y cruzaron extensiones de hierba rala envueltas en una bruma helada; el aire era más ligero, y con frecuencia debían detenerse a descansar. Munro no tenía paciencia con las quejas de las personas a su cargo.

—¿Qué esperaban? —decía—. Es una montaña. Las montañas son altas.

Se mostraba especialmente despiadado con Ross, que al parecer era quien se fatigaba con mayor facilidad.

—¿Y su línea de tiempo? —le preguntaba—. Ni siquiera hemos llegado a la parte difícil. No es interesante hasta superar los tres mil metros. Si descansamos ahora no llegaremos a la cima antes de la caída del sol, y eso quiere decir que perderemos un día entero.

—No me importa —dijo Ross finalmente, cayéndose al suelo y respirando con dificultad.

—Típico de una mujer —dijo desdeñosamente Munro, y sonrió cuando Ross lo fulminó con la mirada. Munro los humillaba, los regañaba, los alentaba y de alguna manera, lograba que siguieran adelante.

Después de los tres mil metros la hierba desapareció y el suelo sólo estaba cubierto de musgo. Encontraron las solitarias y peculiares lobelias, de hojas gordas, que emergían de repente de la fría bruma gris. No había vegetación entre los tres mil metros y la cima, y era por eso que Munro los acuciaba. No quería correr el riesgo de que los sorprendiera una tormenta en las estériles laderas superiores.

El sol apareció a los tres mil trescientos metros, y se detuvieron para situar en posición el segundo de los láseres direccionables para el sistema de STRT. Ross ya había situado el primero esa misma mañana, varios kilómetros al sur, y hacerlo le había llevado treinta minutos.

El segundo láser era más crítico, pues había que combinarlo con el primero. A pesar de la obstrucción electrónica, el equipo transmisor debía ser conectado con Houston para que el pequeño láser —del tamaño de la goma de un lápiz, montado en un diminuto trípode de acero— pudiera ser apuntado con exactitud. Los dos láseres sobre el volcán fueron dirigidos de manera tal que sus rayos se cruzaran a muchos kilómetros de distancia, sobre la jungla. Y si los cálculos de Ross eran correctos, el punto de intersección estaba directamente encima de la ciudad de Zinj.

Elliot preguntó si involuntariamente no estarían ayudando al consorcio, pero Ross dijo que no.

Other books

Always and Forever by Beverly Jenkins
Prosperity Drive by Mary Morrissy
The Rosary Girls by Richard Montanari
Dustin's Gamble by Ranger, J. J.
The Apple Tree by Daphne Du Maurier
A Bona Fide Gold Digger by Allison Hobbs
The Loner by Genell Dellin