Conspiración Maine (24 page)

Read Conspiración Maine Online

Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: Conspiración Maine
12.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

Washington, 21 de Febrero.

El reloj de la iglesia presbiteriana repicó en medio de la noche. Roosevelt dejó caer sus anteojos y contempló al resto de personas reunidas en la habitación. Aquel encuentro rozaba la imprudencia, pero no podía posponerlo por más tiempo. Los hombres más poderosos de Norteamérica estaban en aquella pequeña sala de hotel. Edward Atkins, uno de los propietarios de plantaciones de azúcar más importantes del mundo. El secretario de Estado Richard Olney y el todopoderoso señor Havemeyer, propietario de grandes plantaciones en Cuba. También estaba aquella noche el dueño del
Journal
, William R. Hearst.

—Señores, esta reunión es muy peligrosa, pero los acontecimientos nos obligan a vernos de nuevo —explicó Roosevelt. Miró las caras de todos, su disgusto podía observarse en su gesto serio.

Todos asintieron con sus cabezas. Aquellos hombres de negocios no estaban acostumbrados a reunirse clandestinamente a altas horas de la noche, pero aquella ocasión era especial.

—Todo se ha precipitado. Queríamos apretar las tuercas a los españoles pero puede que el asunto se nos escape de las manos —comentó Roosevelt—. Lo que está claro es que ya no hay marcha atrás. Hay que prepararse para la guerra.

—Pero el presidente no parece muy resuelto a lanzarse a una guerra —dijo sonriente Hearst. Sus dientes brillaron como perlas, hasta convertir su expresión en mueca.

—La Comisión de Investigación de la Marina está a punto de llegar a La Habana, pero sólo cabe un dictamen: lo hicieron los españoles. ¿No es cierto, caballeros?

Hearst se movía inquieto en su silla, era consciente del gran poder que le daban sus periódicos, pero por primera vez se movilizaba a la opinión pública para estar en contra de un presidente de los Estados Unidos.

—Mis periódicos harán todo lo posible para que se haga justicia. Esos malditos españoles han provocado todo esto. Hace años que venimos ofreciéndoles dinero para que se olviden de sus aires de grandeza. Si ellos hubiesen cedido, el
Maine
nunca hubiera atracado en La Habana.

—Muchas gracias señor Hearst, nadie duda de su patriotismo. Y todo esto es cuestión de patriotismo. Aquellos chicos, aunque fuesen negros —comentó Roosevelt con cierta ironía— eran nuestros chicos.

—Por lo menos los oficiales no sufrieron daño. Al parecer se encontraban en un baile —informó Hearst.

—Un baile sabiamente organizado por nuestro cónsul Lee —comentó Atkins, mientras fruncía el ceño.

—Lee siempre tan oportuno —añadió Roosevelt.

—Nuestras importaciones de azúcar han bajado notablemente desde que los revolucionarios se levantaron en 1885, no podemos mantener este ritmo de pérdidas —dijo Atkins.

—Los intereses de los norteamericanos son los intereses de Norteamérica. Les prometo que antes de un mes el Congreso unánimemente proclamará la independencia de Cuba. Una independencia tutelada, naturalmente —comentó Roosevelt mirando uno por uno a todos los interlocutores.

—Y, el presidente —dijo Hearts.

—El presidente McKinley tendrá que asumir el liderazgo mundial de los Estados Unidos o dejar paso a otro para que ocupe su lugar.

La reunión se disolvió en unos segundos, pero Hearst y Roosevelt caminaron juntos hacia el Capitolio. El viento cortaba la cara y una tupida lámina de nieve emblanquecía la Capital. Las solitarias calles ocultaban la efervescente actividad de la ciudad, que se preparaba para la guerra.

—Teddy, hay muchos cabos sueltos. La periodista del
The Globe
está en La Habana, ese periodicucho de segunda hace demasiado ruido.

—Tranquilo, esa mujercita no podrá descubrir nada que impida la guerra.

—¿Y los agentes?

—Ese negro y el español borracho. Por favor, esos tipos no reconocerían ni a su propia madre —dijo Roosevelt al tiempo que levantaba las manos.

—Pero, también está el asunto de la Comisión.

—La Comisión es de la Armada y dirá lo que la Armada determine.

Cuando llegaron frente al Capitolio los dos hombres se separaron sin despedirse. Roosevelt entró en el edificio con una idea en la mente, el presidente tenía que entrar en razón, había demasiado en juego. El momento de Norteamérica había llegado y nadie podía detener su destino. La Providencia estaba otra vez de su lado.

Capítulo 30

La Habana, 21 de Febrero.

El eco de los cascos de varios caballos se detuvo frente a la villa del profesor Gordon. Cinco hombres descabalgaron apresuradamente y tomando sus rifles entraron en el jardín de la casa. El ruido no pasó desapercibido a sus moradores. Lincoln y Hércules miraron a través de las cortinas y preguntaron al profesor si había alguna salida trasera que pudieran usar. Gordon dudó unos segundos, recogió el librito de la mesa, lo apretó contra su pecho y con un gesto les indicó que le siguieran. Caminaron hasta la cocina y escaparon por una puerta que daba al jardín. Justo cuando cruzaban el jardín trasero de la casa, escucharon a sus espaldas el estruendo de una puerta que se hacía añicos y el chasquido de varios cristales rotos. Huyeron por la pendiente hasta un bosquecillo y tomando algo de aliento, Hércules propuso que el grupo se dividiese en dos. Lincoln debía acompañar al profesor hasta «La Misión»; Helen y él se reunirían más tarde con ellos.

Lincoln agarró al profesor del brazo y se alejó entre los árboles. Helen y Hércules marcharon en dirección contraria. La mujer no avanzaba mucho, su vestido no le permitía correr muy deprisa. Pero, en contra de lo que pensaban, nadie los perseguía aquella noche.

Vicente Yáñez entró en la casa con la esperanza de encontrar al profesor Gordon y sacarle, por las malas o por las buenas, dónde había escondido el libro. Cuando entraron no vieron a nadie. Las luces del salón estaban aún encendidas, encima de la mesa quedaban algunas tazas de té, pero ni rastro del maldito profesor. Revolvieron todos los cajones, rebuscaron en las estanterías, cubriendo el suelo con decenas de libros y rasgaron hasta los colchones de plumas, pero no encontraron nada.

Yáñez se sentía furioso. Gritó a sus hombres que lo quemaran todo. Estaba seguro de que el libro no lo habían escondido allí. El profesor era muy precavido, pero, si no se encontraba en el despacho ni en su casa, ¿dónde podía estar a esas horas el viejo profesor?

Lincoln se puso delante de una berlina cuando llegaron a la calle principal. El cochero frenó los caballos que estuvieron a punto de arrollar al agente. El profesor y él subieron con rapidez. El norteamericano indicó la dirección al cochero, pero éste le advirtió que los dejaría a dos manzanas de aquella zona, no quería meterse en líos. Los hombres aceptaron y el caballo empezó a correr calle abajo hasta la bahía.

El agente norteamericano no entendía por qué Hércules quería reunirse con ellos en aquel antro. Acaso temía que los que perseguían al profesor les hicieran una visita en su hotel. Cada vez las cosas se embrollaban más y él estaba convencido de que el maldito libro al que el profesor se abrazaba los alejaba de su verdadera investigación.

Hércules y Helen escaparon en mitad de la noche. La periodista se cayó y levantó varias veces, enredada en su propia falda, rechazando el brazo del español. Cuando ella pensaba que no podía correr más, Hércules le indicó una calle y salieron a una plaza amplia. Al fondo, unos cocheros dormitaban en sus carrozas. Montaron en la primera y le indicaron el destino al cochero.

—Una noche intensa —señaló Hércules observando a la mujer de arriba abajo.

—Muy intensa. Estoy acostumbrada a tratar con delincuentes, pero no a escapar de ellos —dijo Helen jadeante. El pecho le subía y le bajaba con fuerza. Hércules la miró y la chica se sintió azorada y se ruborizó.

—Los que han entrado en la casa del profesor no eran delincuentes, me temo que eran caballeros de la orden de la que usted nos habló. Quieren el libro y no ahorraran medios para conseguirlo —continuó diciendo Hércules, apartando la vista y vigilando por la ventana.

—Ya les comenté que en Nueva York no se andaban con chiquitas. Esas personas son verdaderos fanáticos y creen formar parte de un ejército al servicio de Dios.

—Usted no nos contó todo lo que sabe de ellos, ¿verdad? —preguntó Hércules, mirado a los ojos de la chica, que brillaban dentro de la cabina de la carroza.

—Siempre hay que guardar un as debajo de la manga —contestó ella sonriente.

—Irrumpe en medio de nuestra investigación y quiere que confiemos en usted, pero no es totalmente sincera con nosotros.

—No puedo decirle más, primero tengo que comprobar unos datos —se excusó y bajó la mirada.

Hércules contempló su pálida cara, que aparecía y desaparecía reflejada por la intermitente luz de la ventana.

—Me temo que no le agradará mucho el sitio adonde nos dirigimos —comentó Hércules a sabiendas de que la periodista presumía de una gran entereza.

—No se preocupe, no hay nada más sórdido que los puertos de Nueva York —comentó la periodista, pero se equivocaba. Sí lo había y no tardó mucho en descubrirlo.

Capítulo 31

La Habana, 21 de Febrero.

El sol salía al fondo de la bahía cuando el
Mangrove
entró en el puerto. Los comisionados estaban en la cubierta superior observando las maniobras de aproximación. Después de pasar toda la noche en vela, aquellos cuatro marinos se encontraban impacientes por ponerse manos a la obra. No pudieron dejar de contemplar la razón por la que se encontraban aquella mañana allí. Uno de los mástiles del
Maine
asomaba entre el grupo de barcas que acordonaban la zona. El capitán William T. Sampson se mesó el bigote y produciendo un gran suspiro miró al resto de la comisión. El capitán French Chadwick, el mayor del grupo, el capitán de corbeta William Potter y como secretario de la comisión, el capitán de corbeta Adolph Marix, asintieron. Aquella situación les incomodaba a todos. Sabían que los ojos de América estaban puestos sobre ellos.

El capitán Sampson había aceptado el cargo de presidente de la comisión a regañadientes. Estaba al corriente por un amigo del ministerio de que al principio el contralmirante Sicard había elegido una comisión mucho más dócil, compuesta por capitanes jóvenes de Nueva York, todos muy cercanos al subsecretario Roosevelt. Lo que menos deseaba el capitán Sampson era encontrarse en medio de una tormenta política. Al parecer, todo el mundo creía que el presidente McKinley había rechazado la primera comisión, al pensar que era demasiado manipulable, pero Roosevelt logró mantener entre los miembros de la nueva comisión al capitán Potter. De todas formas, Sampson no lograba entender por qué le habían elegido precisamente a él como presidente de la comisión. Hasta aquel momento su trabajo había sido burocrático, encargado del servicio de
Negociado de Armamento de la Armada
. Su especialidad en explosivos era limitada y sus conocimientos sobre ingeniería de buques eran básicos.

Una brisa suave soplaba aquella madrugada, pero al contacto con el cuerpo sudoroso, el calor húmedo se volvía pegajoso. El capitán Chadwick se quitó la gorra y pasó un pañuelo por su cabeza completamente rapada. Le quedaban muy pocos meses para la jubilación y aquel viaje agotador no le hacía mucha gracia. En los últimos meses capitaneaba el
Nueva York
, pero el mar le agotaba, sobre todo después de llevar muchos años en Washington como jefe de
Negociado de Equipamiento
. Sus conocimientos relacionados con el carbón y la electricidad parecían ser las causas de su elección como miembro del tribunal.

Cuando el barco se detuvo por completo, los cuatro hombres subieron a una barcaza y se acercaron al puerto.

El primero en pisar tierra firme fue el capitán Potter. Ninguno de sus compañeros entendía por qué le habían elegido para aquella misión. Potter, a pesar de su juventud, tenía una próspera carrera en la Armada. Un hombre de acción con limitados conocimientos técnicos, pero muy impulsivo y agresivo.

En el puerto los esperaba una pequeña comitiva. El embajador Lee vestía un impecable traje blanco de lino, sus sienes grises estaban protegidas por un sombrero tejano y en los labios destacaba un prominente puro. A su lado estaba el capitán del
Maine
, Sigsbee, que con su uniforme impecable no paraba de juguetear con sus guantes blancos. Pero junto a ellos se encontraban dos hombres vestidos con uniforme español.

—Caballeros, les presento al capitán Sigsbee —dijo el embajador adelantándose unos pasos al resto del grupo.

Other books

Yield by Cari Silverwood
The Seduction of an Earl by Linda Rae Sande
The Dragon's Eye by Dugald A. Steer
Amber House: Neverwas by Kelly Moore, Tucker Reed, Larkin Reed
Point of Hopes by Melissa Scott
Weight of the Crown by Christina Hollis
Bones in the Belfry by Suzette Hill
Firefly Mountain by Christine DePetrillo