Conspiración Maine (42 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: Conspiración Maine
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Foto del general Máximo Gómez, líder militar de los revolucionarios cubanos.

—Pero, ¿pudo hacerlo alguna otra facción revolucionaria? ¿El partido Revolucionario Cubano de Nueva York, por ejemplo? —preguntó Helen.

—¡No!

—¿Por qué está tan seguro? —preguntó Churchill.

—El partido de Nueva York no tiene ni la experiencia ni la capacidad logística para perpetrar una acción de esa índole, pero sobre todo, no cree en ese tipo de métodos para conseguir sus objetivos revolucionarios.

—¿Qué me dice entonces del apoyo al asesinato de Cánovas del Castillo? —preguntó Churchill.

—Ningún cubano, que yo sepa, mató al presidente español.

—Pero, Michele Angiolillo, su asesino, contactó con el delegado de la Junta Cubana en París, Ramón Betances que le aconsejó que matara a Cánovas y no a la reina y el príncipe heredero, como éste tenía previsto.

—Ésas son especulaciones. Aunque, de todas formas, una cosa y otra no tienen nada que ver. Es diferente matar a un tirano, que con sus leyes castiga y asesina a miles de personas y otra muy distinta, ejecutar, a sangre fría, a doscientos marineros mientras duermen en sus camarotes —dijo el general con los puños cerrados y el gesto crispado.

—Entonces, ¿niega cualquier relación con el hundimiento del
Maine
? —preguntó Helen.

—¡Rotundamente! No vamos a hacer explotar un barco de nuestros principales aliados y luego pedirles ayuda. No tiene sentido —el general sacó un pequeño reloj de bolsillo y después les dijo—: Será mejor que descansen un poco. Imagino que su viaje debe haber sido agotador. Les hemos preparado dos tiendas; una para los hombres y otra para la dama.

Los periodistas salieron en silencio. Todo estaba tranquilo, los
mambises
dormían al lado del fuego o en las carretas y las improvisadas chozas. Caminaron entre los hombres tumbados y se introdujeron en las dos tiendas de campaña. Unos segundos después, Lincoln y Hércules abandonaron la suya y se pasaron a la de Helen. Comenzaron a hablar muy bajito, casi en un susurro.

—¿Qué os han parecido las declaraciones del general? —preguntó Helen.

—No podemos saber si dice la verdad, pero creo que Máximo Gómez no quiere una intervención directa de los Estados Unidos —comentó Hércules.

—¿Por qué crees eso? —preguntó Lincoln.

—En este momento tiene el poder supremo de la revolución. Si el gobierno norteamericano interviene, nunca dejará que un hombre como Gómez tenga el control. Demasiado independiente y desconfiado, para que McKinley ponga toda Cuba en sus manos.

—Me parece que exageras —dijo Lincoln—. Los intereses de mi gobierno, no diré que son altruistas, pero no pasan por una ocupación prolongada de la isla, la opinión pública se opondría.

—Yo no hablo de ejercer el poder directo. Hablo de que el gobierno de tu país se mete en esta guerra para poner a un presidente cubano que se amolde a sus dictados y a los de los grandes inversores azucareros.

—Pero, si Máximo Gómez no ha hundido el
Maine
, los Caballeros de Colón han mentido o alguien los engañó haciéndose pasar por revolucionarios, para poder perpetrar el atentado —dijo Lincoln.

—Yo confío en lo que me declaró el señor Hayes. Su veracidad la ha pagado con la vida —se quejó Helen.

—Lo que dice Lincoln tiene sentido. Los Caballeros de Colón engañaron a los supuestos revolucionarios facilitándoles dinero y datos técnicos, pero lo que no sabían era que a su vez sufrían un engaño.

—Los falsos revolucionarios conseguían los medios y si alguien averiguaba lo sucedido, las culpas recaerían sobre los verdaderos revolucionarios —terminó Helen.

—Pero todo eso no explica quién puso la bomba. Con esta teoría nos alejamos aún más de la resolución del enigma del
Maine
—dijo Lincoln hundiendo los hombros.

—No te desanimes Lincoln. Ahora podemos descartar a más posibles culpables. Eso reduce nuestro campo de acción —dijo Helen apoyando el brazo sobre el norteamericano.

—Recapitulemos. No fueron los Caballeros de Colón, aunque por una razón que se nos escapa, apoyaron el hundimiento del
Maine
facilitando dinero e información. Tampoco fueron los revolucionarios, ni el grupo de La Habana, ni el ejército del general Máximo Gómez, según ellos mismos han declarado. Gómez afirma que los revolucionarios de Nueva York no tenían la capacidad para cometer la acción. ¿Qué nos queda? —preguntó Hércules.

—Los españoles —dijo Lincoln.

—¿Empresarios azucareros de los Estados Unidos? —añadió Helen dubitativa.

—También oligarcas de la isla que deseaban terminar la guerra y favorecer sus intereses —comentó Lincoln.

—Pero el gobierno español y el gobierno autónomo de Cuba no querían una guerra —dijo Hércules.

—Ellos no, pero qué me dices de los elementos extremistas del ejército que añoraban la mano dura de Weyler. Los mismos que organizaron los disturbios del 12 de enero contra los periódicos independentistas —añadió Helen.

—Pero nos queda otro posible interesado en la guerra —dijo Hércules.

—¿Quién? —preguntaron al unísono los dos norteamericanos.

—Los Estados Unidos de América.

Helen y Lincoln fruncieron el ceño. La sola duda sobre la honradez del gobierno de su país les parecía un asunto provocador.

—Esta teoría es perfecta —continuó diciendo Hércules—. Norteamericanos se hacen pasar por revolucionarios, reciben apoyo de los Caballeros de Colón y cometen el atentado. La guerra está servida y las espaldas del gobierno de Washington cubiertas.

Justo cuando las últimas palabras del español estaban perdiendo fuerza, una cabeza se introdujo por la rendija de la entrada. Todos creyeron al principio que se trataba de Churchill, que intrigado por la tardanza de sus compañeros, venía a husmear lo que hacían, pero la cara de aquel hombre no tenía nada que ver con la del inglés. Era moreno con un largo bigote negro, ojos marrones y rasgos mestizos. El hombre miró a los tres y sin previo aviso entró en la tienda. Lincoln y Hércules se pusieron de pie, pero el hombre extendió las manos para mostrar que iba desarmado y se sentó en el suelo con los pies cruzados. Le observaron sorprendidos y el extraño les sonrió con una boca de dientes renegridos.

—Señores, sepan que arriesgo la vida hablando con ustedes. Pero el mundo tiene que saber.

—¿Saber el qué? —preguntó Hércules.

—La verdadera cara del general. Del general Máximo Gómez.

Mambises huyendo de las tropas españolas, en uno de los múltiples enfrentamientos de guerrillas con los que atacaban a los intereses hispanos en la isla.

Capítulo 51

Cayo Hueso, Florida, 2 de Marzo.

Algo más de cincuenta hombres estaban en posición firme en aquel patio de la base mientras el Capitán Sampson les tomaba en juramento. Después, Marix, utilizando el Reglamento de la Marina, les recordó su obligación de denunciar cualquier comportamiento anómalo de sus compañeros, fueran éstos oficiales o soldados. Todos permanecieron callados, por lo que Marix añadió:

—Si alguno de ustedes, caballeros, tiene algo que alegar de la noche en la que se hundió el
Maine
, contra algún oficial o marinero del barco, que dé un paso al frente.

Nadie se movió. Aquel acto terminaba con dos días de interrogatorios minuciosos. La Comisión llegaba a la última fase de las investigaciones y la presión de Washington crecía de día en día. Long, el secretario de la Armada, quería el resultado de unas conclusiones cuanto antes, pero Sampson tenía que consultar primero los últimos informes de los buzos.

Los interrogatorios no habían aclarado gran cosa. El más lúcido y contundente fue el del cadete de Marina Wat Cluveries, que en el momento de la explosión se encontraba en su camarote. El cadete declaró que lo primero que escuchó fue una ligera detonación, después una gran vibración en el camarote y otra fuerte explosión. A continuación empezó a entrar agua por el comedor de oficiales y se escuchó un chasquido, como si algo se estuviera rompiendo.

El alférez de navío George Mambís afirmó que el sonido de la primera explosión se asemejaba a otros que había escuchado en explosiones submarinas, sus apreciaciones fueron consideradas por la Comisión, ya que se trataba de un especialista en explosiones subacuáticas.

Los miembros de la Comisión decidieron por mayoría regresar a La Habana, debían comprobar las últimas averiguaciones sobre los restos del
Maine
. Potter se opuso a la medida que, según él, colocaba a los Estados Unidos en un estado de expectación mientras sus enemigos se rearmaban, pero al final tuvo que ceder.

Después de varios días de discusiones y recopilación de información, la Comisión salió de nuevo para La Habana, todos sabían que en sus manos estaba evitar una guerra.

Base naval de cayo Hueso (Florida)

Washington, 6 de Marzo.

Las flores comenzaban a brotar en los almendros de la Casa Blanca. McKinley pudo disfrutar aquella jornada de las primeras flores blancas, que rompían los tallos paludos de los árboles y anunciaban que la primavera era inminente. Aquel invierno en la capital federal había sido especialmente duro y no sólo en lo meteorológico. El presidente había soportado una gran presión, pero sabía que como aquellas flores, el asunto estaba a punto de explotar. Aquella mañana no paseaba solo, como tenía por costumbre, el secretario Long le acompañaba robándole uno de los pocos momentos de intimidad que le quedaban.

—Señor presidente, sabe que no soy partidario de esta guerra, pero debemos prepararnos para lo peor.

—Señor Long, todavía no tenemos las conclusiones de la Comisión. Tengo las manos atadas —dijo McKinley levantando sus enguantados dedos.

—Hoy mismo tiene que llamar a O’Neil y poner el
Negociado de Armamento
en estado de alerta —apremió Long.

—¿Y cuántos dólares puede costarnos esta guerra?

—Es difícil calcular. Pero para empezar, armar varios barcos y abastecernos de municiones puede tener un coste aproximado de cuatro millones de dólares.

—El Congreso y el Senado tendrán que aprobar la partida presupuestaria. Hay que armarse, aunque sea para la paz —concluyó McKinley.

—Esperemos que así sea, señor presidente.

Long hizo un gesto con el sombrero y apoyado en su bastón aceleró el paso. El presidente le observó mientras desaparecía entre los árboles. Una vez solo, sintió el peso de la preocupación. Nunca había pensado que llegaría al máximo cargo político de su país, pero lo que ni remotamente imaginaba era que tendría que llevar algún día aquella dura carga.

El presidente escuchó el cantó de un pájaro, miró a los árboles, pero no vio nada. Cuando afinó el oído comprobó que el sonido provenía del suelo. A unos pasos, un ave con la pata rota intentaba remontar el vuelo, daba vueltas, sacudía las alas y emitía un silbido inquieto. El presidente se acercó, se inclinó y tomó la pequeña ave entre las manos. El pájaro temblaba de frío y agotamiento; secó sus plumas con la mano y le lanzó hacia el aire. Éste remontó el vuelo y se alejó del jardín, tomando altura. McKinley le siguió con la mirada hasta que se perdió en el cielo blanquecino de Washington.

Capítulo 52

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