Meggie se percató de que Dedo Polvoriento tenía una respuesta en la punta de la lengua, pero él se abstuvo de plantearla.
—¿Y si tenemos que hacer noche? —preguntó mientras llevaba las provisiones al coche de Elinor.
—Cielo santo, ¿a quién se le ha ocurrido semejante idea? Pretendo estar de regreso mañana temprano como muy tarde. Odio dejar solos a mis libros más de un día.
Dedo Polvoriento alzó los ojos al cielo, como si allí pudiera hallar más comprensión que en la mente de Elinor y se dispuso a subir al asiento trasero, pero Elinor se lo impidió.
—Alto, alto. Es mejor que conduzca usted —le dijo entregándole la llave del coche—. Al fin y al cabo es el que mejor conoce nuestro destino.
Dedo Polvoriento, sin embargo, le devolvió la llave.
—No sé conducir —adujo—. Bastante desagradable es tercer que viajar en un chisme semejante, y no digamos conducirlo.
Elinor recogió la llave y se sentó al volante meneando la cabeza.
—¡Qué tipo tan raro es usted! —comentó mientras Meggie se sentaba en el asiento contiguo—. Confío de veras en que conozca el paradero del padre de Meggie, pues de no ser así comprobará que ese tal Capricornio no es el único que puede resultar aterrador.
Cuando Elinor puso en marcha el motor, Meggie bajó su ventanilla y giró la cabeza para echar un vistazo al autobús de su padre. Le daba mala espina dejarlo allí; era peor que marcharse de cualquier casa, la que fuera. Por extraño que le pareciese un lugar, el autobús les había proporcionado a su padre y a ella un cierto calor hogareño. Ahora también eso quedaba atrás y ya nada le resultaba familiar salvo la ropa de su bolsa de viaje. Había guardado un par de prendas para Mo… y dos de sus libros.
—¡Una elección interesante! —exclamó Elinor al prestar a Meggie una bolsa para guardar las pertenencias de ambos, un objeto pasado de moda de piel oscura que se podía llevar colgado del hombro—. Así que has elegido al rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda y a Frodo y sus ocho compañeros. Dos relatos muy largos, justo lo adecuado para un viaje. ¿Los has leído ya?
La niña asintió.
—Muchas veces —musitó acariciando de nuevo las tapas antes de introducir los libros en la bolsa.
De uno de ellos recordaba incluso con suma exactitud el día en que Mo lo había encuadernado de nuevo.
—¡No pongas esa cara tan sombría! —le dijo Elinor, preocupada—. Ya lo verás, nuestro viaje no será ni la mitad de malo que el de los pobres hobbits y mucho más corto.
A Meggie le habría alegrado estar tan segura. El libro que constituía el motivo de su viaje iba en el maletero, bajo la rueda de repuesto. Elinor lo había guardado dentro de una bolsa de plástico.
—¡No dejes que Dedo Polvoriento sepa dónde está! —le encareció antes de ponerlo en sus manos—. Sigo sin fiarme de él.
Meggie, sin embargo, había decidido confiar en Dedo Polvoriento. Deseaba confiar en él. Necesitaba confiar en él. ¿Quién si no la guiaría hasta su padre?
Pero a la última pregunta contestaba:
—Probablemente voló más allá de las Regiones Oscuras, allá donde la gente no va, ni el ganado se adentra, donde el cielo es de cobre, la tierra de hierro y donde las fuerzas malignas viven bajo techos de setas y en los túneles que los topos abandonan.
Isaac B. Singer
,
Neftalí, el narrador, y su caballo Sus
El sol ya estaba alto en el cielo sin nubes cuando emprendieron la marcha. Muy pronto el ambiente dentro del coche de Elinor se caldeó tanto que a Meggie la camiseta empapada de sudor se le pegaba a la piel. Elinor abrió su ventanilla y les ofreció una botella de agua. Vestía una chaqueta de punto abrochada hasta la barbilla, y Meggie, cuando dejó de pensar en su padre o en Capricornio, se preguntó si Elinor no se habría derretido hacía rato debajo de la chaqueta…
Dedo Polvoriento se mostraba tan silencioso en el asiento trasero que casi se olvidaron de su presencia. Había sentado a
Gwin
en su regazo. La marta dormía mientras las manos de Dedo Polvoriento acariciaban sin descanso su piel. Casi siempre iba mirando por la ventanilla, ajeno a todo, como si sus ojos taladrasen las montañas y los árboles, las casas y las pendientes rocosas que desfilaban por el exterior. Su mirada parecía vacía y lejana, y en una ocasión en que Meggie se giró para observarlo, había tal tristeza en ese rostro surcado por las cicatrices que volvió a mirar deprisa hacia delante.
A ella también le habría gustado llevar un animal en el regazo durante ese larguísimo viaje. A lo mejor habría ahuyentado los pensamientos sombríos que con tanta tozudez se instalaban en su cabeza. Fuera, el mundo se plegaba formando montañas cada vez más altas; a veces parecían querer aplastar la carretera entre sus pétreas laderas grises. Sin embargo, los túneles eran aún peor que las montañas. En ellos acechaban imágenes que ni siquiera el cálido cuerpo de
Gwin
habría podido disipar. Parecían haberse escondido en la oscuridad con el único fin de aguardar allí a Meggie: imágenes de su padre en un lugar tenebroso, frío, y de Capricornio… Meggie sabía que era él a pesar de que cada vez presentaba un rostro diferente.
Durante un rato intentó leer, pero pronto se dio cuenta de que no retenía en la memoria ni una sola palabra, así que al final desistió de la lectura y se limitó a mirar por la ventanilla, igual que Dedo Polvoriento. Elinor conducía por carreteras secundarias, poco transitadas («De lo contrario, este viaje sería, lisa y llanamente, demasiado aburrido», decía). A Meggie le daba igual. Sólo ansiaba llegar a su destino. Observó impaciente las montañas y las casas en las que otros tenían su hogar. A veces captaba al vuelo por la ventanilla de un coche que se aproximaba la visión de una cara desconocida que desaparecía en el acto, como un libro que abres y vuelves a cerrar enseguida. Al atravesar un pueblecito vieron al borde de la carretera a un hombre que colocaba una tirita en la rodilla herida de una niña. Le acarició el pelo con un gesto de consuelo y Meggie no pudo evitar pensar cuántas veces había hecho lo mismo su padre, cómo a veces había recorrido toda la casa porque no encontraba una sola tirita, y el recuerdo hizo que se le saltaran las lágrimas.
—¡Cielo santo, esto está más silencioso que la cámara funeraria de una pirámide! — exclamó en cierto momento Elinor (Meggie opinaba que repetía con excesiva frecuencia «cielo santo»)—. ¿No podría al menos decir alguien de vez en cuando: «¡Oh, qué hermoso paisaje!». O bien: «¡Ah, qué soberbio castillo!». Con este silencio sepulcral me quedaré dormida al volante antes de media hora.
Todavía no se había desabrochado ni un solo botón de la chaqueta.
—No veo ningún castillo —murmuró Meggie.
Sin embargo, Elinor no tardó en descubrir uno.
—Siglo dieciséis —anunció cuando aparecieron en una ladera los muros caídos—, una historia trágica. Amores prohibidos, persecución, muerte, corazones dolientes. —Elinor relató una batalla que se había desencadenado justo en ese lugar entre triviales paredes de roca hacía más de seiscientos años—. Si cavas entre esas piedras, seguro que encuentras unos cuantos huesos y yelmos abollados —por lo visto, conocía la historia de cada campanario. Algunas eran tan extrañas que Meggie fruncía el ceño con desconfianza—. ¡Sucedió exactamente así, créeme! —decía entonces Elinor sin desviar la vista de la carretera. Por lo visto le encantaban sobre todo las historias truculentas: narraciones de desdichadas parejas de enamorados a los que habían decapitado, y príncipes a los que habían emparedado vivos—. Claro, ahora todo parece muy pacífico —afirmaba cuando Meggie palidecía al escuchar uno de sus relatos—, pero te lo aseguro, todos ocultan en alguna parte algo tenebroso. En fin, hace unos cuantos cientos de años los tiempos eran más emocionantes, justo es reconocerlo.
Meggie no sabía qué tenía de emocionante una época en la que la gente, de dar crédito a las palabras de Elinor, sólo podía elegir entre morirse de peste o a manos de soldados que vagaban de un lado a otro. Sin embargo, al contemplar un castillo reducido a cenizas el rostro de Elinor adquiría manchas rojas de excitación, y en sus ojos, habitualmente fríos como el pedernal, surgía un brillo romántico cuando hablaba de príncipes sedientos de guerra u obispos ávidos de oro que en otros tiempos trajeron el miedo y la muerte a aquellas montañas ahora surcadas por carreteras bien asfaltadas.
—Querida Elinor, es obvio que usted parece haber nacido en la historia equivocada —dijo en cierto momento Dedo Polvoriento. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde su partida.
—¿En la historia equivocada? Querrá usted decir en la época equivocada. Sí, yo también lo he pensado con frecuencia.
—Llámelo como quiera —repuso Dedo Polvoriento—. En cualquier caso, debería entenderse a las mil maravillas con Capricornio. A él le gustan las mismas historias que a usted.
—¿Pretende ofenderme? —preguntó Elinor agraviada.
La comparación debió de darle que pensar, pues a continuación guardó silencio durante casi una hora, de forma que a Meggie ya nada volvió a distraerla de sus sombríos pensamientos. Las horrorosas imágenes volvían a esperarla en cada túnel.
Comenzaba a anochecer cuando las montañas retrocedieron y detrás de las verdes colinas surgió de repente el mar, vasto como un segundo cielo. El sol, muy bajo, lo hacía relucir como si fuera la piel de una hermosa serpiente. Hacía mucho que Meggie había visto el mar. Fue un mar frío, de un gris pizarroso y pálido por el viento. Este mar era distinto, completamente distinto.
A Meggie, sólo con verlo, la reconfortaba, pero desaparecía con demasiada frecuencia detrás de aquellos edificios feos y de gran altura que proliferaban por doquier en la estrecha franja de tierra que se extendía entre el agua y las abundantes colinas. Pero a veces las colinas no dejaban sitio a las casas y se extendían mucho, agolpándose hasta llegar al mar para dejar que lamiera sus verdes pies. Y allí yacían a la luz del sol poniente como olas acurrucadas en la tierra.
Mientras seguían la sinuosa carretera de la costa, Elinor comenzó a relatar de nuevo algo sobre los romanos que, por lo visto, habían construido precisamente esa carretera por la que viajaban, y sobre su miedo a los salvajes moradores de esa estrecha franja de tierra…
Meggie escuchaba sin demasiada atención. Al borde de la carretera crecían palmeras de cabezas polvorientas y espinosas. Entre ellas florecían agaves gigantescos de hojas carnosas, acurrucados como arañas. El cielo tras ellos se teñía de rosa y amarillo limón mientras el sol iba hundiéndose cada vez más en el mar, y desde lo alto un azul oscuro se filtraba hacia abajo como tinta derramada. La vista era tan hermosa que estremecía.
Meggie se había imaginado el lugar donde vivía Capricornio completamente distinto. La belleza y el miedo son casi irreconciliables.
Atravesaron una pequeña localidad, pasando frente a casas multicolores, como si las hubiera pintado un niño. Eran naranjas, rosas, rojas y, muy a menudo, amarillas: amarillo claro, amarillo tostado, amarillo arenoso, amarillo sucio, con persianas verdes y tejados marrón rojizo. Ni siquiera la progresiva oscuridad podía arrebatarles el colorido.
—Esto no parece muy peligroso —afirmó Meggie mientras pasaba ante su ojos a toda velocidad otra de esas casas rosas.
—¡Porque todo el rato te limitas a mirar a la izquierda! —le dijo Dedo Polvoriento detrás de ella—. Pero siempre hay una faceta clara y otra oscura. Fíjate a la derecha.
Meggie obedeció. Al principio también vio únicamente las casas de colores, que se alzaban pegaditas al borde de la carretera, apoyadas unas en otras como si se abrazasen. Pero después las casas desaparecieron de repente, y las laderas escarpadas en cuyos repliegues ya anidaba la noche bordeaban la carretera. Sí, Dedo Polvoriento tenía razón, su aspecto era inquietante, y las pocas casas parecían ahogarse en la oscuridad que se iba extendiendo.
La oscuridad aumentó con rapidez, en el sur la noche cae deprisa, y Meggie se alegró de que Elinor transitase por la muy iluminada carretera de la costa. Finalmente Dedo Polvoriento le indicó que se desviara por una carretera que se alejaba de la costa, del mar y de las casas de colores para adentrarse en la oscuridad.
La carretera se internaba en las colinas serpenteando, a veces subiendo, otras bajando, hasta que las pendientes al borde de la carretera se hicieron cada vez más empinadas. La luz de los faros caía sobre retamas y vides asilvestradas, sobre olivos encorvados al borde del camino como ancianos.
Sólo se cruzaron con dos coches. De vez en cuando surgían de la oscuridad las luces de un pueblo. Pero las carreteras que Dedo Polvoriento indicaba a Elinor se alejaban de todas las zonas iluminadas para sumergirse cada vez más profundamente en la noche. En varias ocasiones la luz de los faros cayó sobre los restos derrumbados de una casa, pero Elinor no supo referir nada de ninguno de ellos. Entre esos muros miserables no habían vivido príncipes, ni obispos de capa roja, sino tan sólo campesinos y braceros cuyas historias nadie había escrito, y ahora habían desaparecido bajo el tomillo silvestre y las prolíficas euforbiáceas.
—Supongo que no nos habremos perdido —murmuró en cierto momento Elinor, como si el mundo que los rodeaba fuera demasiado silencioso para hablar en voz alta—. ¿Cómo va a haber un pueblo en estos terrenos yermos dejados de la mano de Dios? Seguramente hemos tomado el desvío equivocado como mínimo en dos ocasiones.
Pero Dedo Polvoriento se limitó a mover la cabeza.
—Vamos bien —contestó—. En cuanto subamos esa colina de ahí divisaremos las casas.
—¡Eso espero! —gruñó Elinor—. Por el momento apenas acierto a distinguir la carretera. Cielo santo, no sabía que pudieran existir tales tinieblas en algún lugar del mundo. ¿No podría haberme dicho lo lejos que quedaba esto? Habría llenado el depósito. No sé si la gasolina nos permitirá retornar a la costa.
—¿De quién es el coche? ¿Mío? —replicó irritado Dedo Polvoriento—. Ya le dije que no me interesan nada estos artefactos. Y ahora mire hacia delante. Enseguida aparecerá el puente.
—¿El puente? —Elinor tomó la curva siguiente y pisó bruscamente el freno.
En medio de la carretera, iluminada por dos lámparas de las que se utilizan en las obras, una valla les impedía el paso. El metal parecía oxidado, como si la valla llevara años allí.