Corazón de Tinta (51 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Corazón de Tinta
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Basta se había quedado paralizado, como un niño al que alguien ha soltado una bofetada súbita e inesperada. De pronto agarró el brazo de Meggie y la atrajo hacia él de un tirón. La niña sintió algo frío en su cuello. No necesitaba verlo para saber qué era.

Su madre chilló y tiró de la mano de Dedo Polvoriento, pero éste se limitó a blandir la nota con insistencia.

—¡Lo sabía! —exclamó—. Eres un cobarde, Basta. Prefieres poner tu navaja en la garganta de una niña antes que atreverte a entrar aquí. Claro que si ahora estuviera a tu lado Nariz Chata, con sus anchas espaldas y sus gruesos puños… Pero no está. ¡Ven de una vez, tú tienes la navaja! Yo sólo mis manos y sabes de sobra lo que me disgusta profanarlas con luchas.

Meggie notó cómo Basta aflojaba la presión. La hoja ya no tocaba su piel. Tragó saliva y se palpó el cuello. Esperaba sentir sangre caliente, pero no la encontró. Basta la apartó con tal violencia que tropezó y cayó al suelo húmedo y frío. Acto seguido, Basta hundió la mano en un bolsillo de su pantalón y sacó un manojo de llaves. Jadeaba de rabia, igual que un hombre que ha corrido a toda velocidad durante un buen rato. Introdujo una llave en la cerradura con dedos temblorosos.

Dedo Polvoriento lo contemplaba, hierático. Con una seña, indicó a la madre de Meggie que se apartara de la reja y él también retrocedió con la agilidad de un bailarín. Su rostro no revelaba miedo, aunque las cicatrices parecían más oscuras de lo habitual.

—¿A qué viene eso? —dijo cuando Basta irrumpió en la celda blandiendo la navaja—. Guarda ese chisme. Si me matas, le aguarás la fiesta a Capricornio, y no te lo perdonaría.

Sí, tenía miedo. Meggie lo percibía en su voz, las palabras brotaban de sus labios con demasiada premura.

—¿Y quién habla de matar? —farfulló Basta cerrando tras de sí la puerta de la celda.

Dedo Polvoriento retrocedió hasta el sarcófago de piedra.

—Vaya, ¿de modo que deseas adornarme la cara todavía más? —preguntó casi en susurros. Ahora, sin embargo, su voz traslucía algo diferente: odio, aversión, furia—. No creas que esta vez te va a resultar tan fácil —musitó—. Con el correr del tiempo he aprendido un par de cosas prácticas.

—¿De veras? —Basta estaba apenas a un paso de distancia—. ¿Y de qué se trata? Tu amigo, el fuego, no está aquí para echarte una mano. Ni siquiera te acompaña esa marta apestosa.

—¡Pensaba más bien en palabras! —Dedo Polvoriento colocó la mano sobre el sarcófago—. ¿Aún no te lo he contado? Las hadas me han enseñado a echar mal de ojo. Conociendo mi escaso talento para la lucha, se compadecieron de mi cara rajada. Yo te maldigo, Basta, por los huesos del muerto que descansa en este sarcófago. Apuesto a que hace mucho que ya no yace en él ningún clérigo, sino alguno de los que vosotros hicisteis desaparecer, ¿me equivoco?

Basta no respondió, pero su silencio fue más elocuente que cualquier palabra.

—Claro que no. Un viejo sarcófago como éste es un magnífico escondite. — Dedo Polvoriento acarició con los dedos la tapa partida, como si quisiera resucitar al muerto con el calor de su mano—. ¡Que su espíritu te aflija, Basta! —exclamó a modo de conjuro—. Que te susurre mi nombre al oído a cada paso que des…

Meggie vio cómo la mano de Basta se aproximaba hacia la pata de conejo.

—¡De nada te servirá ese objeto! —La mano de Dedo Polvoriento seguía posada sobre el sarcófago—. ¡Pobre Basta! ¿No sientes ya un cierto calor? ¿No comienzan a temblar tus miembros?

Basta le lanzó un navajazo, pero Dedo Polvoriento esquivó la hoja con agilidad.

—¡Entrégame la nota que le pasaste a escondidas! —vociferó Basta, pero Dedo Polvoriento se guardó el papel en el bolsillo del pantalón.

Meggie permaneció inmóvil como una estatua. Por el rabillo del ojo vio a su madre introducir la mano en el bolsillo de su vestido. Al sacarla, empuñaba una piedra gris, apenas mayor que un huevo de pájaro.

Dedo Polvoriento acarició con las manos la tapa del sarcófago y las alargó hacia Basta.

—¿Quieres que te roce con ellas? —preguntó—. ¿Qué pasa si uno toca el sarcófago donde yace un asesinado? Dímelo. Tú eres un experto en ese tipo de cuestiones —dio otro paso hacia un lado, como el bailarín que rodea a su oponente.

—Si intentas tocarme, te rebanaré tus asquerosos dedos —gritó Basta, el rostro enrojecido de furia—. Uno por uno, y tu lengua, también.

Le lanzó otra cuchillada. La hoja reluciente rasgó el aire, pero Dedo Polvoriento la esquivó. Saltaba alrededor de Basta cada vez más deprisa, agachándose, retrocediendo y avanzando, pero de repente se metió en un callejón sin salida con su baile temerario. Tras él sólo estaba el muro desnudo, a su derecha, la reja… y Basta lo acometió.

En ese momento, la madre de Meggie alzó la mano. La piedra acertó a Basta en la cabeza. Se volvió desconcertado, la miró intentando recordar quién era y se apretó la mano contra la cabeza ensangrentada. Meggie no supo cómo lo logró Dedo Polvoriento, pero de pronto empuñaba la navaja de Basta. Este miraba esa hoja tan familiar estupefacto, como si no acertara a comprender su deslealtad al dirigirse contra su pecho.

—Vaya, ¿qué se siente, eh? —Dedo Polvoriento acercó despacio la punta de la navaja a la barriga de Basta—. ¿Notas lo blanda que es tu carne? El cuerpo es frágil y no puedes procurarte uno nuevo. ¿Qué hacíais con los gatos y las ardillas? A Nariz Chata le encantaba contarlo…

—Yo no cazo ardillas.

La voz de Basta sonaba ronca. Intentaba no mirar la hoja, distante apenas un palmo de su camisa blanca como la nieve.

—Ah, sí, es verdad. Lo recuerdo. Eso te divierte menos que a los demás.

Basta estaba lívido. El rubor de la ira había desaparecido de su rostro. El miedo no es rojo. El miedo es pálido como un cadáver.

—¿Qué te propones? —balbució; respiraba pesadamente como si estuviera a punto de ahogarse—. ¿Crees que saldrás vivo del pueblo? Os matarán a tiros antes de cruzar la plaza.

—Bueno, prefiero eso a encontrarme con la Sombra —respondió Dedo Polvoriento—. Además, ninguno de vosotros es un buen tirador.

La madre de Meggie, tras situarse a su lado, simuló que escribía en el aire con el dedo. Dedo Polvoriento se metió la mano en el bolsillo del pantalón y le entregó la nota. Basta siguió el papel con los ojos, como si pudiera atraparlo con la mirada. Resa escribió algo y se lo devolvió a Dedo Polvoriento. Éste leyó con el ceño fruncido lo que ella había escrito.

—¿Esperar a que oscurezca? No, me niego a esperar. Sin embargo, quizá sería mejor que la niña se quedase aquí —opinó mirando a Meggie—. Capricornio no le hará daño. Al fin y al cabo, ella es su nueva Lengua de Brujo y tarde o temprano su padre vendrá a buscarla.

Dedo Polvoriento volvió a guardarse la nota y recorrió con la punta de la navaja los botones de la camisa de Basta. Al rozarlos el metal, tintineaban.

—Ve hacia la escalera, Resa —le advirtió—. Yo acabaré esto, y después nos alejaremos despacio cruzando la plaza de Capricornio como si fuéramos una inocente pareja de enamorados.

Resa, vacilante, abrió la puerta de la celda. Se situó ante la reja y cogió la mano de Meggie. Sus dedos, fríos y algo ásperos, eran los dedos de una desconocida, pero su cara le resultaba muy familiar, aunque en la foto pareciera más joven y despreocupada.

—¡Resa, no podemos llevarla con nosotros! —Dedo Polvoriento agarró el brazo de Basta y le empujó con la espalda contra la pared—. Su padre me matará si le pegan un tiro ahí fuera. Y ahora vuélvete y tápale los ojos, no querrás que presencie cómo… —la navaja temblaba en su mano.

Resa lo miró asustada y sacudió la cabeza con energía, pero Dedo Polvoriento hizo caso omiso.

—Tienes que empujar fuerte, Dedo Polvoriento —siseó Basta mientras apretaba las manos contra la piedra que tenía detrás—. Matar no es fácil. Es preciso entrenarse para hacerlo bien.

—¡Bobadas! — Dedo Polvoriento lo agarró por la chaqueta y le puso el cuchillo debajo de la barbilla, igual que había hecho Basta con Mo en la iglesia—. Cualquier cretino es capaz de matar. Es fácil, tan fácil como arrojar un libro al fuego, abrir una puerta de una patada o asustar a un niño.

Meggie empezó a temblar, ignoraba por qué. Su madre dio un paso hacia la reja, pero al ver el rostro petrificado de Dedo Polvoriento, se detuvo. Después se volvió, atrajo el rostro de Meggie hacia su pecho y la estrechó con fuerza entre sus brazos. A Meggie su olor le resultó familiar, como si recuperase un recuerdo olvidado hacía mucho tiempo, y cerró los ojos intentando no pensar en nada: ni en Dedo Polvoriento, ni en la navaja ni en la cara luida de Basta. Y entonces, durante unos instantes atroces, la acometió un deseo… ver a Basta muerto en el suelo, inmóvil como una muñeca fea y estúpida a la que uno siempre había temido… La navaja estaba apenas a un dedo de distancia de la camisa blanca de Basta, pero de pronto Dedo Polvoriento le metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó el manojo de llaves y retrocedió.

—Pues sí, tienes razón, no soy un experto en el arte de matar —reconoció mientras salía de la celda de espaldas—. Y no pienso aprender contigo.

En el rostro de Basta se dibujó una amplia sonrisa de burla, pero Dedo Polvoriento no se fijó en ella. Tras cerrar la puerta de la celda, cogió de la mano a Resa y la arrastró hacia la escalera.

—¡Suéltala! —apremió al ver que ella seguía sujetando a Meggie—. Créeme, no le sucederá nada, y nosotros no podemos llevárnosla.

Resa, sin embargo, se limitó a sacudir la cabeza de un lado a otro y pasó un brazo por los hombros de la niña.

—¡Eh, Dedo Polvoriento! —gritó Basta—. Sabía que no ibas a clavármela. Devuélveme mi navaja. ¡No sabes qué hacer con ella!

Dedo Polvoriento no le prestaba atención.

—Si te quedas aquí, te matarán —le dijo a Resa, soltando su mano.

—¡Eh, los de arriba! —vociferaba Basta—. ¡Venid aquí! ¡Alarma! ¡Los prisioneros se escapan!

Meggie miró asustada a Dedo Polvoriento.

—¿Por qué no lo has amordazado?

—¿Con qué, princesa? —le bufó Dedo Polvoriento.

Resa atrajo a Meggie junto a sí y acarició sus cabellos.

—Un tiro, un tiro, os pegarán un tiro —Basta soltó un gallo—. ¡Eeeeh, alarma! — volvió a gritar mientras zarandeaba la reja.

Arriba se oyeron pasos.

Dedo Polvoriento lanzó una última ojeada a Resa. Acto seguido masculló una palabrota en voz baja, se volvió y ascendió a saltos los desgastados escalones.

Meggie no pudo oír si una vez arriba abrió la puerta de un empujón. Las voces de Basta resonaban en sus oídos y sin saber qué hacer corrió hacia él deseando pegarle a través de la reja, abofetear su cara vociferante. Oyó más pasos, gritos amortiguados… ¿qué iban a hacer ahora? Alguien bajaba con estrépito por la escalera. ¿Regresaba Dedo Polvoriento? Pero no fue él quien surgió de la oscuridad, sino Nariz Chata. Otro de los secuaces de Capricornio lo seguía bajando a trompicones por la escalera. Parecía muy joven, el rostro redondo y barbilampiño, pero apuntó en el acto a Meggie y a su madre con la escopeta.

—Eh, Basta, pero ¿qué haces detrás de la reja? —preguntó pasmado Nariz Chata.

—¡Abre de una vez, maldito cabeza hueca! —le gritó Basta, enfurecido—. Dedo Polvoriento se ha escapado.

—¿Dedo Polvoriento? — Nariz Chata se pasó la manga por la cara—. Entonces este chico tenía razón. Hace poco ha venido a decirme que había visto al escupefuego arriba, detrás de una columna.

—¿Y no has salido tras él? ¿De verdad eres tan estúpido como aparentas? —Basta apretó la cabeza contra los barrotes, como si quisiera atravesarlos.

—Eh, eh, mucho cuidado con lo que dices, ¿está claro? —Nariz Chata se acercó a la reja y contempló a Basta con visible satisfacción—. Así que el dedo sucio ha vuelto a tomarte el pelo. Eso no le gustará a Capricornio ni pizca.

—¡Manda a alguien tras él! —vociferó Basta—. O le diré al jefe que lo has dejado escapar.

Nariz Chata sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se sonó ruidosamente.

—¿Ah, sí? ¿Y quién está detrás de la reja, tú o yo? No llegará muy lejos. En el aparcamiento hay dos centinelas; en la plaza, otros tres, y su cara es fácil de reconocer, de eso te encargaste tú, ¿verdad? — Su risa se asemejaba a los ladridos de un perro—. Sabes, a esta visión podría acostumbrarme sin problemas. Tu cara queda favorecida detrás de los barrotes. Ahí no puedes ponerte chulo y blandir la navaja ante las narices de nadie.

—¡Abre de una vez la maldita puerta! —gritó Basta—. O te rebanaré tu horrenda nariz.

Nariz Chata se cruzó de brazos.

—No puedo abrir —afirmó, aburrido—. Dedo sucio se llevó las llaves. ¿O acaso las ves por alguna parte? —preguntó volviéndose hacia el chico que aún apuntaba a Meggie y a su madre con la escopeta. Cuando éste negó con la cabeza, una sonrisa de satisfacción asomó al rostro deforme de Nariz Chata—. Pues no, él tampoco las ve por ningún sitio. Bien, en ese caso iré a ver a Mortola. A lo mejor tiene una llave de repuesto.

—¡Deja de reírte! —chilló Basta—. O borraré esa sonrisa de tus labios.

—Qué cosas dices. Pero si no veo tu navajita… ¿Acaso ha vuelto a robártela Dedo Polvoriento? Si esto sigue así, conseguirá hacer una colección. — Nariz Chata volvió la espalda a Basta y señaló la celda contigua—. Encierra ahí a la mujer y vigílala hasta que regrese con las llaves —le ordenó—. Yo conduciré de vuelta a la pequeña Lengua de Brujo.

Cuando tiró de ella, Meggie se resistió, pero Nariz Chata la levantó sin más preámbulos y se la echó al hombro.

—¿Qué hacía aquí abajo la pequeña? —preguntó—. ¿Lo sabe Capricornio?

—¡Pregúntale a la Urraca! —rugió Basta.

—Me cuidaré mucho de hacerlo —gruñó Nariz Chata mientras se dirigía con paso firme hacia la escalera.

Meggie pudo ver todavía al chico empujando a su madre con el cañón de la escopeta dentro de la otra celda; después sus ojos sólo vislumbraron los escalones, la iglesia y la plaza polvorienta por la que Nariz Chata la transportaba como si fuera un saco de patatas.

—Bueno, ojalá tu vocecita no sea tan fina como tú —gruñó cuando volvió a dejarla de pie delante de la habitación en la que la habían encerrado a ella y a Fenoglio—, o la Sombra será estrecha de pecho cuando aparezca esta noche.

Meggie no respondió.

En cuanto Nariz Chata abrió la puerta, pasó junto a Fenoglio sin decir palabra, trepó a su litera y enterró la cabeza en el jersey de su padre.

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