Authors: Javier Reverte
La distancia entre el puerto ateniense del Pireo y Nauplia no es demasiada, pese a que hay que dar un amplio giro junto a las ariscadas paredes de la península Argólida. Un viaje directo en barco puede durar entre tres y cuatro horas, pero el transbordador que yo había tomado era una especie de autobús marino, con escalas en las islas de Poros, Ídhra y Spétsai. De manera que la navegación hasta Nauplia nos llevó toda la noche y parte de la mañana.
Era un buque grandullón, con la panza llena de coches, camiones y autobuses. Arriba, los pasajeros dormitaban en los sillones del bar o quemaban el tiempo contemplando en las pantallas de vídeo un filme sobre matanzas interminables en algún lugar de Asia. Varios niños sin sueño se entretenían cazando marcianos en las máquinas de juegos electrónicos. Navegábamos sumidos en un imponente tiroteo.
Descansé unas pocas horas, en duermevela, tendido en un sofá y con la cabeza apoyada en mi bolsa de viaje. Cuando la claridad del nuevo día entró en los puentes tomé un café y un botellín de agua y salí a cubierta. Habíamos dejado atrás la isla de Spétsai, la nada había desaparecido y el mundo estaba allí delante. Montañas desnudas, rudos murallones sobre la costa, cielo sin rastro de nubes y un mar de bronco azul, así era Grecia aquella mañana mientras el barco surcaba las aguas del golfo Argólico. ¡Y la luz! Era la misma luz que ha deslumhrado a tantos viajeros, la luz del principio de las cosas, la energía primera que originó la vida. Era esa misma inmensidad luminosa que conmovió a Henry Miller cuando recorrió las costas y las llanuras griegas. «En Grecia», escribía el autor de
El coloso de Marusi
, «uno siente el deseo de bañarse en el cielo, librarse de la ropa, correr y, de un salto, sumergirse en el azul. Uno desea flotar en el aire como un ángel».
No hay dudas sobre el hecho de que la historia de la civilización griega comenzó en las llanuras y las costas de Argos y en la no muy lejana isla de Creta. Aquellos primitivos griegos que llegaron desde el norte alrededor del 1800 antes de Cristo se llamaban a sí mismos aqueos y nominaban a su patria Acaya. Eran los hijos de una larga emigración, cosa por otra parte nada especial si se tiene en cuenta que toda la historia del mundo está escrita por grandes migraciones humanas. Nadie es el dueño original de la tierra, por muy pequeño que sea el pedazo que uno escoge como patria. Cualquier nación ha nacido de una invasión y una conquista. La fiebre de nacionalismos que nos acomete en este comienzo de milenio pierde su principal razón de ser cuando se pasan hacia atrás las páginas de la Historia. Todo nacionalista tiene un bisabuelo que llegó como un intruso a un país que no era el suyo. En buena ley y si siguieran vivos, los verdaderos dueños del planeta deberían ser quizá los dinosaurios.
Sabemos que los aqueos eran una rama desgajada del tronco indoeuropeo y que iniciaron su larga marcha hacia el oeste y el sur desde las mesetas de Asia Central. ¿Cuántos siglos tardaron? No tenemos ni idea, pero hacia el 1900 a.C. ya estaban en Tesalia, después de cruzar el mar Egeo desde la antigua Lidia, fundiéndose con las poblaciones originales. Desde allí, descendieron hacia el Peloponeso, donde de nuevo se mezclaron con los pobladores del lugar. Las leyendas hablan de una primera dinastía, fundada por el rey Pélope, que dio nombre a la península, Peloponeso (la isla de Pélope). El mito habla de otros reyes, como el héroe Perseo, venido de Oriente, a quien se representa como un león alado, y que estaba emparentado con el propio Hércules. Los pelópidas, los perseidas y los tantálidas precedieron a la última dinastía propiamente aquea, la de los atridas, fundada por Atreo y cuyo segundo hijo se llamó Agamenón. Las dudas sobre la autenticidad de esta postrera familia real se han disipado gracias a los hallazgos arqueológicos del último siglo y medio, que confirman mucho de cuanto se relata en el primer gran poema de Homero, la
Ilíada
. Agamenón y Orestes fueron con toda probabilidad los últimos monarcas aqueos del Peloponeso, antes de la invasión de los dorios. El mito griego, en este punto, es ya realidad, casi historia.
Atreo estableció su capital en Micenas, no muy lejos de Nauplia, en una colina sobre las llanuras argólidas. Y en tiempos de Agamenón, alrededor del 1200 a.C, la dinastía atrida dominaba todo el Peloponeso. En Esparta, por ejemplo, gobernaba el rey Menelao, hermano de Agamenón y marido de Helena, la mujer que, según Homero, provocó la guerra de Troya.
Micenas era un estado militar donde el soberano apoyaba su poder en una aristocracia guerrera. Pese a que los aqueos tenían su origen en tierras del interior de Asia, en su larga emigración ya se habían convertido en excelentes marinos. Eran una potencia marítima, quizá la más poderosa de su tiempo, bajo la égida de los atridas. Agamenón fue un poderoso señor del mar y su hegemonía de
primus inter pares
se imponía desde las tierras de Tesalia, al norte del Ática, hasta el cabo Maleo, en la punta sur del Peloponeso. Cuando reinaba el penúltimo de los atridas, Creta, su rival principal en el Mediterráneo, ya había sido sometida y conquistada por los aqueos.
No obstante, aquel pueblo no era tan sólo una tribu de guerreros. Les debemos mucho los europeos de hoy, puesto que fueron ellos quienes plantaron las semillas de una forma de ver el mundo, y de diseñar los valores del hombre, que en buena medida ha sobrevivido hasta nosotros. Antes que ellos, antes que este «pueblo de las hachas de guerra», como los llamaron los antiguos, otras invasiones no habían dejado nada que poder recordar, y otros conquistadores que llegaron después, como los dorios, tampoco nos aportaron nada digno de ser reseñado. A los cantos de Homero le debemos los hombres de los siglos posteriores el conocimiento de aquella civilización que sentó los principios sobre los que se alzaría la luminosidad del alma griega.
«¿Cómo sería el mundo si la
Ilíada
y la
Odisea
hubieran desaparecido por completo?», se preguntan los autores de la
Historia de la literatura griega
, editada por la Universidad de Cambridge. Es probable que fuese un mundo aún más salvaje del que tenemos, por muy difícil que parezca. Y desde luego mucho más irracional.
En aquel universo de héroes, dioses, reyes, guerras y desastres retratado por el genio homérico, dos figuras de la leyenda —y probablemente de la vida real— trazaron la senda del pensamiento de Occidente. El primero, un aqueo de Tesalia, Aquiles, hijo de Peleo. El segundo, el rey de una pequeña isla del Jónico, Odiseo —o Ulises—, el hijo de Laertes. Ambos combatieron en Troya, dignos hijos de sus padres, que habían tomado parte en la expedición de los Argonautas en busca del Vellocino de Oro.
«Este héroe magnánimo», dice de Aquiles Ernest Curtius, el autor de la monumental
Historia de Grecia
, «que no vacila en preferir una corta y gloriosa carrera a una larga vida de oscuridad y bienestar, es una especie de monumento imperecedero levantado al espíritu caballeresco, a las elevadas aspiraciones, y muestra las facultades poéticas de los aqueos».
Este Aquiles sería, más de ocho siglos después, el espejo en que se miraría Alejandro Magno antes de iniciar las fabulosas expediciones militares que le hicieron soberano del mundo antiguo. Alejandro, a su vez, sería el espejo en el que se fijarían hombres ya muy próximos a nosotros, como Napoleón Bonaparte. Por otro lado, es importante recordar que el maestro de Alejandro no fue otro que Aristóteles, uno de los padres de la filosofía occidental. En uno de sus escritos sobre ética, Aristóteles señalaba: «Quien se sienta impregnado de la propia estimación preferirá vivir brevemente en el más alto goce que una larga existencia en indolente reposo; preferirá vivir un año sólo por un fin noble que una larga vida por nada; preferirá cumplir una sola acción grande y magnífica más que una serie de pequeñeces insignificantes». El filósofo dibujaba así el alma de Aquiles y el mundo de valores que diseñó el pueblo aqueo inmortalizado por Homero.
Así que uno puede ir a Micenas y ver las ruinas de la antigua ciudad para comprobar que la historia de los atridas, y en particular la del rey Agamenón, tiene a su favor todas las cartas de lo verosímil. Pero es mejor intentar atrapar, entre las murallas derruidas del palacio aqueo, el viento vigoroso del espíritu de Aquiles. A Micenas no debe viajarse tan sólo para testificar la verdad de la Historia; importa más atravesar la Puerta de los Leones y subir las escaleras de mármol desgastadas por los siglos, sintiendo que se asciende el sendero de los héroes. Porque la literatura tiene también su propia mística, estaríamos buenos.
El arte puede definirse de muchas formas, pero a menudo suele ser una rebeldía contra la norma suprema, un afán por derrotar cuanto nos es impuesto y hacerlo siempre en nombre de la belleza. Así que, debajo de la norma estética, late a menudo una propuesta ética. O mejor: no hay apuesta moral si no se sustenta en un afán de unidad y de equilibrio, que no es otra la razón última de la estética. Y ésa fue la gran conquista griega, el logro sustancial que cuajó con plenitud en el periodo clásico: fundir la ambición moral y el anhelo de perfección formal. Para los griegos no había diferencia entre la idea y su vestidura, entre el ser y el parecer. «Apropiarse de la belleza», uno de sus principales propósitos, era una norma ética, no sólo estética. Y no les salió nada mal semejante reto a aquellos hombres recios, armados de hachas, venidos de las duras estepas de Asia y convertidos, pocos siglos después, en los refinados hijos de la mar.
Nauplia es la ciudad más hermosa de Grecia y aquel luminoso mediodía de domingo parecía serlo en mayor medida. Un sol preciso y fuerte sobre las plazas diseñadas por los venecianos, un mar azul añil, una brisa lozana que limpiaba el cielo, altos edificios neoclásicos tocados por un golpe de audacia italiana, fuentes cinceladas por los turcos, balcones adornados de geranios, parques de árboles olorosos y dulces muchachas paseando en el malecón. Era una ciudad para quedarse toda una vida, pensé entonces. Pienso ahora lo mismo al repasar mis notas, y al recordar la visión de la ciudad y escribir sobre ella. No sabría decir muy bien por qué, pero Nauplia es uno de esos rincones del mundo donde te asalta el espejismo de que sus habitantes son gentes felices y de la que tú también podrías serlo. Quizá porque la belleza sencilla, la naturalidad de la hermosura no forzada, logra que el alma respire el aire de la serenidad.
Recuerdo que comí una dorada y bebí una frasca de vino blanco en un restaurante del malecón. El joven camarero que atendía la terraza, tan miope que parecía llevar sobre los ojos dos lupas en lugar de gafas, corría sin tino de mesa en mesa, apremiado por su jefe, y en su empeño por agradar y cumplir con su cometido no lograba otra cosa que descontentar a toda la clientela. Preguntaba a todos y no servía a nadie. Pugnaba contra su confusión por cuadrar los pedidos con la mesa oportuna. Daba de comer primero a los últimos que llegaban, confundiendo los platos, y dejaba esperando a quienes habían llegado antes. Un desastre. Almorcé sin enterarme muy bien a qué sabía el pescado, pendiente del esforzado camarero. Aquel día, por suerte, no se estrelló contra ninguno de los postes de sujeción de los toldos. Le dejé en el platillo una buena propina para premiar su terca voluntad. Lo más probable es que su jefe lo haya tirado al mar.
No hubiera salido de Nauplia en todo el día, pero Micenas esperaba tan sólo unos pocos kilómetros al norte. Y el deber es el deber cuando uno viaja.
Todo europeo que ame los libros debe traspasar, al menos una vez en su vida, la Puerta de los Leones del palacio de Micenas. De manera que, a la mañana siguiente de mi llegada al Peloponeso, alquilé un coche para cumplir el rito.
No son muchos los kilómetros que separan Nauplia del antiguo palacio de los atridas. De los anchos campos de la Argólida iba levantándose una neblina opaca, dejando sus hilachos desgarrados en las ramas plateadas de los olivos. Cuando llegué a Micenas, el sol había ganado la partida a los últimos restos de la bruma y el valle temblaba bajo la robusta luz. En la explanada que hay al pie de las ruinas aparcaban varios autocares de turistas, y arriba, en las faldas de la loma donde se derraman los restos de los muros y columnas de la antigua ciudadela, se les veía por decenas, como hormigas recorriendo un paisaje devastado. Uno siempre aspira a visitar en soledad lugares como Micenas, pero es algo imposible en nuestro tiempo. Y, además, tampoco es justo. Supongo que la mayoría de los turistas que había allí aquella mañana sentían lo mismo que yo: que tenían el derecho de estar solos.
Ascendí la cuestecilla y alcancé la briosa Puerta de los Leones, cercada de bloques de piedra imbatibles frente al furor de los siglos. En el umbral de la majestuosa entrada, los turistas se retrataban por turnos y una guía explicaba en inglés la historia del palacio a un grupo de japoneses sonrientes y asentidores. El sol pegaba justo detrás del vértice donde se acercan los hombros de los dos felinos. No hay, quizá, una entrada tan imponente en el mundo para el palacio de un rey. Ni tan sencilla. Pero la grandeza no precisa nunca de barroquismos.
Los artistas que servían a los reyes atridas supieron muy bien conjugar el ascetismo de aquella dinastía de guerreros con el espíritu noble de estos leones cuyos cuerpos se yerguen hacia el cielo, como si desearan trepar hacia lo alto. El mármol es duro, pesado y telúrico como ninguna otra piedra, pero el cincel del escultor que modeló las figuras de las dos fieras hace más de tres mil años las dotó de un temblor místico que aún permanece en ellas. Nada mejor que un león para representar el poder y el valor de un rey guerrero, pero en los leones de Micenas palpita una vocación de pájaros, como si ambos se preparasen para saltar hacia el espacio y volar allí como las águilas. Los leones de otros fieros pueblos de la Antigüedad son animales pegados a la tierra, guardianes celosos del poder de sus soberanos, sólidos machos que clavan sus garras en el suelo conquistado. Los de Micenas retratan el alma de un pueblo que no sólo quería vencer y dominar como hacen siempre los pueblos invasores, sino que aspiraba sobre todo a ganar la superior de las batallas, la del espíritu. En Micenas permanece la impronta en mármol de aquella victoria superior y deja en nuestros corazones el perfume invisible de su esfuerzo sobrehumano.