Cortafuegos (3 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
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Wallander se dio cuenta de que había pronunciado aquellas palabras casi a gritos. El fumador lo miraba lleno de asombro. El inspector hizo un gesto de displicencia y se dio media vuelta en el preciso momento en que el coche negro de la funeraria subía hacia la iglesia, sacaron el ataúd de color marrón junto con una única corona de flores. Entonces cayó en la cuenta de que él debería haber llevado algunas. Se dirigió hacia los niños que jugaban a la pelota.

—¿Alguno de vosotros sabe si hay una floristería por aquí cerca? —preguntó.

Uno de los niños señaló con el dedo.

Wallander tomó la cartera y sacó un billete de cien coronas.

—Echa a correr y tráeme un ramo de flores. Que sean rosas. Vuelve lo antes posible. Te daré un billete de diez por el recado.

El chico lo miró inquisitivo, pero tomó el dinero.

—Soy policía —advirtió Wallander—. Un policía terrible. SÍ te largas con el dinero, te buscaré hasta dar contigo.

El niño negó con un gesto.

—¡Si no llevas uniforme! —dijo en sueco con un claro acento extranjero—. Además, no pareces policía. O, por lo menos, no muy terrible.

Wallander sacó la placa, que el chico examinó durante un momento antes de asentir y salir corriendo. Los demás siguieron jugando al fútbol.

«El índice de probabilidad de que, a pesar de todo, no regrese es bastante elevado», aceptó Wallander con abatimiento. «El respeto por los agentes de policía dejó de ser algo obvio en este país hace ya demasiado tiempo».

Pero el niño volvió con un ramo de rosas. Wallander le dio veinte coronas: diez, porque él se las había prometido y otras diez porque el niño había vuelto de verdad. Claro que aquello era demasiado, pero ya era tarde para arrepentirse. Poco después, un taxi aparcó ante la iglesia. Reconoció a la madre de Stefan enseguida, aunque la mujer había envejecido y estaba extremadamente delgada, casi raquítica, junto a ella caminaba Jens, el hermano pequeño, que tendría unos siete años. Se parecía mucho a su hermano. Tenía los ojos grandes y desorbitados, aún morada del miedo de antaño. Wallander se acercó para saludar.

—Seremos sólo nosotros y el sacerdote —informó ella.

«Por lo menos, habrá un organista que interprete algo, digo yo», pensó Wallander sin decir nada.

Entraron en la iglesia. El sacerdote, un hombre joven, estaba sentado leyendo el periódico junto al ataúd. Wallander sintió la mano de Anette Fredman como inesperada tenaza aferrada a su brazo.

La comprendía.

El pastor guardó el periódico y todos fueron a sentarse a la derecha del ataúd. La mano de la mujer aún no lo había soltado.

«Primero pierde a su marido», recapituló Wallander para sí. «Cierto que Bjórn Fredman era un mal tipo, un hombre agresivo que la maltrataba y que tenía aterrados a los niños, pero, pese a todo, era su padre. Después, él muere a manos de su propio hijo. Luego, la hija mayor, Louise, también fallece. Y ahora ha venido para enterrar a su hijo. ¿Qué le queda en la vida a esta pobre mujer, si es que tiene algo por lo que medio vivir?».

Alguien entró en la iglesia, pero Anette Fredman no pareció darse cuenta de ello, concentrada como estaba en sacar fuerzas de flaqueza para sobrellevar la situación. Era una mujer. Tendría la misma edad que Wallander y avanzaba por la nave principal. Un instante después, Anette Fredman también advirtió su presencia, le hizo un gesto de asentimiento y la mujer se sentó a unos bancos de distancia de donde ellos se hallaban.

—Es una doctora —susurró Anette Fredman—. Se llama Agneta Malmstróm y atendió a Jens cuando estaba enfermo.

A Wallander le resultaba familiar el nombre y no tardó en caer en la cuenta de que fueron precisamente ella y su marido quienes le proporcionaron una de las pistas decisivas en la investigación contra Stefan Fredman. Recordaba una noche en la que habló con ella a través de Radio Estocolmo, pues la mujer se hallaba en un barco de vela en alta mar, cerca de Landsort.

Las notas del órgano invadieron todos los rincones del templo y Wallander notó enseguida que no eran fruto de la interpretación de ningún organista oculto, sino que el pastor había puesto en marcha un reproductor de cintas de casete.

Se preguntaba por qué no habrían tañido las campanas. ¿Acaso no comenzaban siempre los funerales con un repicar de campanas? Abandonó la idea en el momento en que sintió que la mano se ceñía con más fuerza sobre su brazo. Echó una ojeada al niño que permanecía sentado junto a Anette Fredman. ¿Era apropiado llevar a un funeral a un pequeño de siete años? Wallander tenía sus dudas, pero el niño parecía tranquilo.

La música fue acallándose hasta enmudecer. El pastor comenzó su prédica, que giró en torno a las palabras de Cristo sobre aquellos a quienes acogía en su seno a corta edad. Wallander contemplaba el ataúd al tiempo que se concentraba en contar las flores de la corona, para evitar que se le hiciese un nudo en la garganta.

El pastor fue breve. Cuando éste hubo concluido, todos se aproximaron al ataúd. Anette Fredman respiraba de forma profunda y acelerada, como si estuviese luchando por cubrir los últimos metros de una carrera. Agneta Maimstróm se les había unido en torno al difunto. Wallander se volvió al pastor, que parecía impaciente.

—¿Y las campanas? —inquirió—. Han de sonar las campanas cuando salgamos de la iglesia. Y procure que no sea la reproducción de una cinta lo que oigamos.

El sacerdote asintió algo ofendido y Wallander se preguntó fugazmente cómo habría reaccionado si él le hubiese mostrado su placa policial. Anette Fredman y Jens fueron los primeros en abandonar el templo, mientras Wallander, todavía en el interior, se detenía a saludar a Agneta Maimstróm.

—Te he reconocido de inmediato —aseguró ella—. Aunque nunca nos vimos personalmente, pero tu fotografía apareció en los periódicos.

—Ella me pidió que asistiese al funeral. ¿Te llamó a ti también?

—No, pero yo quería estar presente.

—¿Qué ocurrirá ahora?

Agneta Maimstróm movió la cabeza despacio.

—No lo sé. Ha empezado a beber demasiado… ¡Quién sabe qué será de Jens!

En el transcurso de la conversación, mantenida en un susurro, habían alcanzado la entrada de la iglesia, donde Anette y Jens los aguardaban. Un solemne tañer de campanas los envolvió al punto. Wallander abrió la puerta pero, antes de salir, se volvió a mirar el ataúd. Los empleados de la funeraria ya estaban retirándolo.

De repente, un fogonazo procedente de una cámara le hirió los ojos. A la puerta de la iglesia había un fotógrafo. Anette Fredman intentaba ocultar su rostro, pero el fotógrafo se agachó y orientó el objetivo hacia la cara del niño. Wallander intentó impedirlo, pero el fotógrafo se le adelantó y logró tomar la fotografía.

—¿Tanto les cuesta dejarnos en paz? —gritó Anette Fredman.

El niño empezó a llorar. Wallander asió al fotógrafo por el brazo y lo apartó a un lado.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —rugió el inspector.

—¿Y a ti qué te importa? —repuso a su vez el fotógrafo, un hombre de la edad de Wallander al que le olía muy mal el aliento—. Yo tomo las fotografías que me da la gana —prosiguió—. El funeral de Stefan Fredman, el asesino en serie. Pienso venderlas. Por desgracia, he llegado tarde a la ceremonia.

Wallander estaba a punto de sacar su placa cuando cambió de opinión y, simplemente, le arrebató la cámara al fotógrafo de un tirón. Éste intentaba recuperarla, pero Wallander lo mantuvo apartado hasta que logró abrir la cámara y sacar la película.

—Todo tiene un límite —sentenció al tiempo que le devolvía la cámara.

El fotógrafo le lanzó una mirada amenazante antes de echar mano de su teléfono móvil.

—Pues pienso llamar a la policía —anunció—. Esto es una agresión.

—Sí, llámala, llámala —lo animó Wallander—. Pero has de saber que yo soy inspector de policía. Del distrito de Ystad. Así que puedes llamar a los colegas de Malmö y denunciarme por lo que te venga en gana.

Wallander dejó caer la película al suelo y la pisoteó hasta destrozarla. En ese preciso momento, cesó el tañer de las campanas.

El inspector estaba sudoroso, y continuaba presa de la mayor indignación. El grito suplicante de Anette Fredman de que la dejasen en paz seguía retumbando en su cabeza. El fotógrafo miraba fijamente su película hecha añicos. Los niños, imperturbables, seguían jugando al fútbol.

Ya durante la conversación telefónica, ella le había preguntado si querría acompañarla a casa a tomar café después del funeral, y él no había sido capaz de negarse.

—No habrá fotografías en la prensa —la tranquilizó Wallander.

—¿Por qué no pueden dejarnos en paz?

Wallander no supo qué responder. Dirigió la mirada hacia Agneta Maimstróm, pero ella tampoco pareció hallar una respuesta.

El apartamento de la cuarta planta de aquel ajado edificio de viviendas de alquiler era tal y como Wallander lo recordaba. Agneta Maimstróm también los acompañó. Ambos aguardaban el café en silencio. A Wallander le pareció oír el tintineo de una botella en la cocina.

El niño se entretenía en el suelo con un juego de tazas de café. Anette Fredman apareció con un brillo en la mirada. Agneta Maimstróm le preguntó cómo llevaba la economía, pues sabía que estaba desempleada, pero ella respondió tajante:

—Va bien. De un modo u otro, salimos adelante. Día tras día.

La conversación se agotó y Wallander miró el reloj, que indicaba casi la una. Se levantó al tiempo que estrechaba la mano de Anette Fredman. En ese preciso instante, la mujer empezó a llorar, Wallander quedó perplejo.

—Yo aún me quedaré un rato, así que puedes marcharte —intervino Agneta Maimstróm.

—Intentaré llamar más adelante —prometió Wallander. Después, dio una torpe palmadita al pequeño y se marchó.

Ya en el coche, permaneció un rato sentado y en silencio antes de poner en marcha el motor. Pensaba en el fotógrafo, tan seguro de poder vender aquellas fotografías del funeral de un asesino en serie.

«Bien, no puedo negar que estas cosas ocurren, pero tampoco puedo negar que no consigo comprender por qué».

Atravesó el otoño escaniano en dirección a Ystad.

Se sentía abatido por la experiencia que acababa de vivir.

Minutos después de las dos, apareó el coche y cruzó el umbral de la comisaría.

Había empezado a soplar un viento del este. Un manto de nubes se cernía despacio sobre la costa.

3

Cuando Wallander entró en su despacho, había empezado a dolerle la cabeza, de modo que se puso a revolver en los cajones en busca de algún analgésico. Según pudo oír desde el interior, Hanson atravesaba el pasillo silbando una cancioncilla. En el fondo del cajón inferior encontró por fin una caja arrugada de pastillas. Se dirigió entonces al comedor en busca de un vaso de agua y una taza de café. Algunos de los agentes más jóvenes, los nuevos que habían llegado a Ystad durante los últimos años, conversaban animadamente en torno a una mesa acerca de sus años en la Escueta Superior de Policía. Wallander les hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo antes de regresar al despacho para quedar allí ocioso, mirando fijamente el vaso de agua en el que las dos pastillas efervescentes se deshacían en abundantes burbujas.

Pensaba en Anette Fredman e intentaba imaginar cómo se las arreglaría en ei futuro aquel pequeño que, en el suelo del apartamento de Rosengárd, se afanaba en su mudo juego como queriendo ocultarse a los ojos del mundo, marcado por el recuerdo de un padre y dos hermanos muertos.

El inspector apuró el vaso y le pareció que el dolor empezaba a remitir de inmediato. Sobre el escritorio ante el que se hallaba había un archivador que Martinson le había dejado con el rótulo de «Jodidamente urgente» garabateado sobre una etiqueta de color rojo. Wallander conocía el contenido del archivador, pues habían hablado de ello antes del fin de semana. Se trataba de un suceso acontecido la noche del martes de la semana anterior, cuando él se encontraba en Has-sleholm. En efecto, había acudido allí por orden de Lisa Holgersson, con objeto de asistir al seminario en el que la Dirección General de la Policía presentaría las nuevas directrices para la coordinación del control y la vigilancia de una serie de bandas de moteros; Wallander le había rogado que lo eximiese de tal cometido, pero Lisa Holgersson no cedió un ápice: nadie más que él seguiría aquel seminario. Una de las bandas había adquirido una gran finca situada a las afueras de Ystad, de modo que era de esperar que les causasen problemas en un futuro próximo.

Wallander tomó la resignada determinación de volver a adoptar su papel de policía, de modo que abrió el archivador y leyó el contenido para constatar que Martinson había redactado un informe claro y completo de lo ocurrido. Se retrepó en la silla dispuesto a reflexionar sobre el contenido de su lectura.

Dos jovencitas, una de diecinueve años y la otra de poco más de catorce, habían pedido un taxi desde uno de los restaurantes de la ciudad la noche del martes, a eso de las diez. Pidieron al taxista que las condujese hasta Rydsgárd. Una de las chicas ocupaba el asiento del acompañante y ya a la salida de Ystad, le pidió al taxista que se detuviese, pues deseaba cambiarse al asiento trasero. El taxista detuvo el vehículo en el arcén pero, entretanto, la chica que iba sentada en el asiento posterior había sacado un martillo con el que lo golpeó en la cabeza al tiempo que la primera le clavaba en el pecho un cuchillo que había sacado del bolso. Hecho esto, tomaron el dinero y el móvil del taxista y abandonaron el coche. Pese a las heridas, el taxista, que respondía al nombre de Johan Lundberg y tenía poco más de sesenta años, logró dar la alarma. El hombre había trabajado en aquel oficio durante toda su vida adulta y pudo ofrecer una descripción bastante precisa de las dos muchachas. Martinson, que acudió a la llamada del agredido, no tuvo la menor dificultad en averiguar los nombres de las dos atacantes, preguntando a los clientes del restaurante. Ambas fueron detenidas en sus respectivos hogares y, mientras la mayor de ellas fue arrestada y sometida a prisión preventiva, la más joven quedó retenida y a disposición policial, en razón de la gravedad del delito. Johan Lundberg, por su parte, estaba consciente cuando ingresó en el hospital. No obstante, su estado empeoró de forma repentina, había perdido la conciencia y los médicos no estaban seguros de cuál sería su evolución. A decir de Martinson, las dos adolescentes habían aducido «penuria económica» como móvil de su agresión.

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