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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (74 page)

BOOK: Cortafuegos
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A las cinco salió a tomarse una hamburguesa y, cuando regresó a la comisaría, llamó a Elvira Lindfeldt. No obtuvo respuesta y ni siquiera tenía conectado el contestador. De nuevo se adueñaron de él las sospechas, pero se sentía demasiado cansado y disperso como para dejar que sus dudas tomasen el mando.

Hacia las seis y media, Ebba los sorprendió con su presencia en la comisaría. Venía, según aseguró, a dejar la comida de Modin, que llevaba en un recipiente de plástico. Wallander le pidió a Hanson que la llevase a la plaza de Runnerstróms Torg y, cuando ya se habían mar-diado y ya era demasiado tarde, cayó en la cuenta de que no le había dado las gracias debidamente.

En torno a las siete, él mismo Hamo al apartamento. Fue Martinson quien atendió la llamada y la conversación resultó bastante breve. Aún no habían hallado la respuesta a ninguna de las preguntas de Wallander. Tras colgar el auricular, se dirigió al despacho de Hanson que, con los ojos enrojecidos, seguía mirando la pantalla de su ordenador. Wallander quiso saber si continuaban sin llegar noticias del extranjero, a lo que Hanson respondió con una sola palabra: «Nada».

Wallander sufrió un repentino acceso de cólera: asió la silla que Hanson tenía para las visitas y la estrelló contra la pared, antes de dar media vuelta y marcharse.

A las ocho de la tarde se asomó de nuevo en el umbral de la puerta de Hanson.

—Nos vamos a Runnerstróms Torg —ordenó—. Esto no puede seguir así. Hemos de hacer una síntesis de la situación.

Fueron a recoger a Ann-Britt, a la que hallaron dormitando en su despacho, y partieron en silencio hacia el despacho de Falk. Ya en el apartamento, encontraron que Modin estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared, en tanto que Martinson ocupaba su silla plegable y Alfredsson yacía en el suelo cuan largo era. Wallander se preguntaba si se las había visto antes con un grupo de investigación en el que el desánimo y el agotamiento hubiesen hecho presa tan segura. Sabía que el cansancio físico se debía a que, a pesar de los hechos acaecidos durante la noche, velan que sus actuaciones no les reportaban el menor éxito. Con que hubiesen logrado un solo paso adelante, si hubiesen logrado atravesar el muro, la suma de sus energías sería aún suficiente. Pero el abatimiento y la resignación reinantes eran prácticamente infinitos.

«Pero ¿qué hago? ¿Cómo articular nuestro último esfuerzo, antes de que suenen las doce?», se preguntaba.

Tomó asiento en la silla que había junto al ordenador. Los demás se agruparon en torno a él, salvo Martinson, que se mantuvo algo apartado.

—A ver, una síntesis —los exhortó—. ¿En qué punto nos hallamos?

—Bueno, contamos con numerosos indicios de que algo sucederá el día 20 —comenzó Alfredsson—. Pero ignoramos si será justo a medianoche. Parece, pues, probable que las instituciones que hemos identificado detecten algún tipo de problema informático en sus ordenadores. Y entre todas las que aún nos quedan por identificar, puede ocurrir otro tanto. Puesto que todas ellas son gigantes financieros con gran poder económico, hemos de presuponer que el móvil aquí ha sido el dinero. No obstante, desconocemos igualmente si pretenden perpetrar un asalto a un banco por vía electrónica o si es algo distinto por completo.

—¿Qué sería lo peor que cupiera imaginar? —inquirió Wallander.

—Que surja el caos en los mercados financieros mundiales.

—Pero ¿tú crees de verdad que eso es posible?

—Ya hemos hablado de esto con anterioridad, pero si, por ejemplo, lo que persiguen es inocular la inseguridad o provocar un cambio inesperado en el curso del dólar, podrían desatar una situación de pánico difícil de controlar.

—Pues eso es lo que yo creo que sucederá —intervino Modin.

Todas las miradas se dirigieron al joven que, con las piernas cruzadas y sentado en el suelo, había estado guardando silencio a los pies de Wallander.

—Ya. Y eso, ¿por qué? ¿Podrías demostrarlo?

—En mi opinión, es algo de tal envergadura que no podemos ni imaginarlo. Lo que a su vez significa que ni mediante una argumentación lógica ni recurriendo a nuestra imaginación podríamos descubrir lo que va a suceder hasta que sea demasiado tarde.

—Pero ¿cuál es el origen de todo esto? ¿No es necesario un factor desencadenante? No sé, alguien que pulse un botón…

—Lo más probable es que el desencadenante sea algo tan cotidiano que ni se nos ocurra.

—Ahí tenemos otra vez la simbólica máquina de café —apuntó Hanson.

Wallander guardó silencio y echó una ojeada a su alrededor.

—Lo único que podemos hacer es continuar como hasta ahora. No tenemos más opciones.

—Olvidé unos disquetes en Malmo —advirtió Modin—. Y los necesito para poder continuar.

—Pues enviaremos un coche a buscarlos.

—Yo iré con ellos —propuso Modin—. Tengo que salir un rato a que me dé el aire. Además, en Malmo hay una tienda que abre por las noches donde venden el tipo de alimentos que yo puedo comer.

Wallander asintió y se puso en pie mientras Hanson llamaba para reclamar una patrulla que pudiese llevar a Modin a Malmo. El inspector marcó el número de Elvira Lindfeldt, pero el teléfono estaba ocupado. Cuando lo intentó por segunda vez, ella contestó enseguida. Él no le ocultó la verdad, sino que le explicó que Modin iría a Malmo a recoger unos disquetes que se había dejado allí olvidados. Ella le prometió que lo recibiría y Wallander notó que su voz volvía a tener el tono afable del primer encuentro.

—¿Lo acompañarás tú? —inquirió ella.

—No tengo tiempo.

—Está bien. No te preguntaré por qué.

—Sí, será lo mejor. Me llevaría demasiado explicártelo.

Alfredsson y Martinson se inclinaron de nuevo sobre el ordenador de Falk. Wallander regresó a la comisaría en compañía de los demás colegas, pero se detuvo al llegar a la recepción.

—Nos veremos dentro de media hora —ordenó—. Para entonces, cada uno de vosotros habrá reflexionado sobre lo sucedido. Ya sé que treinta minutos no son muchos, pero no hay más. Después, lo retomaremos todo desde el principio una vez más para examinar la situación.

Todos se marcharon a sus respectivos despachos y, tan pronto como Wallander llegó al suyo, sonó el teléfono de la recepción, desde donde le anunciaban que tenía visita.

—¿Quién es y qué quiere? —quiso saber el inspector—. No tengo mucho tiempo, la verdad.

—Una mujer que dice vivir en la calle de Mariagatan y ser vecina tuya. Una tal señora Hartman.

Wallander se sintió presa de un súbito temor ante la eventualidad de que hubiese ocurrido algún accidente. Hacía ya algunos años había sufrido una fuga de agua en su apartamento y la señora Hartman, que era viuda y que vivía en el piso de abajo, había sido quien había llamado a la comisaría para avisar del siniestro en aquella ocasión.

—Dile que voy ahora mismo —respondió Wallander antes de colgar.

Una vez en la recepción, la señora Hartman le dio la alentadora noticia de que no había detectado en su techo ninguna fuga de agua procedente de su apartamento. En cambio, le tendió una carta.

—El cartero debió de echarla al buzón equivocado —se excusó ella—. Lo más probable es que la recibiese el viernes pasado, pero he estado fuera unos días y no la he visto hasta esta mañana. Se me ocurrió que podía ser importante y…

—No tenías por qué haberte molestado —replicó Wallander en tono amable—. No suelo recibir correo tan importante que no pueda esperar.

Ella le dejó la carta, que no llevaba remite. La señora Hartman se marchó y Wallander regresó a su despacho. Abrió la carta y, para su sorpresa, comprobó que era de la agencia Datamotet, que le agradecía su interés y le prometía reenviarle las posibles respuestas tan pronto como se produjesen.

Wallander arrugó la carta y la arrojó a la papelera. Durante unos segundos su cerebro quedó desierto de la menor idea, pero, de pronto, con el entrecejo fruncido, recuperó la carta de la papelera y leyó el contenido una vez más. Buscó después el sobre entre los papeles desechados y, sin saber por qué, se quedó observando el matasellos con detenimiento. La carta había sido enviada el jueves de la semana anterior.

Su cerebro seguía vacío de todo pensamiento.

Y el desasosiego parecía proceder de ninguna parte. El matasellos era del jueves de la semana anterior. Y en la carta le daban la bienvenida a la agencia Datamotet. Pero, para entonces, él ya había recibido una respuesta, la de Elvira Lindfeldt, una carta que alguien había introducido directamente en su buzón. Una carta sin matasellos.

Las ideas se sucedieron súbitamente en su cabeza. Después se dio la vuelta y miró el ordenador que tenía sobre el escritorio. Se quedó allí sentado incapaz de moverse. Los pensamientos se agitaban ahora como en un torbellino, veloces, al principio, después de forma cada vez más pausada. Se preguntaba si no estaría perdiendo el juicio. Pero intentaba obligarse a reflexionar con calma y frialdad absolutas.

Todo ello sin dejar de observar su ordenador. Una imagen empezó a tomar forma en su mente, un contexto en el que encajarlo todo. Y dicho contexto se le antojó terrible. Salió como una tromba hacia el pasillo y echó a correr en dirección al despacho de Hanson.

—¡Llama al coche patrulla! —gritó ya dentro del despacho. Hanson dio un respingo y lo miró aterrado.

—¿Qué coche patrulla?

—El que ha ido a Malmö con Modín.

—¿Por qué?

—¡Haz lo que te digo, rápido!

Hanson levantó el auricular y en menos de dos minutos obtuvo respuesta.

—Ya están volviendo —dijo mientras colgaba el auricular. Wallander respiró tranquilo.

—Pero, al parecer, Modin se quedó en Malmö. Wallander sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

—¿Dijo por qué?

—Según los compañeros, salió a decirles que seguiría trabajando desde allí.

Wallander quedó petrificado. El corazón le latía con violencia y no terminaba de dar crédito a las palabras de Hanson. Pese a todo, había sido él quien había caído en la cuenta de que existía el riesgo de que los ordenadores de la policía también fuesen saqueados y vaciados de su contenido.

Y aquello afectaba no sólo al material de investigación, sino también, por ejemplo, a una carta que alguien hubiese enviado a una agencia de contactos.

—Salimos dentro de un minuto. Llévate el arma —ordenó.

—¿Adónde vamos?

—A Malmö.

Por más que durante el trayecto Wallander intentó explicarle lo que sucedía, Hanson no alcanzaba a comprenderlo. El inspector no cesaba de pedirle que marcase el número de Elvira Lindfeldt, pero nadie respondía. Wallander había puesto la sirena sobre el techo del automóvil. En silencio, rogaba a todos los dioses cuyo nombre conocía que no permitiesen que le sucediese nada a Modin. Pero, en el fondo, él se temía lo peor.

Frenaron ante la casa poco después de las diez. Todo estaba a oscuras. Salieron del vehículo al silencio de la noche. Wallander le pidió a Hanson que aguardase al abrigo de las sombras, junto a la verja. Después le quitó el seguro a su arma y tomó el sendero que conducía hasta la puerta principal. Una vez allí, prestó atención. Llamó, aguardó y escuchó de nuevo. Volvió a llamar, pero nadie acudió a abrirle, de modo que tanteó la manivela y comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave. Con un gesto, le indicó a Hanson que se acercase.

—Deberíamos esperar refuerzos —susurró Hanson.

—No tenemos tiempo.

Wallander abrió la puerta con suma cautela. De nuevo volvió a prestar la máxima atención. No tenía idea de qué podía haber en la oscuridad. Recordaba que el interruptor estaba a la izquierda de la puerta y fue a tientas, siguiendo la pared con la mano, hasta encontrarlo. En el momento en que se hizo la luz, el inspector dio un salto hacia un lado y se agazapó.

El vestíbulo estaba vacío.

El haz de luz entraba en la sala de estar y vio a Elvira Lindfeldt sentada en el sofá. La mujer lo miraba. Wallander respiró hondo. La mujer no se movía y él supo que estaba muerta. Llamó a Hanson y ambos entraron cautelosos en la sala.

Le habían dado un tiro en la nuca. El espaldar del sofá de color amarillo claro estaba impregnado de sangre.

Inspeccionaron la casa, pero no hallaron a ninguna otra persona.

Robert Modin había desaparecido. Wallander sabía que aquello sólo podía tener un significado.

En efecto, alguien distinto de la mujer lo esperaba en aquella casa.

El hombre de la plantación no estaba solo.

39

Wallander jamás supo explicarse cómo logró sobrevivir aquella noche, aunque se figuraba que tanto los reproches que él mismo se hacía como la ira desatada en su interior debieron de ayudarle a ello. Sin embargo, el sentimiento predominante fue en todo momento el temor ante la idea de lo que pudiera haberle sucedido a Robert Modim. Su primer pensamiento exterminador, al ver a Elvira Lindfeldt muerta en el sofá, fue que también Robert aparecería asesinado por algún rincón de la casa. Sin embargo, una vez que se hubo asegurado de que la vivienda estaba vacía, adivinó que era posible que el joven aún estuviese con vida. Todo aquello parecía orientado a lograr que algo se mantuviese en secreto o a impedir que algo sucediese; y ésta debía de ser la razón por la que se habían llevado a Robert Modin. El inspector tenia bien presente lo que les había ocurrido a Sonja Hokberg y a Jonas Landahl. Pero tenía el convencimiento de que no podían establecerse paralelismos totales entre lo acontecido a los dos jóvenes y lo que ahora se le presentaba, pues ignoraban por completo los entresijos de aquellos dos casos. A estas alturas, en cambio, ya tenían establecidas unas conexiones bien claras entre hechos y actores, lo que implicaba a su vez que su situación inicial era más favorable, pese a continuar desconociendo qué le habría sucedido a Modin.

De cualquier modo, otra de las causas de la actividad que él desplegó aquella noche fue la cólera que le produjo la certeza de haber sido traicionado. Y, cómo no, el dolor que le producía el hecho de que, una vez más, la vida le había arrebatado una posibilidad de huir de la soledad. No podía añorar a Elvira Lindfeldt, por más que lo atemorizase su muerte. Ella había robado su anuncio del ordenador y se le había aproximado bajo una apariencia totalmente falsa. Y él se había dejado engañar. Habían tejido la trampa con gran habilidad. Y la humillación había sido inaudita. La cólera sacudía su interior a oleadas violentas desde muchos frentes.

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