El interior del pabellón, en penumbra, era fresco, como nos habían prometido, porque unos chorros de agua humedecían periódicamente la verde hierba junto a las ventanas y enfriaban el aire. Más tarde, un miembro de mi embajada logró desentrañar el principio hidráulico de este sistema y, durante un tiempo, lo utilizamos en los jardines del nuevo palacio de Babilonia. Pero fue abandonado pronto, como todas las innovaciones en esa ciudad. Cualquier cosa posterior al modernizante Nabucodonosor es considerada levemente pecaminosa. Los babilonios son, sin duda, el pueblo más conservador de la tierra.
El príncipe Jeta no era joven ni viejo. Su piel era más clara que la del habitante corriente de Magadha, y revelaba ese curioso pliegue sobre los ojos que caracteriza a los montañeses del Himalaya y a los habitantes de Catay. Teniendo en cuenta que se trataba de un noble indio, en verano, los movimientos de su cuerpo delgado resultaban sorprendentemente vivaces, sin duda a causa del fresco creado por el agua corriente, los árboles, los abanicos que giraban mágicamente.
El príncipe Jeta nos recibió formalmente. Estaba encantadísimo, me dijo luego, de que me casara con su nieta, que era, como todos reconocían, tan fértil como una lechuga, de pies tan leves como los de una gacela, y demás. No simulaba conocerla, y eso me gustó.
Una vez terminadas las ceremonias, nos sirvieron una comida ligera pero deliciosa.
—Yo no como carne —dijo—. Pero, por supuesto, puedes hacerlo si quieres.
—No —respondí con alivio. En un cálido día de verano, la combinación de carne con ghee me tornaba tan obtuso como un brahmán sobrealimentado. Pregunté al dueño de casa si evitaba la carne por motivos religiosos.
El príncipe Jeta hizo un gesto delicado de culpabilidad.
—Querría verdaderamente ser un iluminado. Pero no lo soy, observo los votos hasta donde puedo, pero eso es muy poco. Estoy muy lejos del nirvana.
—Quizás —dije— el Sabio Señor encuentre que tus intenciones son iguales a los hechos; quizás te permita cruzar el puente de la redención hacia el paraíso.
No me puedo explicar por qué tuve tan poco tacto, como para proponer el tema de la religión en casa de un amigo del Buda. Aunque me habían enseñado que la nuestra era la única religión verdadera, y que debía ser transmitida a todos los hombres —y a sus demonios—, les gustara o no, era también un cortesano y, sobre todo, un embajador. Darío me había dicho, con gran firmeza, que no debía atacar a otros dioses ni imponer el Sabio Señor a los extranjeros.
Pero el príncipe Jeta decidió no tomar a mal mis torpes palabras.
—El Sabio Señor obraría con gran generosidad si ayudara a un ser tan indigno a cruzar su puente al… al paraíso.
En general, la concepción del paraíso como el mundo de los padres es poco clara para los indo-arios y totalmente ignorada por quienes han reemplazado a los dioses védicos por el concepto de una larga cadena de muertes y renacimientos que concluye con la iluminación personal o con la terminación (para volver a comenzar) de uno de los ciclos mundiales de la creación.
Dejé de lado el tema del Sabio Señor. Y lo mismo hizo el príncipe Jeta, como constaté con pena. Habló del Buda.
—Lo conocerás cuando nos visites en Koshala, y me sentiré desconsolado si nos privas —¿cómo lo diré?— de tu radiante presencia en Shravasti, no sólo como emisario del Gran Rey sino, especialmente, como nieto de Zoroastro.
Como todos los indios, el príncipe Jeta podía tejer guirnaldas de flores con sus palabras. Como cualquier cortesano persa, también yo. Pero después de la comida dejamos marchitar las flores y nos dedicamos a los asuntos importantes.
—Saldremos a pasear —dijo el príncipe Jeta, cogiéndome del brazo. Me condujo entonces hasta un lago artificial, tan deliciosamente adornado por juncos y lotos que cualquiera habría pensado en una obra, insólitamente acertada, de la naturaleza. Debido a un ingenioso efecto de perspectiva, el lago parecía rodeado de montañas en la orilla opuesta, además de muy ancho y profundo.
En la orilla, el príncipe Jeta se quitó la prenda superior.
—¿Sabes nadar? —preguntó.
—Es una de las primeras cosas que nos enseñan —respondí.
En realidad, nunca había aprendido a nadar bien. Pero pude mantenerme a la par del príncipe Jeta, que braceaba decorosamente por las someras aguas del lago hacia las montañas en miniatura. Peces de vivos colores pasaban rápidamente por entre nuestras piernas; desde la ribera nos miraban los encendidos flamencos. Aquel día, en ese lugar había algo propio del paraíso.
Cuando estábamos a unos pocos pies del promontorio artificial, el príncipe Jeta dijo:
—Bucea conteniendo la respiración por debajo de las rocas. —Y desapareció bruscamente, como una gaviota que persigue a un pez.
Como no sabia bucear, metí cuidadosamente la cabeza debajo del agua y moví con fuerza los pies. Supuse que me ahogaría, pero, por primera vez en la vida, abrí los ojos bajo el agua y contemplé, hechizado, los peces de colores, los helechos, los tallos de los lotos. Cuando ya casi estaba sin aliento, vi la entrada de una caverna. Con un gran impulso de los pies me lancé hacia ella y subí de inmediato a la superficie.
El príncipe Jeta me ayudó a salir del agua. Había esparcidos sobre la fina arena blanca, divanes, mesas, sillas. En realidad, la arena no era blanca sino azul. Todo, en aquella gruta, poseía una intensa tonalidad azul, como si un fuego ardiese bajo el agua. Ese efecto se debía a varias pequeñas aberturas en el nivel del lago. Aunque había aire y luz, nadie podía atisbar el interior.
—Ni escuchar —dijo el príncipe, mientras se echaba en un diván—. Éste es el único lugar de Magadha donde Varshakara no podrá oír lo que digamos.
—¿Has construido tú esta caverna?
—Y también la montaña y el lago. Y el parque. Yo era joven entonces, por supuesto. No había hecho mis votos. Estaba aún aferrado a todas las cosas placenteras de este mundo; y ese apego es la causa de todos los dolores, ¿no es verdad?
—Con frecuencia hay, sin embargo, más alegría que dolor. Mira tu propia y maravillosa creación.
—Por la que deberé pagar en mi próxima encarnación como un perro paria. —Su tono era tan sereno que no pude descubrir si hablaba en serio o en broma, lo que siempre indica una educación superior.
Pero el príncipe Jeta también sabía ser directo.
—Entiendo que has llegado a un acuerdo con mi primo Bimbisara.
—Estamos preparando un tratado, es verdad. Hierro para Persia. Oro para Magadha. Aún no se ha decidido el precio. Quizá deba regresar a Susa antes de comprometer la palabra del Gran Rey.
—Comprendo. ¿Cuándo vendrás a Koshala?
—No lo sé.
—No sólo estoy aquí para asistir a tu casamiento con mi nieta, sino para invitarte, en nombre del rey Pasenadi, a visitar su corte tan pronto como te sea posible.
Después de una pausa diplomática, respondí a la urgencia del príncipe:
—¿Crees que habrá guerra?
—Sí. Pronto. Hay tropas en marcha hacia el río.
—¿Para invadir la federación?
—Si… —Los ojos del príncipe Jeta eran tan azules como el lago bajo la gruta. A la luz normal, tenían en realidad un color que llegué a conocer como gris-Himalaya, porque sólo se ve en los nativos de esa parte del mundo.
—¿Qué hará Koshala?
—¿Qué hará Persia?
Yo no estaba preparado para una brusquedad que compensaba la mía con ventaja.
—Hay mil millas desde Taxila hasta Magadha.
—Hemos oído decir que los ejércitos del Gran Rey se mueven velozmente.
—Entonces debes saber que el ejército del Gran Rey está ocupado combatiendo, en el oeste, a los griegos.
No creí necesario explicar quiénes eran los griegos a un hombre tan educado como el príncipe. Si hubiese tenido necesidad de saberlo, lo habría sabido. Pero, como descubrí más tarde, nada sabía de Europa.
—Y otro contingente se encuentra en la frontera norte —agregué—, luchando contra las tribus.
—Nuestros primos —respondió, sonriendo, el príncipe Jeta.
—Hace treinta o cuarenta generaciones. Pero, a pesar de nuestra antigua relación, son ahora el enemigo común.
—Por supuesto. Pero sin duda el Gran Rey tiene un ejército junto al río Indo, en su satrapía.
—Sólo para la defensa. Jamás lo enviaría a Magadha.
—¿Estás seguro?
—Hace menos de una generación que el Gran Rey domina el valle del Indo. Sin una guarnición persa…
—Comprendo. —El príncipe suspiró—. Había esperado… —Hizo con una mano un gesto a la vez lánguido e intrincado. Pero yo no conocía aún el idioma de las manos, como lo llaman los indios. Generalmente, expresan los puntos más sutiles con gestos y no con palabras: una forma de comunicación derivada de las danzas prehistóricas.
—¿Te parece simpático mi yerno?
—Oh, sí. Es muy elegante y… sentimental.
—Ciertamente lo es. Lloró toda una semana cuando murió su pájaro favorito.
—Pero el chambelán no llora. —Pensé que así sabría si el servicio secreto de Magadha penetraba o no en la gruta del príncipe Jeta.
—No. Es un hombre duro. Sueña con apoderarse de Varanasi. Y con el desmembramiento de Koshala.
—¿Es sólo un sueño?
—Pasenadi es un santo. No se preocupa por este mundo. Es un arhat. Esto significa que está cerca de la iluminación, de la disolución final del ser.
—¿Es por eso que su reino también está cerca de la disolución, si no de la luz?
El príncipe Jeta se encogió de hombros.
—¿Por qué habrían de ser distintos los reinos y los seres humanos?
Nacen. Crecen. Mueren.
—¿Por qué te preocupa, entonces, que Koshala se asemeje hoy al cuerpo de un hombre que ha muerto hace meses?
—Me preocupa. Me preocupa. Por el sangha.
Sangha es la palabra que designa a la orden o comunidad budista. Pero la palabra y el concepto son anteriores al Buda en siglos o milenios. En las repúblicas, el sangha es el consejo de todas las cabezas de familia. En algunas repúblicas, cada miembro del consejo o asamblea se llama rajá o rey, una bonita manera de evitar el principio de la monarquía: si todo el mundo es rey, nadie lo es. En aquellos tiempos, nadie gobernaba en ninguna de las repúblicas.
Como el mismo Buda era hijo de un miembro del consejo de la república de los Sakyas, frecuentemente se le considera hijo de rey. Su padre era simplemente uno de los mil reyes que participaban en la administración de la república. Pero en tanto que un sangha republicano toma resoluciones con la mitad más uno de sus miembros, el sangha budista no puede actuar sin unanimidad. Cuando el Buda desapareció, este sistema provocó bastantes dificultades en la orden.
—¿Temes al rey Bimbisara?
—No. Es nuestro amigo.
—¿A Varshakara?
Distraída o premeditadamente, el príncipe Jeta dibujó una estrella en la suave arena blanca. No, azul.
—Es un típico chambelán de la monarquía. Para él, la orden —cualquier orden—, es peligrosa.
—¿Por las repúblicas?
—Exactamente. Y como Bimbisara es viejo y Varshakara joven, sería inteligente esperar lo peor. —El príncipe rió—. ¿Sabes por qué soy tan mal budista? Me veo obligado a ocuparme de la política cuando debería observar mis votos.
—¿Cuáles son los votos que no observas? —En aquella época, yo solía tomar las cosas al pie de la letra. Y además, las mil y una religiones de la India me habían llevado a un estado de perfecta confusión. Los indios parecen aceptar todas las cosas, lo que equivale a no aceptar nada. Cada vez que encendía el fuego sagrado en un lugar sin sol, solían acudir unos pocos brahmanes curiosos. Eran siempre corteses y hacían preguntas con interés. Pero nunca volvían por segunda vez. No imagino cómo habría hecho mi abuelo para convertirlos.
—Soy demasiado mundano —dijo el príncipe Jeta.
Arrojó una piedrecilla a las brillantes aguas azules que había a nuestros pies. Un momento más tarde vimos acercarse lo que parecía una escuela de marsopas. Pero, cuando emergieron eran unas muchachas que traían instrumentos musicales envueltos en pieles impermeables.
—Pensé que te gustaría oír un poco de música. Para eso construí originariamente la gruta y la montaña. Temo no conocer las sesenta y cuatro artes, pero sí la música, a la que me siento muy próximo. —Sabiamente, no se medía con algo que él mismo considerara incomparable.
No puedo decir que el concierto me haya gustado tanto como la luz azul y acuosa que tornaba todas las cosas tan incorpóreas como un ensueño de haoma.
Y me pregunto ahora si todo eso estaba deliberadamente planeado. Sé que muchas cosas que el príncipe Jeta me dijo acerca del Buda permanecieron en mi memoria. ¿Acaso es posible que la luz y la música se combinaran para inducir el tipo de visión que se obtiene con el haoma sagrado, o incluso con el soma de los demonios? Sólo el príncipe Jeta puede saber la respuesta, y hace largo tiempo que ha cambiado ese cuerpo que estaba en la gruta por… ¿por qué? Al menos, por el de una deidad menor, espero que con sólo dos brazos, y una cuasi eternidad de bienaventuranza antes de la nada final.
Mientras sonaba la música, el príncipe Jeta describió las cuatro nobles verdades del Buda.
—La primera verdad es que toda la vida es sufrimiento. Si no consigues lo que quieres, sufres. Si obtienes lo que deseas, sufres. La vida humana es como un fuego que chisporrotea entre lo que se logra y lo que no se logra. ¿No estás de acuerdo?
—Sí, príncipe Jeta.
Siempre he dicho que sí para saber más. Un domador de anguilas competente, como Sócrates o Protágoras, querría saber exactamente qué significa sufrir, o lograr. O no lograr. Y si el cortador de cabellos a lo largo posee un cuchillo lo bastante afilado, el mismo hecho de vivir puede ser reducido a la nada. Esto me parece una pérdida de tiempo. En una caverna azul, debajo de una montaña artificial, no tengo inconveniente en aceptar, aunque sólo sea por un momento, la idea de que la vida es un fuego chisporroteante.
—Nos deleitamos en los cinco sentidos. Naturalmente, tratamos de evitar el dolor o el sufrimiento. ¿Cómo lo hacemos? A través de los sentidos, que añaden leña al fuego y provocan llamaradas. De modo que la segunda verdad afirma que el deseo de placer, o, peor aún, el deseo de permanencia en una creación donde todo se mueve, sólo puede hacer más intenso el fuego. Esto significa que cuando se apague, tanto mayores serán el dolor y la pena. ¿No lo crees así?