Creación (70 page)

Read Creación Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
2.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras los guardias me arrastraban, dije en persa:

—¿Así tratas al embajador del Gran Rey?

Fan Ch'ih giró sobre sus talones. Me miró un instante. Luego se volvió hacia Jan Ch'iu y dijo algo que no pude oír. Jan Ch'iu hizo una seña a los guardias, que me dejaron en libertad. Agachado, al modo de Catay, me acerqué a Fan Ch'ih. No había sentido un temor semejante desde el día en que, de niño, me había acercado, arrastrándome por la alfombra, a la reina Atosa.

Fan Ch'ih descendió del carro y mi corazón, que se había detenido, volvió a latir. Mientras me abrazaba, susurró en persa:

—¿Cómo? ¿Qué eres? Habla pronto.

—Fui capturado en Ch'in. Soy ahora esclavo del duque de Sheh. ¿Has recibido mis mensajes?

—No.

Fan Ch'ih se apartó. Se dirigió al barón K'ang. Se inclinó respetuosamente. Intercambiaron palabras. Aunque el rostro del dictador, semejante a un huevo, no demostró ninguna emoción, el huevo mismo se inclinó muy levemente. Entonces Fan Ch'ih subió al carro. Jan Ch'iu montó en su caballo negro. Se oyeron órdenes. Mitad caminando, mitad corriendo, las tropas de la familia Chi atravesaron la plaza y se dirigieron a la puerta baja de los malos presagios, en el norte.

Los ojos del barón K'ang estaban fijos en su ejército. Yo no sabía qué hacer. Tenía miedo de haber sido olvidado. Cuando el último soldado abandonó la plaza, el duque de Sheh apareció a mi lado.

—¡Qué acción absurda! —dijo—. Estoy avergonzado. Te has conducido como un bárbaro. ¡Vamos! ¡Inmediatamente! —Tiró de mi brazo. Yo permanecí inmóvil, como si tuviera los pies clavados a la roja tierra apisonada.

Bruscamente, el dictador nos miró. El duque de Sheh asumió sus modales cortesanos.

—Querido barón K'ang, es un placer verle este día, entre todos los días, en que la victoria aguarda a mi querido sobrino, el duque de Lu.

Las costumbres de Catay son esencialmente rígidas. Aunque mi amo no era otra cosa que un empobrecido embaucador, todas las cortes de Catay lo recibían como a un duque; y aunque no hay un verdadero duque del Reino Medio que no sea mirado con desdén por los ministros hereditarios, todos son tratados, en privado y en público, como personajes celestiales y verdaderos descendientes del Emperador Amarillo.

El barón K'ang esbozó, con la menor expresividad posible, el movimiento físico obligado cuando un barón, aunque sea el jefe de un estado, se encuentra en presencia de un duque. Cuando el barón habló, la voz era tan inexpresiva como el rostro.

—Tu sobrino, de quien soy esclavo, debe llegar antes de la caída de la noche. Supongo que te instalarás en su casa.

—En verdad, no estoy seguro. Acabo de hablar con el chambelán. Parecía, muy aturdido, lo cual era comprensible. Después de todo, hoy es un día de la tortuga, algo nada común. Pero tampoco es muy común la visita de un tío del duque, ¿no es verdad, barón?

—El cielo parece dispuesto a ampararnos, duque. Serás bienvenido en mi triste morada.

—Te lo agradezco profundamente. Yo mismo buscaré a tu mayordomo. No necesitarás preocuparte por mí. —El duque de Sheh se volvió hacia mí—. Ven —agregó.

En ese instante, miré al barón K'ang. Su mirada estaba fija en un punto situado detrás de mí, en el duque.

—Tu esclavo permanecerá conmigo.

—Grande es tu generosidad. Naturalmente, esperaba que pudiera dormir en palacio, pero no pensaba pedírtelo.

—Se quedará en palacio, duque. Será mi huésped.

Así fui liberado. El duque de Sheh estaba furioso, pero nada podía hacer. El barón K'ang era el dictador, y eso era todo.

Un respetuoso vicemayordomo me asignó una habitación en el palacio de Chi y me dijo:

—El amo te recibirá esta noche, después de los augurios de la tortuga.

—¿Soy un esclavo? —pregunté concretamente.

—No. Eres un apreciado huésped del barón K'ang. Puedes ir y venir a tu gusto; pero como el duque de Sheh puede intentar recobrarte…

—No iré ni vendré. Me quedaré aquí, si es posible.

Pasada la medianoche, el dictador me llamó a su presencia. Me recibió con cordialidad por lo que yo podía ver. Ni su cara ni su cuerpo traicionaban la menor emoción. Cuando concluí la serie prescrita de inclinaciones, muecas y movimientos de la mano, me indicó que me sentara en una estera, a su lado. Detrás de un biombo de plumas, dos mujeres tocaban una melodía plañidera. Pensé que eran concubinas. La habitación estaba iluminada por una sola lámpara de bronce en que se quemaba ese tipo de aceite que los catayanos llaman de orquídea. Aunque en realidad no está hecho con orquídeas, que no tienen fragancia, olía delicadamente a flores. Era muy caro.

—Como ves, te he situado en un lugar de honor, a mi derecha —dijo el barón.

Incliné la cabeza. Pero estaba desconcertado. En el Reino Medio, el lugar de honor es a la izquierda del dueño de casa.

El barón anticipaba mi asombro.

—En tiempo de paz, el puesto de honor es el de la izquierda. En tiempo de guerra, el de la derecha. Estamos en guerra, Ciro Espitama. —Pronunció el nombre extranjero sin dificultad. Se decía que su memoria era la más precisa de Catay—. Ya no eres un esclavo.

—Estoy agradecido, señor barón —comencé.

Un cortés movimiento de su mano me interrumpió.

—Fan Ch'ih ha dicho que eres pariente del Gran Rey, que gobierna más allá del desierto del oeste. Y también que lo has tratado dignamente. No podemos, por lo tanto, hacer menos por ti que tú por nuestro amigo y pariente.

Las lágrimas acudieron a mis ojos. Estaba abrumado.

—Mi gratitud será eterna…

—Me limito a seguir, en esto, la sabiduría de Confucio.

—He oído en todas partes las alabanzas a ese divino sabio —respondí—. Es casi tan admirado como lo eres tú…

—El barón me permitió que lo elogiara extensamente; tanto, que comprendí hasta qué punto su cara inexpresiva era una obra de arte, así como una dura tarea. Como la mayoría de los hombres en el poder, el barón K'ang podía absorber infinitas alabanzas, y encontró en mí un panegirista como no podía haber otro entre los cuatro mares de Catay. Se sintió tan complacido que pidió un vino hecho de ciruelas fermentadas. Mientras bebíamos, hizo innumerables preguntas sobre Persia, Magadha, Babilonia. Le fascinó mi descripción de la vida de la corte en Susa. Quiso saber en detalle cómo se gobernaban las satrapías. Le interesó, en particular, que yo conociera el arte de fundir el hierro. Esperaba que pudiera instruir a sus herreros. Me pidió una descripción de las armas, los escudos y los carros de guerra persas.

Luego, de repente, se interrumpió apesadumbrado.

—No es justo que dos hombres educados hablen tanto de la guerra, una actividad que conviene dejar en manos de los zafios que en ella se destacan.

—Sin embargo, en estas circunstancias, señor barón, esta conversación es comprensible. Tu país está en guerra.

—Razón de más para que mi pensamiento se ocupe de las cosas que verdaderamente importan. Como por ejemplo, dar al reino siquiera un día de paz perfecta. Si esto llegara a ocurrir, un dulce rocío con sabor a miel caería sobre las tierras.

—¿Ha ocurrido alguna vez una cosa así, señor barón?

—Todas las cosas han ocurrido. Todas las cosas ocurrirán. —Creo que fue eso lo que dijo. No se puede estar seguro, en un lenguaje sin tiempos de verbo—. ¿Hasta cuándo nos honrarás con tu presencia?

—Me gustaría retornar a Persia lo antes posible. Pero, naturalmente… —No terminé esa frase, que sólo él podía concluir.

—Naturalmente —repitió. Pero abandonó el tema—. He visto esta noche, en la corte, al duque de Sheh. —Algo parecido a una sonrisa empezó a alterar la parte inferior del huevo—. Parecía muy confundido. Dijo que eras su amigo, tanto como su esclavo. Que te había salvado de los hombres lobo. Que esperaba viajar contigo a Magadha, donde reina tu suegro. Que juntos, como socios, podríais abrir una ruta permanente de comercio hacia Champa y Rajagriha.

—Me retenía para pedir rescate. Jamás hablamos de una ruta de comercio.

El barón K'ang asintió cordialmente.

—Sí —dijo, empleando el modo informal. Hay dos clases de «sí» en el lenguaje Catay. Uno es formal, otro informal. Me pareció una buena señal que eligiera el informal—. Tengo gran interés por el rey Ajatashatru. A principios de su reinado escribió al hijo del ciclo, en Loyang. Se enviaron copias de su carta a todos los duques. Tu terrible suegro decía que le interesaba comerciar con nosotros. Supongo que aún le interesa.

—Oh, sí. Esperaba también que yo fuera el nexo.

No podía creer en lo que yo mismo decía. Obviamente, mi larga y estrecha relación con el duque de Sheh me había tornado tan fantasioso como él; y además, el vino de ciruelas era inesperadamente fuerte y embriagante. Hablé largamente de mi misión, consistente en reunir Persia, la India y Catay. Describí en detalle una ruta circular de Susa a Lu, pasando por Bactra y Ch'in, que retornaba luego, por Champa, Shravasti y Taxila, a Susa. Era un disparate. Pero el barón se mostró cortés y, al contrario de la mayoría de los gobernantes, escuchó atentamente. A su manera poco enfática, hacia rápidos juicios en voz baja. Era muy perspicaz para advertir la palabra significativa que no se había pronunciado, y también las notas falsas. Llegué a admirar al barón e incluso a quererlo. Pero siempre me inspiró temor.

Cuando finalmente callé, para mi propio alivio, dijo que también él soñaba con una ruta semejante. Un cumplido. Después de todo, había sido el sueño de muchos viajeros durante siglos. No sabía casi nada de Persia y del oeste, dijo, pero sí algo de los reinos de la llanura del Ganges. Los describió con considerable conocimiento, y dijo por fin:

—Ahora Ajatashatru es el monarca universal. Ha destruido Koshala. Excepto por unas pocas repúblicas montañesas, posee la hegemonía —hizo una pausa— de la India.

—Ajatashatru es en verdad un magnifico guerrero y un gobernante justo.

El vino de ciruelas producía epítetos más aptos para inscribir en las rocas e instruir a los campesinos que para adornar una conversación con el hombre que parecía, y hasta el momento era, mi liberador.

—Es raro —dijo el barón, cuando finalmente dejé de decir tonterías— que Persia, y ahora la India, posean monarcas que han recibido el mandato del cielo.

—Pensaba que el mandato sólo podía recaer en el hijo del cielo, el amo del Reino Medio.

—Es también lo que siempre hemos creído. Pero ahora comenzamos a comprender cuán grande es el mundo más allá de los cuatro mares. Sospecho que somos tan sólo un grano en un vasto granero. Pero, de cualquier manera, interpreto como un buen augurio que el mandato haya sido concedido una vez más, aunque sea a los bárbaros y en tierras lejanas.

—Quizá —dije precipitadamente— le sea concedido al duque de Lu.

—Quizá —respondió el barón—; o a algún otro.

Un criado trajo unos huevos que habían sido conservados bajo tierra varios años. Los comimos con unas cucharillas diminutas. Tenían un delicado sabor mohoso. Aunque enterré huevos más tarde, en Susa y en Halicarnaso, siempre se pudrían. O bien el suelo de Catay es distinto del nuestro, o preparan los huevos de algún modo secreto.

El barón se cuidó de formular más preguntas que yo. Su curiosidad sobre el oeste era insaciable. Pero todo le inspiraba curiosidad. Era como los griegos.

Cuando me atreví a formular una interrogación acerca de los augurios de la caparazón de tortuga, movió la cabeza.

—No puedo hablar de eso. Debes perdonarme.

Sin embargo, el tono de su voz expresaba que los augurios habían sido muy propicios.

—Habitualmente, nuestras relaciones con Key son muy buenas. Pero cuando dieron asilo al duque Chao, que no era un buen hombre, temo, se creó cierta tensión entre ambos reinos. Nos pareció un acto poco amistoso el que albergaran a nuestro enemigo tan cerca de las puertas de piedra, donde podía establecer un punto de reunión para todos los descontentos. Y protestamos. Pero el anciano duque de Key era un hombre obstinado. Además, le agradaba crear dificultades. De modo que alentó las pretensiones de nuestro antiguo duque. —El barón suspiró con suavidad y eructó vigorosamente—. Por fortuna, siguiendo el curso natural de las cosas, el duque Chao murió. Después, todo marchó bien entre nuestros dos países. O eso creíamos. Pero luego… Pues, estamos viviendo un período muy interesante. —Los catayanos utilizan la palabra «interesante» como los griegos la expresión «catastrófico»—. El duque Ting sucedió a su hermano Chao, y a mi indigno abuelo se le encomendó el cargo de primer ministro. Estaba tan poco capacitado y era tan poco deseado como yo mismo. —Así suelen expresarse los nobles de Catay: se parecen mucho a los eunucos cuando se preparan para saquear la alacena del harén—. A la muerte de mi abuelo, uno de sus secretarios, un ser llamado Yang Huo, se nombró a sí mismo primer ministro. Como era sólo un caballero, eso no era correcto. Nos sentimos profundamente desalentados.

El barón depositó su cucharilla. Escuchamos la actividad de su mente tortuosa; es decir, el gorgoteo de su estómago. Luego nos sirvieron albaricoques en conserva, la fruta más apreciada en Catay. Nunca me gustaron los albaricoques, pero comí con visible deleite todo lo que me ofreció el dictador.

Como era habitual, conocí por otras personas, y no por el barón K'ang, el motivo de ese profundo desaliento. Yang Huo se apoderó del gobierno; fue dictador absoluto durante tres años. Como tantos gobernantes ilegítimos, era muy popular entre la gente común. Intentó incluso aliarse con el duque contra las tres familias de barones. «Sirvo al duque Ting como primer ministro —solía afirmar— para que la dinastía Chou recupere su justa supremacía en Lu. Cuando esto ocurra, el mandato del cielo descenderá sobre nuestro duque, heredero del divino Tan.» El duque Ting tuvo el suficiente buen sentido para mantenerse a la mayor distancia posible del usurpador. Distancia en sentido literal: pasaba casi todo el tiempo cazando. Sólo acudía a la capital cuando debía dirigirse a los antepasados. Debo reconocer que, en su lugar, yo hubiera establecido una alianza con Yang Huo. Juntos, ambos podrían haber destruido a las tres familias de barones. Pero el duque era poco emprendedor. Y no tenía la imaginación ni el conocimiento necesarios para considerarse un verdadero gobernante. Durante cinco generaciones, su familia había sido dominada por las otras tres. Por lo tanto, él salía a cazar.

Llegó un momento en que Yang Huo dio un traspiés. Trató de matar al padre del barón K'ang. Pero las fuerzas de Chi se reunieron con su jefe, y Yang Huo huyó a Key con la mayor parte del tesoro nacional. El gobierno de Lu pidió la entrega del rebelde y del tesoro robado. Como esta petición fue ignorada, las relaciones entre Lu y Key empeoraron.

Other books

Day of the Dragon by Matt Christopher, Stephanie Peters
Influence by Stuart Johnstone
Unleashed by Kate Douglas
The Only Girl in the Game by John D. MacDonald
Stalking the Vampire by Mike Resnick