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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (3 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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—¿Qué tienes que admitir? —preguntó Yngvar.

—Que…

—Que el caso te parece jodidamente interesante —se rio Yngvar entre el ruido de las tazas—. Sólo voy a buscar un par de pantalones.

El pasado de Fiona Helle no era menos fascinante que su retrato. Inger Johanne se fijó mientras iba leyendo: era diplomada en Historia del Arte. Con sólo veintidós años se casó con el fontanero Bernt Helle, se hizo cargo del chalé de los abuelos en Lørenskog y vivió sin hijos durante trece años. Resultaba evidente que la llegada de la pequeña Fiorella en 1998 no había frenado ni sus ambiciones ni su carrera. Más bien al contrario. Desde su estatus de culto en el pequeño programa
Arte que mola
, en el canal NRK2, fue con el tiempo trasladada a la sección de entretenimiento. Tras un par de temporadas en un
talk-show
, los jueves a última hora, por fin «llegó a casa». Ésa era al menos la expresión que ella misma usaba, en las incontables entrevistas que había concedido en los últimos tres años.
Fiona en faena
era uno de los mayores éxitos del canal público desde la década de los sesenta, cuando la gente no tenía otra cosa mejor que hacer que reunirse en torno a las pantallas, con un solo canal, dándole forma colectiva a lo que era una noche de sábado en Noruega.

—¡A ti te gustaban sus programas! ¡Un hombre hecho y derecho ahí sentado llorando!

Inger Johanne sonrió a Yngvar, que ya había vuelto, ahora con un forro polar rojo eléctrico, pantalones de chándal grises y calcetines de lana naranja en los pies.

—No lloraba en absoluto —protestó Yngvar mientras echaba café en las tazas—. Me emocionaba, tengo que admitirlo. Pero ¿llorar? ¡Nunca! —Acercó su banqueta más a la de ella—. Fue el episodio ese con la hija del alemán —dijo en voz baja—. Habría que tener el corazón de piedra para no emocionarse con esa historia. Después de haber sufrido humillaciones y abusos durante toda la infancia, se fue a Estados Unidos en la adolescencia. Lavó los suelos del World Trade Center desde que lo construyeron y tuvo su primera baja por enfermedad el 11 de septiembre de 2001. Siempre echó de menos al vecinito noruego que…

—Que sí —dijo Inger Johanne, humedeciéndose ligeramente los labios con el café hirviendo—. ¡Sshh! —Se quedó petrificada—. Es Ragnhild —dijo con tensión.

—No —empezó él, y la quiso parar antes de que se saliera corriendo hacia el cuarto de los niños.

Demasiado tarde. Inger Johanne se deslizó por el suelo sin hacer prácticamente ruido y desapareció. Sólo la inquietud quedó tras ella. Un pinchazo de acidez en torno al estómago le hizo servirse más leche en el café.

La historia de Yngvar era peor que la de Inger Johanne. Las comparaciones no eran sólo odiosas, sino también imposibles.

El dolor no se podía medir, las pérdidas no se podían pesar. Pero él no conseguía evitarlo del todo. Desde que se conocieron, un dramático verano hacía casi cuatro años, ella le había pillado algunas veces de más irritándose con la tristeza de Inger Johanne por la particularidad de Kristiane.

Al fin y al cabo, Inger Johanne tenía una hija. Una niña viva con gran apetito por la vida. Rara como pocos, pero a su manera Kristiane era una niña cariñosa y completamente presente.

—Ya lo sé —dijo de pronto Inger Johanne, que había entrado desde el pasillo sin que él se diera cuenta—. Tú cargas con más que yo. Tu hija murió. Yo debería estar agradecida. Y lo estoy.

Un temblor en el labio inferior, apenas perceptible, la hizo callar. La mano le cubrió los ojos.

—¿Estaba todo bien con Ragnhild? —preguntó Yngvar.

Ella asintió.

—Es que tengo tanto miedo —susurró—. Cuando duerme, tengo miedo de que esté muerta. Cuando se despierta, tengo miedo de que se muera. O de que le pase alguna otra cosa.

—Inger Johanne —dijo él, abatido, dando palmas sobre el asiento junto a él—. Ven aquí. Siéntate. —Ella se dejó caer lentamente junto a él. Él le acarició la espalda, arriba y abajo, un poco apresuradamente—. Todo va bien…

—Estás irritado —susurró ella.

—No.

—Sí.

La mano se detuvo, la cogió levemente de la barbilla.

—Que no, te digo. Pero ahora… —Yngvar se interrumpió.

—¿No podrías sencillamente dejarme…?

—¿Sabes qué? —dijo él, con alegría fingida—. Estamos de acuerdo en que las niñas están bien. Ninguno de los dos puede dormir. Así que ahora le vamos a dedicar una hora a este asunto… Y luego vemos si conseguimos dormir un poco. ¿Vale? —Con dedos torpes martilleó sobre la cara de Fiona Helle.

—Eres muy buen profesional —dijo ella, y se restregó la nariz con el dorso de la mano—. Y este caso es peor de lo que os teméis.

—Ya.

Yngvar vació su taza, la apartó y extendió los papeles de la carpeta sobre el amplio banco. La foto yacía entre ellos. Pasó el dedo índice sobre la nariz de Fiona Helle, le rodeó la boca y se lo pensó un rato antes de levantar la fotografía para mirarla atentamente.

—¿Qué sabes tú, en realidad, sobre lo que nosotros nos tememos?

—Ni una sola pista —dijo ella con ligereza—. Lo he leído todo a escondidas. —Estaba buscando un documento pero no lo encontraba—. En primer lugar —dijo moqueando—, las huellas en la nieve son casi inutilizables. Aunque es cierto que encontrasteis tres huellas en la entrada de coches que probablemente sean del asesino, pero la temperatura y el viento, además de la nieve que cayó el martes por la noche, hacen que tengan un valor muy limitado. Lo único seguro es que se puso calcetines sobre los zapatos.

—Tras el puto caso Orderud cada jodido ladrón de bicicletas usa ese truco —murmuró él.

—Cuida tu lenguaje —dijo ella.

—Están durmiendo —adujo Yngvar.

—La talla de los zapatos está en algún sitio entre el cuarenta y uno y el cuarenta y cinco. Cosa que incluye al noventa por ciento de la población masculina.

—Y a una pequeña parte de la femenina —sonrió él, e Inger Johanne metió los pies un poco más bajo la banqueta.

—De todos modos el truco de los zapatos demasiado grandes ya es bastante conocido. Tampoco se puede deducir nada sobre el peso del asesino a partir de la profundidad de las huellas. El hombre ha tenido suerte con el tiempo, así de sencillo.

—O la mujer.

—Quizá la mujer. Pero, sinceramente, se requerían ingentes fuerzas para reducir a Fiona Helle. Una persona en plena forma en la mejor edad.

Volvieron a mirar la fotografía. El aspecto de la mujer se adecuaba a su edad, los cuarenta y dos años se le habían dibujado claramente en torno a los ojos. También sobre la boca se notaban las arrugas, estrechas flechas a través del maquillaje. Pero, a pesar de todo, había algo fresco en su cara, en la mirada directa, en la piel tersa sobre el cuello y los pómulos.

—Le cortaron la lengua mientras aún estaba viva —dijo Yngvar—. La teoría que tienen ahora es que se desmayó a causa de la presión sobre el cuello y que luego le cortaron la lengua. Sangró con bastante fuerza, así que no podía estar muerta. Quizás el asesino eligió cuidadosamente este modo de proceder, o quizá…

—Es prácticamente imposible calcular este tipo de cosas —dijo Inger Johanne frunciendo la nariz.

—Ahogarla hasta que quedara inconsciente en vez de muerta, quiero decir. Debía de creer que estaba muerta.

—La causa de la muerte, en todo caso, fue el estrangulamiento. Tiene que haberlo hecho todo con las manos. Después del trabajito de la lengua. —Yngvar se estremeció y añadió—: ¿Has visto esto?

Sacó un sobre de manila y lo miró un momento antes de cambiar manifiestamente de idea y dejarlo sin abrir.

—Un vistacito de nada —dijo Inger Johanne—. Normalmente las fotos del lugar del crimen no me afectan. Pero ahora, después de Ragnhild… —Los ojos se le llenaron de lágrimas y escondió la cara entre las manos—. Lloro por nada —dijo en voz alta, casi estridente, antes de caer en la cuenta y bajar la voz—. Este tipo de fotos me afecta muy poco. Normalmente. He visto… —Se secó rápida y dolorosamente los ojos y sonrió con esfuerzo—. El marido —dijo—. Tiene una coartada inquebrantable.

—Ninguna coartada es inquebrantable —alegó Yngvar.

Su mano volvía a estar sobre la espalda de ella. El calor atravesó la fina seda.

—Ésta sí —dijo Inger Johanne—. Prácticamente, al menos. Estaba con Fiorella en casa de su madre. Tuvo que compartir cuarto con su hija porque su hermana y el marido también se habían quedado a dormir. Encima la hermana estaba mala y casi no pegó ojo en toda la noche. Además…

Volvió a pasarse la mano derecha por los ojos. Yngvar sonrió y le pasó el pulgar bajo la nariz antes de secarse sobre su propio muslo.

—Además…

—Además no hay absolutamente nada que indique más que los conflictos matrimoniales más frecuentes —completó ella—. Ni en el plano amoroso ni, mucho menos, en el económico. En eso están bastante equilibrados. Él gana más que ella, ella es dueña de la mayor parte de la casa. La empresa de él parece bastante sólida.

Ella le cogió la mano que tenía libre. La piel de él era basta, las uñas cortas. Su pulgar topó con el de Yngvar, en movimientos circulares.

—Bastante sólida… —completó Yngvar.

—Además, ya han pasado ocho días —dijo ella—, sin que hayáis conseguido hacer otra cosa que descartar a un par de sospechosos evidentes.

—Es un comienzo —dijo él mansamente, y retiró la mano.

—Un comienzo muy débil.

—¿Y qué piensas tú? —preguntó Yngvar sin desafío.

—Muchas cosas.

—¿Qué cosas?

—La lengua —dijo, y se levantó para servirse más café.

Un coche serpenteaba por la calle Hauge. El leve gruñido hizo que vibraran las copas del armario rinconero. El cono de luz se reflejó en el techo del salón, una huidiza nube luminosa en el gran cuarto en penumbra.

—La lengua —repitió él, alicaído, como si ella le hubiera recordado un desagradable dato que hubiera preferido olvidar.

—Sí. La lengua. El método. El odio. La premeditación. El envoltorio… —Inger Johanne dibujó unas comillas en el aire—. Lo traía hecho. No había nada de papel rojo en la casa. Se tarda ocho minutos en hacer un paquete como ése, dice en tus papeles. Y eso si estás bien entrenado.

Por primera vez Inger Johanne daba la impresión de estar claramente arrebatada. Abrió un armario y cogió dos terrones de azúcar de un cuenco de plata. La cucharilla repiqueteó contra la taza.

—Café cuando tenemos insomnio —murmuró Inger Johanne—. Muy inteligente. —Levantó la vista—. Cortarle la lengua a una persona es un acto simbólico tan fuerte, tan brutal y tan horrendo que difícilmente se puede fundar en otra cosa que en el odio. Un odio bastante intenso.

—Y Fiona Helle era una mujer muy apreciada —dijo secamente Yngvar—. Ya has disuelto el azúcar, cariño.

Ella lamió la cucharilla y se volvió a sentar.

—El problema, Yngvar, es que es imposible saber quién la odiaba. Ya que la familia, los amigos, los compañeros de trabajo…, todos los que la rodeaban parecían apreciar a la mujer. Probablemente tendrás que buscar al asesino allí fuera. —Señaló con el índice hacia la ventana. Alguien había encendido una luz nocturna en casa de los vecinos—. No me refiero a ellos —sonrió—. Sino al espacio público.

—Por Dios —murmuró Yngvar.

—Fiona Helle era uno de los rostros televisivos más conocidos del país. Apenas no hay nadie que no tuviera una opinión sobre lo que estaba haciendo. Y por tanto también sobre quién creían que era, se equivocaran o no.

—Más de cuatro millones de sospechosos, por tanto.

—Bueno… —reconoció ella. Le pegó un sorbito al café antes de dejar la taza—. Puedes restarle todos lo que tienen menos de quince y más de setenta años, además de todos los que abiertamente la admiraban.

—¿Cuántos crees que nos quedan entonces?

—Ni idea. Un par de millones…, ¿quizá?

—Dos millones de sospechosos… —Yngvar parecía estar considerando seriamente el número.

—Que probablemente ni siquiera habían cruzado palabra con ella —añadió Inger Johanne—. No tiene por qué haber ningún vínculo previo entre Fiona y el asesino.

—O la asesina.

—O la asesina —asintió ella—. ¡Suerte! Por lo demás, en lo que se refiere al estado de la lengua… ¡Shhhhhh!

Se oía levemente un débil llanto, proveniente del cuarto infantil recién acondicionado. Yngvar se levantó antes de que a Inger Johanne le diera tiempo a reaccionar.

—Sólo quiere comer —dijo él reteniéndola—. Yo te la traigo. Siéntate en el sofá.

Ella intentó controlarse. Sentía el miedo físicamente, como una inyección de una sustancia excitante. Se le aceleró el pulso, el calor le refulgía en las mejillas. Al elevar la mano y mirar la palma, vio que el sudor de la línea de la vida atrapaba el reflejo de la luz del techo. Se secó las manos en la bata y se sentó pesadamente.

—Esta niña tiene un hambre que devora —le oía murmurar a Yngvar contra la cabeza de la pequeña—. Su mamá le va a dar de comer, ¿sabes? Ya está, ya está…

El alivio por ver los ojos entreabiertos y la ávida boquita provocó de nuevo el llanto en Inger Johanne.

—Creo que me estoy volviendo loca —susurró, y se colocó mejor el pecho.

—Loca no —dijo Yngvar—. Sólo un poco alterada y asustada.

—La lengua —murmuró Inger Johanne.

—Vamos a dejar de hablar de eso. Ahora relájate, por favor.

—Que estuviera dividida en dos —insistió ella.

—Ya está, ya está.

—Mentiroso —gimoteó Inger Johanne alzando la vista.

—¿Mentiroso?

—No tú, claro.

Le susurró al bebé antes de mirarlo a él a los ojos.

—Una lengua dividida en dos. Prácticamente sólo puede significar una cosa. Que alguien pensaba que Fiona Helle era una mentirosa.

—Supongo que todos mentimos un poco de vez en cuando —dijo Yngvar pasando tiernamente el dedo sobre el cráneo de plumón del bebé—. ¡Mira! ¡Se le nota el pulso en la fontanela!

—Alguien pensaba que Fiona Helle mentía —repitió Inger Johanne—. Que mentía de un modo tan decisivo y brutal que merecía morir por ello.

Ragnhild soltó el pecho. Una mueca que fácilmente podía confundirse con una sonrisa hizo que Yngvar cayera de rodillas y posara la cara sobre su cálida mejilla húmeda. La marca de mamar del labio superior de Ragnhild estaba rosa y llena de líquido. Las diminutas pestañas eran casi negras.

—Una puta mentira flagrante, en todo caso —murmuró Yngvar—. Una mentira mayor de lo que creo que yo me pueda imaginar.

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