Read Crónica de una muerte anunciada Online
Authors: Gabriel García Márquez
El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras. Magdalena Oliver creyó que estaba muerto.
—¡
Collons de déu
—exclamó—, qué desperdicio!
Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo, porque el brazo derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre se lo ponía dentro de la hamaca se le volvía a descolgar, de modo que dejó un rastro en la tierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque. Eso fue lo último que nos quedó de él: un recuerdo de víctima.
Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo subíamos a explorarla en noches de parranda cuando volvíamos de vacaciones, y cada vez encontrábamos menos cosas de valor en los aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de mano que Ángela Vicario le había pedido a su madre la noche de bodas, pero no le dimos ninguna importancia. Lo que encontramos dentro parecían ser los afeites naturales para la higiene y la belleza de una mujer, y sólo conocí su verdadera utilidad cuando Ángela Vicario me contó muchos años más tarde cuáles fueron los artificios de comadrona que le habían enseñado para engañar al esposo. Fue el único rastro que dejó en el que fuera su hogar de casada por cinco horas.
Años después, cuando volví a buscar los últimos testimonios para esta crónica, no quedaban tampoco ni los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas habían ido desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia empecinada del coronel Lázaro Aponte, inclusive el escaparate de seis lunas de cuerpo entero que los maestros cantores de Mompox habían tenido que armar dentro de la casa, pues no cabía por las puertas. Al principio, el viudo de Xius estaba encantado pensando que eran recursos póstumos de la esposa para llevarse lo que era suyo. El coronel Lázaro Aponte se burlaba de él. Pero una noche se le ocurrió oficiar una misa de espiritismo para esclarecer el misterio, y el alma de Yolanda de Xius le confirmó de su puño y letra que en efecto era ella quien estaba recuperando para su casa de la muerte los cachivaches de la felicidad. La quinta empezó a desmigajarse. El coche de bodas se fue desbaratando en la puerta, y al final no quedó sino la carcacha podrida por la intemperie. Durante muchos años no se volvió a saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en el sumario, pero es tan breve y convencional, que parece remendada a última hora para cumplir con una fórmula ineludible. La única vez que traté de hablar con él, 23 años más tarde, me recibió con una cierta agresividad, y se negó a aportar el dato más ínfimo que permitiera clarificar un poco su participación en el drama. En todo caso, ni siquiera sus padres sabían de él mucho más que nosotros, ni tenían la menor idea de qué vino a hacer en un pueblo extraviado sin otro propósito aparente que el de casarse con una mujer que no había visto nunca.
De Ángela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de ráfagas que me inspiraron una imagen idealizada. Mi hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta Guajira tratando de convertir a los últimos idólatras, y solía detenerse a conversar con ella en la aldea abrasada por la sal del Caribe donde su madre había tratado de enterrarla en vida. «Saludos de tu prima», me decía siempre. Mi hermana Margot, que también la visitaba en los primeros años, me contó que habían comprado una casa de material con un patio muy grande de vientos cruzados, cuyo único problema eran las noches de mareas altas, porque los retretes se desbordaban y los pescados amanecían dando saltos en los dormitorios. Todos los que la vieron en esa época coincidían en que era absorta y diestra en la máquina de bordar, y que a través de su industria había logrado el olvido.
Mucho después, en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar, bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del drama.
Me trató igual que siempre, como un primo remoto, y contestó a mis preguntas con muy buen juicio y con sentido del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba trabajo creer que fuera la misma. Lo que más me sorprendió fue la forma en que había terminado por entender su propia vida. Al cabo de pocos minutos ya no me pareció tan envejecida como a primera vista, sino casi tan joven como en el recuerdo, y no tenía nada en común con la que habían obligado a casarse sin amor a los 20 años. Su madre, de una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma difícil. Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para esta crónica con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos. Había hecho más que lo posible para que Ángela Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le malogró los propósitos, porque nunca hizo ningún misterio de su desventura. Al contrario: a todo el que quiso oírla se la contaba con sus pormenores, salvo el que nunca se había de aclarar: quién fue, y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio, porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar. Pertenecían a dos mundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar era demasiado altivo para fijarse en ella. «Tu prima la boba», me decía, cuando tenía que mencionarla. Además, como decíamos entonces, él era un gavilán pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes, pero nunca se le conoció dentro del pueblo otra relación distinta de la convencional que mantenía con Flora Miguel, y de la tormentosa que lo enloqueció durante catorce meses con María Alejandrina Cervantes. La versión más corriente, tal vez por ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él. Yo mismo traté de arrancarle esta verdad cuando la visité por segunda vez con todos mis argumentos en orden, pero ella apenas si levantó la vista del bordado para rebatirlos.
—Ya no le des más vueltas, primo —me dijo—. Fue él.
Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Contó que sus amigas la habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la cama hasta que perdiera el sentido, que aparentara más vergüenza de la que sintiera para que él apagara la luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas de alumbre para fingir la virginidad, y que manchara la sábana con mercurio cromo para que pudiera exhibirla al día siguiente en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia de bebedor de Bayardo San Román, y la decencia pura que Ángela Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre. «No hice nada de lo que me dijeron —me dijo—, porque mientras más lo pensaba más me daba cuenta de que todo aquello era una porquería que no se le podía hacer a nadie, y menos al pobre hombre que había tenido la mala suerte de casarse conmigo.» De modo que se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que le habían malogrado la vida. «Fue muy fácil —me dijo—, porque estaba resuelta a morir.»
La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor para disimular la otra desventura, la verdadera, que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera sospechado siquiera, hasta que ella se decidió a contármelo, que Bayardo San Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. «De pronto, cuando mamá empezó a pegarme, empecé a acordarme de él», me dijo. Los puñetazos le dolían menos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él con un cierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el sofá del comedor. «No lloraba por los golpes ni por nada de lo que había pasado —me dijo—: lloraba por él.». Seguía pensando en él mientra su madre le ponía compresas de árnica en la cara, y más aún cuando oyó la gritería en la calle y las campanas de incendio en la torre, y su madre entró a decirle que ahora podía dormir, pues lo peor había pasado.
Llevaba mucho tiempo pensando en él sin ninguna ilusión cuando tuvo que acompañar a su madre a un examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada en el Hotel del Puerto, a cuyo dueño conocían, y Pura Vicario pidió un vaso de agua en la cantina. Se lo estaba tomando, de espaldas a la hija, cuando ésta vio su propio pensamiento reflejado en los espejos repetidos de la sala. Ángela Vicario volvió la cabeza con el último aliento, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hotel. Luego miró otra vez a su madre con el corazón hecho trizas. Pura Vicario había acabado de beber, se secó los labios con la manga y le sonrió desde el mostrador con los lentes nuevos. En esa sonrisa, por primera vez desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era: una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos. «Mierda», se dijo. Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso cantando en voz alta, y se tiró en la cama a llorar durante tres días.
Nació de nuevo. «Me volví loca por él —me dijo—, loca de remate.» Le bastaba cerrar los ojos para verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media noche el fogaje de su cuerpo en la cama. A fines de esa semana, sin haber conseguido un minuto de sosiego, le escribió la primera carta. Fue una esquela convencional, en la cual le contaba que lo había visto salir del hotel, y que le habría gustado que él la hubiera visto. Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de esperar, le mandó otra carta en el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo único propósito parecía ser reprocharle su falta de cortesía. Seis meses después había escrito seis cartas sin respuestas, pero se conformó con la comprobación de que él las estaba recibiendo.
Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor son pasiones recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más encendía las brasas de su fiebre, pero más calentaba también el rencor feliz que sentía contra su madre. «Se me revolvían las tripas de sólo verla —me dijo—, pero no podía verla sin acordarme de él.» Su vida de casada devuelta seguía siendo tan simple corno la de soltera, siempre bordando a máquina con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de papel, pero cuando su madre se acostaba permanecía en el cuarto escribiendo cartas sin porvenir hasta la madrugada. Se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío, y volvió a ser virgen sólo para él, y no reconoció otra autoridad que la suya ni más servidumbre que la de su obsesión.
Escribió una carta semanal durante media vida. «A veces no se me ocurría qué decir —me dijo muerta de risa—, pero me bastaba con saber que él las estaba recibiendo.» Al principio fueron esquelas de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derramó el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le agregó una posdata: «En prueba de mi amor te envío mis lágrimas». En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba de su propia locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consiguió su complicidad. Lo único que no se le ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él parecía insensible a su delirio: era como escribirle a nadie.
Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la entregó a la empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para llevarse las cartas, y se quedó convencida de que aquel desahogo terminal seria el último de su agonía. Pero no hubo respuesta. A partir de entonces ya no era consciente de lo que escribía, ni a quién le escribía a ciencia cierta, pero siguió escribiendo sin cuartel durante diecisiete años.
Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca —me dijo—. ¡Pero era él, carajo, era él!» Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo. Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata. Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser.
—Bueno —dijo—, aquí estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir.
Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de golpe en torno de una misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a ser un cirujano notable, no pudo explicarse nunca por qué cedió al impulso de esperar dos horas donde sus abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para alertarlo. Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los dueños del drama. «La honra es el amor», le oía decir a mi madre. Hortensia Baute, cuya única participación fue haber visto ensangrentados dos cuchillos que todavía no lo estaban, se sintió tan afectada por la alucinación que cayó en una crisis de penitencia, y un día no pudo soportarla más y se echó desnuda a las calles. Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por despecho con un teniente de fronteras que la prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la comadrona que había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió un espasmo de la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta el día de su muerte necesitó una sonda para orinar. Don Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era un prodigio de vitalidad a los 86 años, se levantó por última vez para ver cómo desguazaban a Santiago Nasar contra la puerta cerrada de su propia casa, y no sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero había cerrado esa puerta en el último instante, pero se liberó a tiempo de la culpa. «La cerré porque Divina Flor me juró que había visto entrar a mi hijo —me contó—, y no era cierto.» Por el contrario, nunca se perdonó el haber confundido el augurio magnífico de los árboles con el infausto de los pájaros, y sucumbió a la perniciosa costumbre de su tiempo de masticar semillas de cardamina. Doce días después del crimen, el instructor del sumario se encontró con un pueblo en carne viva. En la sórdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo café de olla con ron de caña contra los espejismos del calor, tuvo que pedir tropas de refuerzo para encauzar a la muchedumbre que se precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de exhibir su propia importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba todavía el vestido de paño negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el emblema de su promoción, y las ínfulas y el lirismo del primíparo feliz. Pero nunca supe su nombre. Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el sumario, que numerosas personas me ayudaron a buscar veinte años después del crimen en el Palacio de justicia de Riohacha. No existía clasificación alguna en los archivos, y más de un siglo de expedientes estaban amontonados en el suelo del decrépito edificio colonial que fuera por dos días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja se inundaba con el mar de leva, y los volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y sólo una casualidad me permitió rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322 pliegos salteados de los más de 500 que debió de tener el sumario.