―¿Se puede construir una contención para la presa a tanta profundidad? ―preguntó el inquisidor a Sevasteos, que estaba a unos diecisiete metros por debajo del parapeto.
El arquitecto hizo un tenue gesto de negación con la cabeza.
―Se necesitarían equipos submarinos adecuados: rayas marinas dotadas de sistemas de reparación, burbujas de construcción, trabajadores que sepan con exactitud qué es lo que están haciendo... Seria una larga tarea y nada sencillo conseguir todo eso y traerlo aquí.
―El tiempo no tiene importancia, arquitecto ―indicó con agudeza el inquisidor―. Lo que interesa es qué daño se hará a la causa de Ranthas y a la preservación de la ortodoxia. Se te ha explicado repetidas veces lo importante que es la represa. Su majestad imperial valora su supervivencia tanto como su gracia el exarca. Si su mantenimiento requiere los elementos que has especificado, los obtendremos, del mismo modo que podremos conseguir un arquitecto lo bastante comprometido con su deber hacia Ranthas.
―¿Me acusas de negligencia profesional? ―preguntó Sevasteos con los ojos ardientes de furia.
―Tu determinación por asegurarte de que la represa quede en perfectas condiciones no me parece lo bastante fuerte. Se me informó de que te has opuesto a la decisión de solicitar ayuda.
―Me parecía que inspeccionar los sectores inferiores de la presa sería mucho más complicado de lo que resultó ―argumentó Sevasteos―. No contemplé como solución la utilización de magos heréticos y poderes desconocidos.
―Es preferible dejar tales soluciones en manos de los que saben contra qué se está combatiendo ―señaló Amonis con un destello en la mirada―. La escoria herética de cuyos servicios nos estamos valiendo brindará un bien al mundo al menos una vez en toda su miserable existencia. Al contrario que el resto de su gente, debo añadir.
―No fui informado de que fueseis a comenzar una nueva purga ―dijo Sevasteos, cuyo tono de voz se había suavizado de pronto―. Después de todo, ya has estado en contacto con más herejes de los que jamás pensaste que hubiese en el Archipiélago. ¿Cómo es posible que se te escapase alguno?
―La herejía es siempre una amenaza ―dijo Amonis con vehemencia―. A pesar de los mejores esfuerzos de mi orden, aún existen quienes se sienten atraídos por los malvados designios heréticos e intentan de forma permanente conseguir ayuda exterior. Capturamos a la maga y a otros de su calaña alentando a varios disidentes, y los que hemos consultado nos han dado información valiosa.
«Los que hemos consultado.» El eufemismo inquisitorial para los interrogatorios... o las torturas, pues para los inquisidores ambos eran indiferentes. De algún modo, pese a haber sido capturado en más de una ocasión, me había librado de ser torturado. Sin embargo, hubiese preferido haber sufrido yo todo lo que había padecido Ravenna. Sus palabras sólo profundizaban mi desdicha y la sensación de culpa por su captura que ya existía en mí. Debí de haber sospechado que Memnón no era de fiar, que por algún motivo había pasado a servir al Dominio. En palabras de Ravenna, Memnón era un viejo amigo, hijo de un alto oficial de Tehama, y jamás la traicionaría.
Bajé la mirada hacia la maloliente agua verdosa como si de sus profundidades pudiese provenir algún tipo de ayuda, como un kraken que emergiese para poner fin a la odiosa existencia de Amonis. Y a la del mago mental, para el que acabar devorado por una criatura marina sería un final apropiado.
¿Qué importancia tenía? No podía resistirme a ellos. No había nada que pudiese hacer con la única compañía de unos pocos maltrechos esclavos y un mago mental evitando que emplease mi magia. La aparición de Amonis y el siniestro Memnón sólo reforzó nuestra sensación de que algo extraño sucedía allí. Y la tensión entre Amonis y los thetianos abría una pequeña ventana a la especulación, pues aunque yo no confiaba en Ithien, era mucho más que un mero enemigo.
―¿Entonces ya habéis sido capaces de borrar las fortalezas heréticas de la faz de los mares? ―disparó Sevasteos jugando al límite con la paciencia del inquisidor. El arquitecto superaba en rango a Amonis, pero no por mucho. Además, el emperador era más o menos controlado por sus consejeros del Dominio. No existía ninguna posición tan alta ni tan segura de la que fuese imposible caer. Ni siquiera la del emperador, como mi hermano había aprendido.
―Es sólo cuestión de tiempo ―afirmó Amonis, confiado―. El Archipiélago ya es nuestro y tenemos todo el tiempo del mundo para destruir cualquier resistencia.
―Espero que tu fe esté bien justificada ―dijo Sevasteos.
―¿Es aquello de allí una grieta? ―fue la respuesta de Amonis.
Lo que los agudos ojos de Amonis habían divisado era, de hecho, una grieta. La primera de muchas. En cada ocasión que divisábamos una, debíamos remar hacia ella hasta que la balsa estuviese tan cerca de las rocas de la represa como nos atreviésemos. Entonces Sevasteos y Emisto la examinaban con todo detalle. Me descubrí rogándoles en silencio que se diesen prisa, pero bajo la atenta mirada del inquisidor, se veían obligados a ser meticulosos.
Allí debajo el paisaje era como de pesadilla, rodeados de un lado por un inmenso muro de piedra cubierto de algas y, del otro, por una imposible muralla de agua de veinte metros de alto: una barrera azul sólo iluminada en lo alto y con formas ocasionales moviéndose en su interior (era como si el lago se hubiese concentrado en uno de sus lados).
―Son superficiales, su reverencia ―informó Sevasteos irritado tras inspeccionar la séptima o la octava que habíamos encontrado―. No se extienden más que unos pocos centímetros y apenas son lo bastante anchas para repararlas.
―Hay grietas en la represa, ¿quién puede asegurar que no se agranden? ―dijo Amonis.
―Existe algo llamado desgaste, hermano Amonis. Nadie ha hecho antes otra obra semejante e ignoramos cómo ha de ser el fondo de una represa tras estar doscientos años bajo el agua.
―¿Y debo suponer que todos vuestros grandes monumentos pueden durar para siempre sin reparaciones? Seguro que no. El Salón del Océano se derrumbaría si lo dejaseis sin cuidados durante un tiempo semejante.
―No hemos realizado ningún cambio en la cúpula durante doscientos cincuenta años. Las reparaciones que llevamos a cabo son sencillamente para mantener su buen aspecto y preservar su grandeza.
―Esta presa no se encuentra aquí para mostrar grandeza ―lanzó Amonis―. Su función es evitar que el lago se seque y perdamos las tierras de cultivos. Quizá eso no os importe, pero Murshash tiene buenos motivos para preocuparse. Recomendaré a mis superiores que consigan todos los equipos necesarios para una reparación apropiada. Estoy seguro de que en Tandaris podremos encontrar todo lo que se necesita.
―Todo, excepto la experiencia profesional.
―Creo que tienes la autoestima demasiado alta, Sevasteos ―sentenció Amonis con dureza―. Vuestras tierras aún no se han recuperado de su decadencia. Pasará todavía mucho tiempo antes de que quede limpia del último resto de mala hierba.
―Quieres decir, antes de que se convierta en una dictadura militar propiamente dicha. ―La ira de Sevasteos superaba ya su sentido común―. Qué pensamiento tan agradable.
―¿Te opones a la idea de que tu gente se convierta en sierva de Ranthas? ―preguntó el inquisidor con calmada lentitud.
Noté cómo el rostro del arquitecto palidecía, consciente de haber ido demasiado lejos.
―Por supuesto que no, su reverencia. De cualquier modo, no todas las opciones son idénticas a las propuestas por los haletitas.
―Sólo a los sacerdotes de Ranthas les está permitido determinar tal cosa. Han sido los haletitas quienes han servido a sus propósitos con mayor fidelidad.
Una afirmación reveladora sobre el Dominio y sobre los que trabajaban para él. Por cierto que Amonis admiraba a los hale―titas, incluso a pesar de no ser uno de ellos. La Inquisición era más sutil, pero siempre dentro de ciertas líneas de pensamiento comunes.
En la balsa sobrevino durante los siguientes minutos un tenso silencio hasta que un grito proveniente de arriba lo quebró. Era uno de los sacri, diciendo algo en lengua haletita. Amonis se detuvo a escuchar, luego exclamó una respuesta y la cabeza cubierta de carmesí desapareció de nuestra vista.
―La maga está fatigada. De hecho, ha resultado ser un recipiente de magia bastante débil, pero sirve para mostrar lo enclenques que son ella y sus poderes. Empezará a devolver el lago a su forma original.
Percibí una sensación de alivio colectivo en todos los tripulantes de la balsa. Una sensación que también notó el inquisidor.
―Estoy satisfecho de vuestro trabajo ―nos dijo Amonis con una leve sonrisa―. Tendremos que volver a hacerlo y es mejor contar con una tripulación experimentada que con una que deba volver a aprenderlo todo. Buscaré alguna utilidad a los esclavos que están arriba; no tienen por qué permanecer ociosos mientras vosotros trabajáis.
Clavé los ojos en las oscuras aguas, sumido en una muda frustración.
Pasaron tres horribles jornadas antes de que acabásemos, y durante la última tuvimos que trabajar a tanta profundidad que mis remos se atascaban en el barro. Desde que habíamos empezado a revolverlo, el lago había perdido su claridad y el agua mostraba en su superficie un turbio color verde, mientras que en el fondo era de un desagradable negro con tintes marrones. El muro azul del primer día se había oscurecido también, y me alegró profundamente recibir la noticia de que el lago volvería a su cauce normal.
Nos encontrábamos casi en el centro de la represa, y la balsa de Murshash estaba tan cerca de la orilla opuesta como podía, lo que no era muy lejos dado lo estrecha que se había vuelto la represa junto a la base. Delante de nosotros, los extremos de los arcos que permitían el paso del agua apenas eran visibles, húmedos y cubiertos de un barro que llevaba doscientos años sin ver la luz. El horrible hedor que emanaba de allí era lo más difícil de soportar: un olor fétido y putrefacto que flotó a nuestro alrededor incluso después de que hubiéramos desembarcado.
―Podemos afirmar que la inspección ha concluido ―sostuvo el inquisidor con satisfacción―. Recomendaré a mis superiores que envíen los equipos necesarios tan pronto como sea posible y requeriré la presencia de arquitectos que tengan la resistencia suficiente para asegurarse de que todo reciba la atención necesaria.
Noté que Sevasteos lanzaba una mirada hacia el cielo azul mientras Amonis hablaba. Su expresión era desolada pero difícil de interpretar: no parecía tan asustado como debería estarlo.
Comenzamos a elevarnos a una velocidad considerable, pero a mitad de camino oímos de pronto gritos provenientes de arriba, chillidos de alarma.
Amonis alzó la mirada, irritado, y protestó en lengua haletita. Miré hacia arriba, espantado, y al ver el rostro que nos hablaba comprendí en seguida qué sucedía: el quinto andamio se había desprendido y colgaba a la deriva de las sogas. Los sacos llenos de rocas que habíamos utilizado para mantenerlo bajo el agua se balanceaban sin control sobre nosotros.
Alguien en la balsa de Murshash dio la voz de alarma, que resonó hueca a través del túnel de piedra y agua. Vi los remos de su balsa hundiéndose en el agua y a la gente intentando desesperadamente alejarla ante el peligro de que el andamio se derrumbase sobre ellos.
―¡Rápido! ―ordenó Sevasteos a la tripulación de la segunda balsa.
Por encima de nuestras cabezas, las sogas del andamio empezaron a balancearse como si las moviera un potente viento, y oí un fuerte crujido.
Entonces el último de los seguros cedió y el andamio con sus agitados pesos se desplomó sobre uno de los lados de la represa, estrellándose contra una de las paredes. Se formaron agujeros en la superficie del muro donde los pesos golpearon la represa. Pero lo peor estaba por llegar. El andamio cayó al agua justo detrás de la balsa de Murshash.
Unos metros más y habría acabado con ella, pero no había suspirado de alivio todavía cuando contemplé con horror cómo dos de las bolsas llenas de rocas se desplomaban sobre un extremo de la balsa haciéndolo añicos. Los alaridos resonaron contra las paredes y ésta comenzó a inclinarse sin control sobre uno de sus lados.
―¡Abandonad la balsa! ―gritó la voz de Murshash. Se estaba desmontando y volaban trozos de madera en todas direcciones. Los esclavos que la maniobraban no lo dudaron y se zambulleron en el lago, nadando hacia nosotros tan de prisa como podían.
―¡Remad hacia nuestro lado! ―ordenó el inquisidor.
―¿Y los supervivientes? ―protestó Emisto.
Amonis le lanzó una mirada glacial y señaló el muro de agua de dieciséis metros que pendía sobre nuestras cabezas. Se estaba rizando como si lo recorrieran múltiples olas y una ducha de agua nos llovió encima y nos empapó.
―La maga está perdiendo el control ―dijo Amonis con una mirada de furia en sus tinos rasgos―. Me encargaré de que la azoten por esto.
Las ondas se volvieron cada vez más grandes y el agua se contorsionaba como una serpiente gigantesca. Pero no parecía que fuese a derrumbarse por ahora.
―¡Remad, escoria! ―nos gritó Amonis―. ¡O acabaréis del mismo modo!
No supe si se refería a los azotes o a quedar flotando en el lago a la deriva, pero hundí el remo en el agua, luchando con frenesí para acercarnos a la orilla. El nivel del agua se elevaba ahora a mucha velocidad, demasiada para nuestro gusto. Era como si nos empujara una mano gigante, una sensación que conocía bien por mis experiencia previas con la magia submarina.
Los gritos de los que dejábamos atrás seguían haciendo eco a través del túnel cada vez más elevado. Si conseguían sobrevivir hasta que estuviésemos a cinco o seis metros por debajo de la superficie normal del lago quizá lograsen ponerse a salvo. Supliqué a Thetis, diosa de los lagos, que los protegiese.
Desde la orilla nos llegó otro grito, un aullido de desesperación animal. Nos encontrábamos a diez metros por debajo de la línea en la que el muro de piedra de la represa cambiaba de color, indicando el nivel normal de la superficie. Miré hacia atrás; no había señal de la otra balsa, sólo escombros y cabezas sobresaliendo de las negras aguas.
Ahora el agua ascendía a un ritmo vertiginoso y se rizaba de forma salvaje. En lo alto apareció una cresta blanca, una fuente de agua desplomándose encima de la balsa e inundando la cubierta.