Cuando comer es un infierno (22 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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Aun siendo un sondeo de opinión sin el menor rigor, no deja de ser significativo: refuerza la idea general de la sociedad, que da por perdidas a las enfermas y que dice saber de la necesidad de prevenir, pero sin tomar realmente ninguna medida al respecto.

Obviamente, la publicidad influye. Quienes defienden la idea de una libertad de expresión absoluta, deberían conocer los límites que esta misma libertad implica: una sociedad organizada no debería actuar contra sus miembros más débiles,
y
no osaría tolerar que éstos resultaran explotados con fines económicos. Deberían asimismo considerar que gran parte de la información e influencia que reciben niños y jóvenes en la actualidad procede de la televisión. Una televisión sin censura puede darse en el caso de que los televidentes sean adultos. Cuando existen menores presentes y afectados es necesario adoptar medidas para protegerlos.

La publicidad impone ideales imposibles con el fin de provocar insatisfacción, y que esa insatisfacción conduzca al consumo.

Para ello emplea todos los medios manipulativos a su alcance. Cuales de esos métodos pueden ser tolerados y cuáles no depende del consenso social. En España está prohibido emplear insectos vivos en los anuncios de insecticidas, y han de ser sustituidos por imágenes o robots. En Noruega, por ejemplo, la publicidad en la que aparecen niños, o destinada a ellos, está prohibida, bien sean pañales, juguetes o potitos. Una resolución similar en España levantaría ampollas, no porque nadie negara la inmoralidad de dirigirse con propuestas de consumo a los niños, sino por el inmenso mercado potencial que se desperdiciaría.

La publicidad debería evitar la reproducción de situaciones humillantes o que exploten a la mujer como objeto sexual. El principio moral de la dignidad humana y del respeto bastarían para justificar esta medida. La difusión de cuerpos que inciten a la delgadez extrema, a la modificación de los mismos mediante cirugía estética o a medidas irreales debería ser controlada. No hablamos de caprichos estéticos: hablamos de una corriente generalizada de banalización del cuerpo humano, de una tendencia alienadora y tendenciosa de la imagen corporal que está entre los factores causantes de terribles trastornos psicológicos.

Las campañas de prevención deberían, claro está, extenderse mediante el sistema educativo; no basta con cierta información sobre alimentos y nutrición. Es preciso que se propugnen modelos alternativos, tanto físicos como de conducta, con los que los niños y jóvenes puedan identificarse.

La educación en la igualdad no debe limitarse únicamente a la aceptación de diferentes razas o religiones. El aspecto físico, la altura, la miopía, o el peso deben recibir tanta atención y debe transmitirse hacia ellos tanto respeto como hacia cualquier otra característica. Las niñas han de gozar de idénticos deberes y privilegios, y los educadores han de exigir el respeto para ellas como mujeres, y no fomentar la creencia de que sus aficiones y necesidades son idénticas a las de los niños. Poseen un cuerpo distinto, con procesos y crecimiento distinto, y nada de eso debería ser objeto de discriminación o burlas.

Independientemente de su peso, los niños han de ser alentados a similares actividades: gimnasia, baile, natación... Se les debería enseñar, con criterios acordes a su edad, a discriminar la información que reciben, a analizar y criticar la publicidad y las imágenes físicas que les llegan. Al fin y al cabo, una educación completa hace que la persona se valore a sí misma en referencia a valores como la cultura, el respeto, los conocimientos, la lealtad... no por criterios físicos.

La información veraz sobre los trastornos alimenticios y los riesgos que conllevan resulta imprescindible.

Finalmente, los alumnos deberían recibir una educación que tuviera en cuenta los llamados valores femeninos y aprendiera a respetar la sensibilidad, la diferencia y la colaboración. Un descenso de la competitividad se reflejaría en escolares menos tensos y menos propensos a las obsesiones y la depresión.

Por supuesto, nada puede sustituir el papel de la familia: de ellos depende que los niños desarrollen su relación con la comida de una manera sana y coherente. Deberían substraerse de los requisitos sociales de imagen y aspecto físico, especialmente en el caso de las niñas, y defender la inutilidad a largo plazo de las dietas. La autoestima y la seguridad de los hijos sólo pueden crecer si encuentran apoyo en el seno familiar: y el contacto directo con los padres, que controlen la influencia de la televisión, las falsas imágenes y las exigencias del entorno les protegerá de males mayores.

Por otro lado, conviene tener en cuenta que existe un importante grupo de enfermas en recuperación que precisan de apoyo, respeto y medios para tratar sus dolencias. Y que únicamente mediante el cambio de determinadas estructuras podrán incorporarse de nuevo a la vida útil.

Una parte de esas enfermas no se recuperará nunca. No pueden ser abandonadas: algunas de ellas podrán llevar una vida relativamente normal, otras tendrán que descartar esa posibilidad porque la enfermedad les afectó a una edad tan temprana que tuvieron que abandonar los estudios y no están capacitadas para trabajar. Estas mujeres han de recibir la atención adecuada, bien sea en asociaciones o en centros especializados, de modo que su calidad de vida no sea ruinosa.

Pienso en las mujeres que han pasado por estas páginas, y las que han quedado fuera pero han compartido conmigo sus experiencias. Pienso en cómo hubieran afrontado la vida de ser las circunstancias distintas, de haberse recuperado más pronto, de haberse detectado antes su enfermedad. Pienso en las absurdas demandas ante las que cedemos las mujeres y en la estupidez de una moda demasiado cambiante y voluble, pero nunca más importante que la vida, y me siento rabiosa, estafada, tratada con injusticia y desprecio.

Pienso en qué se puede conseguir con las palabras, y por lo general no soy muy optimista. Otras veces sí, otras veces reúno la fuerza necesaria para pensar que es posible alterar las costumbres y las creencias, y que la salud y la felicidad de tantas niñas desconcertadas, de tantos chicos perdidos, merecen la pena cualquier esfuerzo.

Todos nuestros esfuerzos.

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ANDALUCÍA

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ADANER Córdoba 957 76 47 07

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Hosp. Vázquez Díaz (Huelva) 959 20 21 97

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Hosp. Gral. Asturias. 985 10 80 00

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AS. GULL LASSEGE .. 928 24 23 45

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(Las Palmas) 928 45 00 00

Hosp. Insular 928 4442 91

Centro de Salud Sta. Cruz de Tenerife 922 23 53 62

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CASTILLA Y LEÓN

ADEFAB Burgos .. 607 95 08 46

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CETRAS Valladolid .983 31 03 17

Hosp. Divino Valles (Burgos) ..... 947 23 50 11 Hosp. Clínico Universitario

(Valladolid) . 983 42 00 01

Hosp. Gral. Yagüe (Burgos) 947 28 18 10

Hosp. de León (León) 987 21 13 11

CASTILLA-LA MANCHA

ADANER Albacete 967 24 74 31

ADANER Toledo 607 18 51 85

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ACAB 920 11 69 86

Hosp. Clínico 932 27 56 65

Hosp. S.Joan Deu 93 280 40 00

Hosp. Bellvitge . 93 260 79 22

Hosp. Can Ruti . 93 497 88 14

Hosp. SantPau. 93 291 94 70

Hosp. Valle de Hebrón 93 274 60 00

Mutua de Terrassa 93 736 50 50

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VALENCIA

AVALCAB Valencia 96 346 21 20

ACABA Meante. 96 525 94 60

Valencia Hosp. Univ. La Fe 96 386 27 00

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Agradecimientos

Este libro ha afectado a varias personas, en mayor o menor medida, y todas ellas me han ayudado en el proceso. Quisiera agradecer a Paula Casado su eficiencia y su nunca suficientemente apreciado sentido del humor para sobrellevar todos los lunes de la vida. A Mila Espido, los desvelos y preocupaciones que se heredan vitaliciamente junto con el cargo de hermana mayor. A Miryam Galaz su asombrosa capacidad para convertir cualquier frivolidad en una pasión, y los problemas en insignificancias sin perder nunca la sonrisa. A Almudena Izarra, el inmenso cariño con que me ha enviado postales, ánimos y alegría, olvidándose de sí misma. A Angeles Martín, su paciencia y nervios de acero ante mis dudas, su comprensión y sus sabios consejos, que no por tan habituales dejan de ser agradecidos. A Ana Rosa Semprún, su fe en mí y en mis proyectos, y su confianza, pese a mis vaivenes inesperados. A Ghristofer Owe, que con constancia y cariño me prestó en imágenes lo que yo sólo sé expresar con palabras.

Y, finalmente, a las asociaciones que me han sabido orientar durante la redacción del libro, por la labor de vaciar el mar con una cuchara. A todas las enfermas que me prestaron sus testimonios, y a las que no fueron capaces de hablar, por su sinceridad, su generosidad y su valentía. Y a las que se recuperaron, por compartir experiencias y aportar consejos, por su rabia y su indignación.

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