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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (26 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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Pero así funciona el asunto, creo. A Roberto Pastaflori, a Danti y Tomanti, a Rodolfo Langostino o a cualquier otro modisto puntero, o diseñador, o como carajo se llame ahora el antaño honorable gremio de la sastrería, se le ocurre una imbecilidad para epatar en la pasarela de Milán, verbigracia, que los hombres lleven la bragueta abierta con calzoncillo de camuflaje multicolor, que las mujeres usen ropa de minero asturiano y se calcen un pie con zapato de tacón aguja y el otro con sandalias apaches, o lo que sea, y no les quepa duda de que, durante los meses siguientes al desfile correspondiente –páginas de Cultura de los periódicos, ojo–, todo cristo, ellos y ellas, irán, o iremos, por esas calles con la bragueta abierta dos palmos lanzando pantallazos fosforito, los pavos, y las pavas con casco del pozo María Luisa y cojeando a la moda divina de la muerte, tacón, sandalia, tacón, sandalia, encantados de habernos conocido. Y si sólo fuera indumento, todavía. Los arcanos de tales dictaduras, alegremente aceptadas, son muchos e insondables. Pero ahí están, y vienen de antiguo. Todo empezó a fastidiarse, sospecho, el día en que la primera marquesa gilipollas –francesa, supongo, la Pompadour o una de esas zorras– hizo sentarse a su mesa, dándoles conversación, a su modisto, a su peluquero y a su cocinero.

También albergo otra sospecha tenebrosa, que tiene que ver –usando una perífrasis delicada que no alborote mucho el gallinero– con las distintas aficiones y posturas de cada cual respecto al acto venéreo. Dicho de otro modo: lo que abunda entre los modistos no es el estilo camionero tipo Rusell Crowe, sino más bien el Chica Tú Vales Mucho. Pensaba en eso el otro día, hojeando un reportaje sobre quienes dictan la moda de nuestro tiempo. Las fotos eran reveladoras: Jean Paul Gaultier con botas de piloto intrépido acordonadas hasta las rodillas, jersey malva y pantalón de reflejos violetas, John Galiano con melena rubia y rizada hasta la cintura, sombrero de gánster, fular blanco y camiseta negra de pico, Valentino peliteñido, clásico y sobrio como la vida misma, Karl Lagerfeld –aparte esa pinta simpática que tiene, el jodío– con botas de montar, cuello duro, una sortija en cada dedo, una calavera en la corbata y una cadena de bicicleta a manera de cinturón. También venían un par de fulanos más cuyos nombres no retuve, uno con gomina amarilla y las rótulas depiladas asomándole por agujeros de los vaqueros, y otro vestido de Isadora Duncan que iba montado en patinete. Para mí, deduje tras mucho mirarlos, lo que son estos fulanos son unos cachondos. En el fondo –y en la forma– odian a las tías. Y se están vengando.

El Semanal, 22 Abril 2007

Eran los nuestros

Todavía no he visto 300, la película de Zack Zinder sobre la batalla de las Termópilas. Pero he seguido con atención la polémica sobre la corrección o incorrección social del asunto, los pareceres encontrados sobre el supuesto retrato artero y malévolo de los orientales persas, y los tópicos sobre el honor y la gallardía de los occidentales espartanos. Ha sido interesante asistir a ese contraste de opiniones entre los partidarios de una visión tradicional del acontecimiento, la prohelénica y heroica, frente a la de quienes se expresan desde un enfoque más orientalista o menos eurocéntrico y lamentan que Jerjes y su gente todavía figuren en la Historia como los malos del episodio.

En el debate no han faltado, naturalmente, las alusiones a la crisis entre los valores de la democracia occidental y los que otras culturas sostienen, las alusiones al islam, etcétera. En el que podríamos llamar sector crítico frente a la versión transmitida por las fuentes clásicas, hay opiniones muy respetables, versiones de historiadores que, con el peso de su autoridad y con más o menos eficacia según el talento de cada cual, revisan tópicos, iluminan rincones oscuros, deshacen o cuestionan interpretaciones tradicionales; pero junto a ese análisis serio, académico, se ha dado también, como era de esperar en los tiempos que corren, una intensa agitación del gallinero mediático, empeñado en aplicar al año 480 antes de Cristo los habituales clichés de lo social o políticamente correcto. De manera que junto a ciertos finos analistas, intelectuales de pasta flora, eruditos cutres, tertulianos charlatanes y políticos analfabetos, sólo ha faltado alguien que denuncie a Leónidas y sus trescientos hoplitas ante el tribunal internacional de La Haya por militaristas y xenófobos. Que casi. De modo que van a permitirme, también, opinar al respecto. Eso sí: con un criterio contaminado por el hecho poco objetivo de haber leído en su momento –cada cual tiene sus taras– a Herodoto, a Diodoro de Sicilia y a Jenofonte. A lo mejor ése es mi problema. No hay nada mejor, lo admito, para la objetividad, la equidistancia y la corrección política que no haber leído nunca un puto libro.

A ver si lo resumo bien: eran los nuestros, imbéciles. Aunque siempre sea mentira lo de buenos y malos, lo de peones blancos y negros sobre el tablero de la Historia, lo que está claro, películas y paralelismos modernos aparte, es el color de los trescientos lacedemonios y los setecientos tespieos que libraron el último combate contra los doscientos mil persas que los envolvieron y aniquilaron en el paso de las Termópilas. Pese a su militarismo, a las crueles costumbres de su patria, a que los enemigos no eran afeminados o malvados, sino sólo gentes de otras tierras y otros puntos de vista, los soldados profesionales que peinaron con calma sus largos cabellos antes de colocarse encima treinta y cinco kilos de bronce y cerrar filas dispuestos a cenar en el Hades –Leónidas sólo llevó a los que tenían en Esparta hijos que conservaran la estirpe–, riñeron aquel día como fieras, hasta el último hombre, conscientes de que su hazaña era un canto a la libertad: la demostración suprema de lo que el ser humano, seguro de lo que defiende, puede y debe hacer antes que someterse.

Y claro que eran héroes. Da igual que los historiadores magnificaran su hazaña, o que los enemigos fuesen de una u otra manera. Lo que esos espartanos rudos y valientes defendieron bajo la nube de flechas persas –como bromeó uno de ellos, eso permitía pelear a la sombra–, no era el diálogo de civilizaciones, ni el buen rollito ni el pasteleo para salvar el pellejo poniendo el culo gratis. Enaltecidos por los clásicos o desmitificados por los investigadores modernos, lo indiscutible es que, con su sacrificio, salvaron una idea de la sociedad y del mundo opuesta a cualquier poder ajeno a la solidaridad y la razón. Al morir de pie, espada en mano, hicieron posible que, aun después de incendiada Atenas, en Salamina, Platea y Micala sobrevivieran Grecia, sus instituciones, sus filósofos, sus ideas y la palabra democracia. Con el tiempo, Leónidas y los suyos hicieron posible Europa, la Enciclopedia, la Revolución Francesa, los parlamentos occidentales, que mi hija salga a la calle sin velo y sin que le amputen el clítoris, que yo pueda escribir sin que me encarcelen o quemen, que ningún rey, sátrapa, tirano, imán, dictador, obispo o papa decida –al menos en teoría, que ya es algo– qué debo hacer con mi pensamiento y con mi vida. Por eso opino que, en ese aspecto, aquellos trescientos hombres nos hicieron libres. Eran los nuestros.

El Semanal, 29 Abril 2007

Viejos maestros de la vida

Antes –supongo que ahora es lo mismo, pero menos– debíamos mucho a los viejos zorros de colmillo retorcido y rabo pelado. Llegabas de pringadillo a un sitio u otro, en tus primeras experiencias profesionales, y siempre había alguien de ese oficio o de cualquier otro, un tipo generoso atrincherado aquí o allá, lleno de resabios y lucidez, que te ayudaba a dar los primeros pasos por el campo minado sin otro motivo que tu juventud, tu inexperiencia, tu entusiasmo. Sin nada que ganar en ello por su parte; sólo porque le caías bien o veía en ti, quizá, el reflejo de lo que él un día fue, o de lo que tal vez nunca pudo ser, y tú, más dotado o con mejor suerte, tal vez un día fueras. Como si tu supervivencia futura, tu posible éxito, fuesen también, en cierto modo, los suyos.

Siempre fui afortunado en ese aspecto. En mi juventud, cada vez que dejé la mochila en una silla y dije «buenos días» tuve el inmenso privilegio de encontrar cerca a un veterano que, guasón al principio, con ese tono que sólo confieren el tiempo, la experiencia y las cicatrices, me dijo «arrímate aquí, espabila los oídos y abre bien los ojos». En esos primeros tiempos caminando de un lado a otro, siempre se me dio bien encontrar capitanes Haddock que me llamaran grumetillo; tal vez porque mis ganas de aprender eran sinceras, el respeto no era fingido, y supe pronto que un recluta bisoño y en territorio enemigo, dispuesto a preguntar lo que no sabe, supera en probabilidades de sobrevivir al idiota que, para disimular la ignorancia que arrastra todo novicio por listo que sea o crea ser, se adorna con lo que no tiene, desconociendo lo mucho que puede aprenderse con una sonrisa, una pregunta adecuada seguida de un silencio humilde, una caña de cerveza o un vaso de vino pagados en el momento y lugar oportunos. Obligándote luego, para compensar todo eso, a la insoslayable contrapartida: lealtad y agradecimiento.

No he olvidado a ninguno, aunque la vida nos llevase luego de acá para allá, alejara a unos y liquidase a otros. En los puertos mediterráneos, en las hoy desaparecidas tertulias del café Gijón, en la redacción del viejo diario Pueblo, en los hoteles de Beirut, Argel, El Cairo, Nairobi o Managua, en los bares de oficiales de Villa Cisneros, Smara o El Aaiún, tuve siempre la suerte inmensa de que un veterano de algo, de la literatura, del periodismo, de la delincuencia, del mar, de la guerra, de la vida, me proporcionase –a veces sin pretenderlo– información privilegiada y mecanismos eficaces de aprendizaje y supervivencia: Vicente Talon, Chema Pérez Castro, Manolo Cruz, Fernando Labajos, Aglae Masini, el Piloto, mamá Farjallah y tantos otros son sólo algunos nombres de una lista extensa, imposible de resumir aquí. No he olvidado a ninguno; y cada vez que algo sale bien, que escribo un artículo o un libro más o menos afortunado, que llego a puerto sin problemas, que una experiencia o un recuerdo me sirven para interpretar, para asumir, para comprender el mundo en el que vivo y en el que un día moriré, sonrío en mis adentros, agradecido a aquellos con quienes contraje la deuda.

Entre los muchos maestros de quienes aprendí el oficio de reportero, el más antiguo vive todavía: se llama Pepe Monerri. Hoy es un abuelete jubilado, hecho polvo y en dique seco, y no quiero que cierre la última edición, cuando le toque, sin que sepa cómo lo recuerdo, treinta y nueve años después de aquella tarde en que, a la salida del colegio, acudí como siempre a la delegación del diario La Verdad en Cartagena para hacerle compañía y aprender los rudimentos del oficio. Pepe Monerri, un clásico de las redacciones locales en los diarios de provincias de entonces, escéptico, vivo, humano, desenvuelto, endiabladamente listo, me encargó que entrevistase –era la primera entrevista de mi vida– al alcalde de la ciudad, sobre un asunto de restos arqueológicos destruidos. Y cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un político quizá era demasiado para un novato de dieciséis años, y que tenía miedo de meter la pata haciéndolo mal, el veterano me miró despacio y con mucha fijeza, se echó hacia atrás en el respaldo de la silla, al otro lado de la mesa llena de máquinas de escribir, maquetas, fotos y papeles, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca: «¿Miedo?… Mira, zagal. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti».

El Semanal, 06 Mayo 2007

Insultando, que es gerundio (I)

Cada vez nos ponen más difícil insultar a la gente. Dirán algunos que no hace falta insultar a nadie, y que cuanto más difícil lo pongan, mejor. Pero dudo que tan edificante argumento sea del todo riguroso. Tal y como anda el mundo, verse insultado –cosa que, por otra parte, a muchos les importa un pimiento– es el único precio que muchos hijos de la gran puta y no pocos tontos del haba acaban pagando a cambio de la impunidad por los estragos que causan. Escueto peaje, a fin de cuentas. Además, para los que somos mediterráneos, o de donde seamos, y se nos calienta con facilidad la boca o la tecla –al arriba firmante más la tecla que la boca, pero cada cual es muy dueño–, ésa es una manera como otra cualquiera de situarse ante las cosas. Háganse cargo: el insulto como punto de vista o como desahogo final, a falta de otras posibles contundencias. Ultima ratio rerum, etcétera. Ante ciertos ejemplares de la especie humana, a muchos el insulto nos fluye solo, espontáneo, natural como la vida misma. Aunque, en lo que a mí se refiere, y en términos generales, lo cierto es que sólo insulto por escrito. En la vida real, fuera de este gruñón personaje semanal cuyo talante, vocabulario y patente de corso me veo obligado a sostener desde hace casi catorce años –faltaría más, amariconarse a estas alturas–, soy un fulano más bien cortés. Gano mucho con el trato, dice mi editora.

Pero les decía que cada vez se hace más cuesta arriba insultar, y es cierto. Lo socialmente correcto exige encaje de bolillos para manejar el buen, sonoro, rotundo, inapelable, higiénico insulto de toda la vida. Uno ve en la tele a cualquier político español, por ejemplo, sin distinción de careto o ideología; y cuando salta como un tigre sobre el ordenador, dispuesto a expresar con el epíteto oportuno los sentimientos que le inspira, se encuentra hojeando desesperadamente el diccionario de la RAE en busca de algo que no hiera sensibilidades ajenas o produzca, ay, daños colaterales. Cosa cada vez más difícil. Y claro. Eso quita frescura al insulto que nos rozaba los labios, o la tecla. Anula toda espontaneidad y hasta le disipa a uno las ganas de insultar. Y la ilusión.

Calificar a tal o cual individuo de retrasado mental, por ejemplo, ya se ha hecho imposible. Si escribo por ejemplo –quedándome corto– que el presidente Bush de los Estados Unidos de América del Norte es un tarado, lloverán cartas de asociaciones respetables argumentando, con razón, que uso despectivamente una palabra que incluye casos dolorosos y conmovedoras tragedias humanas. Lo mismo ocurre si utilizo subnormal, anormal o A. Normal, como en El jovencito Frankenstein. El problema para quienes necesitamos contar cosas o expresar puntos de vista por escrito, es que las palabras y cuanto implican están hechas exactamente para eso; para aplicarlas a la realidad o a la ficción, describiéndolas del modo más eficaz posible. Y se hace muy difícil expresar de otro modo la estupidez, la tontería o la imbecilidad de un individuo al que pretendemos definir como tal. Dirán algunos que bastaría entonces, calificarlo de tonto, de idiota o de imbécil. Pero es que esas palabras significan exactamente lo mismo. Soplagaitas, por ejemplo, ya me lo han hecho polvo. Un insulto tradicional, clásico. De toda la vida. Un eufemismo, convendrán conmigo, muy aceptable para aplicar a quienes consideramos cualificados en el arte, no siempre fácil, de soplar otros órganos o instrumentos especializados. Lo usé hace tres o cuatro semanas, no recuerdo para qué, y acabo de recibir una carta –se lo juro a ustedes por mis muertos más frescos– de un gaitero asturiano o gallego, de eso no estoy seguro, afeándome la cosa. Una falta de respeto, argumenta. Ofensa para todos los gaiteros y demás. Ya ven. Nada comparable, eso sí, con otra carta recibida hace un par de años, de la que di cuenta en esta misma página, cuando unos vidrieros artesanos me reprocharon el uso de la expresión sopladores de vidrio como variante en lo de soplar. Aún me queda en la reserva, es cierto, soplacirios; o lo que es más bonito y más rotundo,sopladores de cirio pascual; pero mucho me temo que, en cuanto use un par de veces tan bella perífrasis, alguna asociación de sacristanes sin fronteras o congregación pía pondrá el grito en el cielo. Siempre me quedará París, es cierto: recurrir, sin ambages, al rotundo y algo explícito soplapollas. Pero tampoco estoy muy seguro de que eso no extienda el círculo de damnificados. O damnificadas.

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