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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (61 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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El Semanal, 14 Junio 2009

Oportunistas de lo imprescindible

No hace mucho, en una de esas cenas con Javier Marías queZ a veces nos sirven a uno o a otro, luego, para teclear un artículo que resuelva los respectivos compromisos semanales, comentábamos un hecho pintoresco que suele darse entre los comentaristas culturales a la hora de hablar de libros y autores. Un título, un nombre olvidados por completo o de los que nadie hace caso, incluso escritores despreciados o desconocidos por quienes se dicen árbitros de las bellas letras, se ponen de moda con un centenario, una película o una reedición oportuna. Entonces, buena parte de aquellos a quienes nunca oíste hablar de tales títulos o autores emiten alaridos entusiastas, cantando sus excelencias y colocándoles la etiqueta imprescindible. Que es el adjetivo que ciertos esnobs de la tecla, con alborozado entusiasmo de conversos, reservan indefectiblemente para libros o autores de los que no se habían ocupado antes, en su vida. Además, ellos nunca leen, sino que releen. «Estoy releyendo –escriben, imperturbables– a Ian Fleming. Un autor imprescindible.» Sorprende, por otra parte, que si tanto aprecian a determinado escritor, nunca hasta hoy le hayan dedicado una línea, y se acuerden de él sólo cuando una editorial prestigiosa o una edición afortunada lo ponen en primer plano. Pero quienes se lo montan de posar como culturillas exquisitos –Lo que podría escribir y no quiero, o cosas así– nunca recomiendan libros imprescindibles antes de que lo sean. Sería arriesgarse demasiado.

Comentaba esto con Javier, como digo, mientras despachábamos sendos filetes empanados. No solemos hablar de literatura propia ni ajena, pero esa noche íbamos por ahí. Yo mencioné a Roberto Bolaño. Como ya dije alguna vez en público, es un autor que me parecía –a mí, no a Javier– increíblemente avinagrado y aburrido cuando estaba vivo, y me lo sigue pareciendo muerto. Lo de avinagrado se explica porque en vida nadie le hizo caso ni compró sus libros; eso lo malhumoró mucho y solía meterse con otros autores como si ellos tuvieran la culpa. El caso es que, con el filete empanado a medias, puse a Bolaño como ejemplo. Aparte de que a mí me guste o no, dije, tiene guasa el asunto. Lees algunas columnas actuales de animadores culturales españoles y resulta que Bolaño es imprescindible. Eso, casualmente, ahora que su agente literario le ha montado una bestial promoción post mortem nulla voluptas en Estados Unidos. Podían haberlo dicho cuando estaba vivo y sin agente, digo yo. Ayudándolo a vender más libros y a tener menos mala leche.

Pasamos luego a hablar de otros autores que ciertos caraduras que hoy pretenden barajar la literatura ninguneaban o infravaloraban no hace muchas décadas: Stevenson, Conrad, Simenon, Eric Ambler, Budd Schulberg, Le Carré, Stephan Zweig, Schnitzler, el barón Corvo, Joseph Roth y otros. Autores, todos ellos, poco estimados entonces en España, o incluso insultados directamente, como era el caso de Zweig, novelista considerado menor hasta hace cuatro días; y que, a quienes descubrimos su Partida de ajedrez y sus obras completas en Editorial Juventud a finales de los años sesenta, nos causa mucha hilaridad que ahora no se le caiga a nadie de la boca. O de Conrad, cuyo Espejo del mar tradujo Marías hace la tira, cuando algunos tontos del ciruelo todavía consideraban al polaco sólo un aseado escritor de novelas marineras, y juraban que lo que había que leer era El Jarama, del por otra parte respetable Sánchez Ferlosio, o la imprescindible –permitan que ahí sí que me tronche– Larva, de Julián Ríos.

A los postres puse un ejemplo casual. Imagínate, dije, a un autor al que nadie haga caso. Poco conocido y leído. Traven, por ejemplo. Escritor maldito, marginal, autor de El barco de la muerte y Lo conocemos desde hace al menos treinta años y nos gusta a los dos. O, por lo menos, a mí. Pero aquí ningún periculto de suplemento literario lo menciona jamás, ni recomienda sus libros. Pregunta por él en una librería. No existe. Pues apuesto la tecla Ñ a que si mañana aparece un libro suyo en una buena editorial, una docena de pavos que no han leído a Traven en su puta vida se descolgarán con encendidos elogios. Para eso está Internet, para documentarse. Yo, lector de Traven de siempre. Voy a explicarles quién es. Etcétera.

Y bueno. El ejemplo era casual, como digo. Pillado por los pelos. Pero lo cierto es que profeta en España puede serlo cualquiera. Tres semanas después de la cena con Javier, la interesante y prestigiosa editorial Acantilado publicaba El tesoro de Sierra Madre. En el acto, como era de esperar, llovieron columnas y comentarios. Traven, naturalmente. Qué me van a contar a mí, a estas alturas. Traven esto y lo otro. Traven y yo. Travenólogo como soy, desde pequeñito. Con una palabra –nunca la habríamos adivinado– repitiéndose en cada artículo: imprescindible.

El Semanal, 21 Junio 2009

El príncipe gitano

Me manda un amigo un vídeo extraordinario, impagable, que está en Internet: el Príncipe Gitano vestido de smoking, con faja negra y pajarita, cantando en supuesto inglés una versión fascinante, friki total, del In the ghetto de Elvis Presley. «Vas a alucinar», me anuncia en el mensaje adjunto. Y no tengo más remedio que decirle: llegas tarde, chaval. A mí del Príncipe Gitano no se me despintan ni los andares. Lo tengo controlado desde hace mucho, e incluso más. La versión del Presley, y la que hizo un poco antes del Delilah de Tom Jones, ésta cantada en español y con estética vídeo años sesenta, que también anda disponible en los ciberespacios infinitos entre algunas otras, como Obladí obladá, por ejemplo, que la borda. Meterse eso en vena ya es droga dura. Pero te diré más, colega. Lo mío con ese jambo es historia vieja. Viene de cuando el Piloto –que se le parecía un poco, ojos azules incluidos, aunque de joven era todavía más guapo–, cuando volvíamos de alguna incursión marítima por fuera de la isla de Escombreras, lastrado su barquito con Winston y Johnnie Walker, me ponía en un chisme de música que había en una taberna del puerto, entre caña y caña, Tani, Cortijo de los Mimbrales y la que para mí siempre fue cúspide del Príncipe: Cariño de legionario, con una letra que empieza, nada menos: «Le di a una morita mora / morita mora / morita de mi alma / cariño… de legionario». Tela.

Pero es que hay más, chaval. A ver si te enteras. Enrique Castellón Vargas, de nombre artístico el suprascrito Príncipe, nacido en Valencia en 1928, hijo de gitanos dedicados a la venta ambulante, tenía una planta soberbia: alto y delgado, elegante –cuidaba mucho los trajes y el vestir–, mirada azul, pelo rizado. Para entendernos: se comía a las pavas sin pelar. Quiso ser torero de joven; pero tenía canguelo, y los cuernos se le daba mejor ponerlos él. También tenía buena voz, así que se dedicó al cante flamenco, del que tocó muchos palos, sobre todo zambras y rumbas. Hizo de torero en el cine –Brindis al cielo, se llamaba la peli–, y actuó con grandes compañías, incluida la de Carmen Morell y Pepe Blanco, y también una propia, con su hermana Dolores Vargas La Terremoto, en la que acogió a jóvenes artistas como Manolo Escobar, Rocío Jurado y Toni Leblanc, que era galán cómico. Con La Terremoto, por cierto, hizo el Príncipe en 1956 otra película, Veraneo en España, que está entre mis mitos del cine hispano por varias razones, lo cutre aparte. Una es cuando canta eso que dice: Un negro vestío / y una mujer sin marío. La otra, que para mí es lo máximo del megatop frikilandio, es cuando, en mitad de la peli, aparece cantando lo de la morita mora, morita de mi alma, vestido de lejía de arriba abajo, con chapiri de borla, despechugada la camisa y fusil al hombro. Sin complejos.

Me encantaba ese tío. Sin reservas. Su pinta de chuleta, su manera de cantar. Tuve, además, el privilegio de verlo actuar en persona. Eso fue a principios de los ochenta, cuando el Príncipe Gitano ya estaba en el tramo final –y absolutamente cuesta abajo– de su carrera artística. Cómo sería lo de la cuesta, que yo iba a verlo, cada noche que podía, a un garito infame que entonces todavía estaba abierto en la Gran Vía de Madrid. No recuerdo ahora si se trataba del J’Hay o de La Trompeta, pero era uno de esos dos. Sitios de música y puterío, con moqueta raída, camareros con pinta de rufianes y mesas donde servían champaña chungo a lumis maduras y jamonas vestidas con trajes largos, como las de toda la vida. Y allí, en un escenario crujiente y cochambroso, pisando cucarachas y alumbrado por un foco, el Príncipe Gitano, cincuentón lleno de arrugas y teñido el pelo, pero todavía gitano fino y apuesto en trajes de corte impecable –entallados, con patas y solapas anchas–, desgranaba una tras otra las canciones que en sus buenos tiempos le habían dado dinero y señoras de bandera. Y yo, emocionado en mi rincón, haciendo como que bebía aquellos mejunjes infames, me calzaba sus actuaciones canción tras canción, disfrutando como un gorrino en un charco. Y juro por las campanas de Linares de Manolo Caracol que las pavas –en aquel tiempo las putas eran casi todas españolas– le tiraban besos y aplaudían como locas, y gritaban: «¡Príncipe, otra!… ¡Canta otra, Príncipe!… ¡El reloj! ¡Tani! ¡Rosita de Alejandría! ¡Los Mimbrales!». Y le decían guapo. Y el artista, obsequioso, chulillo, aún flaco y elegante pese a los años, se erguía en aquel escenario infame, sobre el fondo de polvorientos cortinones de terciopelo rojo y grueso, levantaba una mano haciendo círculo con el índice y el pulgar, y cantaba lo de: «Segá por el brillo de su dinero / dehó ar shiquillo». Y las lumis, lo juro, lloraban como criaditas oyendo el serial de la radio. Y a mí, sentado en mi rincón con el vaso de matarratas en la mano, se me erizaba el pellejo. Y en este momento me ocurre exactamente lo mismo al recordar, mientras le doy a la tecla.

El Semanal, 28 Junio 2009

Esa gentuza

Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja, y un tropel de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.

Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo caminando carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.

Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces de madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y mire. Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado –ahí no hay discrepancias ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del 100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer cola en ventanillas, desde el primer día.

De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos.

El Semanal, 05 Julio 2009

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