Cuando te encuentre (4 page)

Read Cuando te encuentre Online

Authors: Nicholas Sparks

BOOK: Cuando te encuentre
2.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Acabó en el Primer Batallón del Quinto Regimiento de Marines, con base en Camp Pendleton, la principal base del Cuerpo de Marines en la Costa Oeste de Estados Unidos. San Diego se convirtió en su ciudad favorita, con un clima magnífico, unas playas de ensueño y unas mujeres espectaculares. Pero aquello no duró demasiado. En enero de 2003, justo después de cumplir los veintitrés años, partió hacia Kuwait para participar en la operación Libertad Iraquí. La base llamada Camp Doha, erigida en una zona industrial de la ciudad de Kuwait, llevaba operativa desde la primera guerra del Golfo, y parecía un pueblo de verdad. Había gimnasio y sala de ordenadores, un PX —el economato militar que existe en todas las bases militares estadounidenses y en el que hay todo lo que uno puede necesitar— y cantinas, y las tiendas de campaña se extendían hasta perderse de vista en el horizonte. La actividad frenética en aquel lugar se había incrementado a causa de la inminente invasión, y allí reinaba el caos absoluto. Para Thibault, los días se sucedían como una secuencia interminable de reuniones que duraban horas y horas, instrucciones tan duras como para partirle a uno la espalda, y ensayos de planes de ataque que se renovaban constantemente. Por lo menos les hicieron practicar cómo ponerse el traje de protección contra sustancias químicas cien veces. Además, siempre se veían sometidos a un montón de rumores. La peor parte era discernir cuáles podían ser verdad. Todo el mundo conocía a alguien que a su vez conocía a alguien que había oído la verdadera historia. Un día corría el bulo de que iban a atacar la ciudad sin demora, y al día siguiente se enteraban de que todavía no iban a hacerlo. Primero se suponía que iban a entrar por el norte y por el sur a la vez, luego solo por el sur, y al final ni eso. Habían oído que el enemigo tenía armas químicas y que su intención era utilizarlas, al día siguiente oían que el enemigo no se atrevería a usarlas porque creía que Estados Unidos respondería con cabezas nucleares. Circulaban rumores acerca de que la Guardia Republicana Iraquí se estaba reagrupando en la frontera; otros juraban que la ofensiva no sería en la frontera, sino en Bagdad. Incluso había otros que decían que la contienda sería cerca de los campos de petróleo. En resumidas cuentas, nadie sabía nada, lo cual solo servía para estimular la imaginación de los ciento cincuenta mil militares agrupados en Kuwait.

Generalmente, los soldados suelen ser chavales. La gente a veces olvida ese detalle tan importante. Se trata de jóvenes de dieciocho, diecinueve y veinte años —la mayoría de ellos todavía no son mayores de edad y no pueden comprar cerveza—. En Kuwait se mostraban confiados en general y estaban bien entrenados y con ganas de entrar en combate, pero era imposible ignorar la realidad que se avecinaba. Algunos de ellos iban a morir. Algunos hablaban abiertamente sobre la cuestión, otros escribían cartas a sus familiares y se las entregaban al capellán del ejército. Los ánimos se encendían con facilidad. Algunos tenían problemas para conciliar el sueño; otros se pasaban prácticamente todo el tiempo durmiendo. Thibault lo observaba todo con una extraña sensación de desapego. Le parecía que podía oír a su padre diciendo: «¡Bienvenido a la guerra! Siempre la misma jodida historia: la situación es normal, todos completamente jodidos».

Thibault no era inmune a la creciente tensión y, al igual que el resto de sus compañeros, necesitaba una válvula de escape. Era imposible no tener una. Empezó a jugar al póquer. Su padre le había enseñado a jugar y conocía las reglas… o pensaba que las conocía. Rápidamente descubrió que los demás le sacaban ventaja. En las tres primeras semanas perdió progresivamente casi todo el dinero que había ahorrado desde que se había alistado en el Ejército, lanzando faroles cuando debería haberse retirado de la partida, retirándose de la partida cuando debería haber continuado jugando. No es que se tratara de mucho dinero, y tampoco es que dispusiera de muchos lugares donde poder gastárselo si se lo hubiera propuesto, pero las constantes derrotas lo sumieron en un humor de perros durante días. Detestaba perder.

El único antídoto era salir a correr un buen rato a primera hora de la mañana, antes de que despuntara el sol. Normalmente hacía mucho frío; a pesar de que llevaba un mes en Oriente Medio, continuaba sorprendiéndose de que pudiera hacer tanto frío en el desierto. Corría hasta quedar prácticamente exhausto bajo un cielo plagado de estrellas, y su respiración agitada formaba pequeñas nubes de vapor.

Un día, al final de una de aquellas salidas, cuando ya podía divisar su tienda a lo lejos, aminoró la marcha. Por entonces, el disco del sol había iniciado su lento ascenso por el horizonte, bañando con destellos dorados el árido paisaje. Con las manos en las caderas, intentó recuperar el aliento, y fue entonces, de soslayo, cuando avistó el brillo apagado de una fotografía, medio enterrada en la arena. Se detuvo para recogerla y se fijó en que estaba plastificada de una forma barata pero efectiva, probablemente para evitar su deterioro. Le quitó el polvo para poder examinar la imagen: esa fue la primera vez que la vio.

La chica rubia sonriente y con ojos burlones del color del jade llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta en la que en la parte frontal se podía leer «DIOSA DE LA FORTUNA». Detrás de ella había una pancarta en la que ponía «RECINTO FERIAL DE HAMPTON». Junto a la joven aparecía un pastor alemán, con el hocico gris. Entre la multitud que se aglutinaba detrás de ella se distinguían dos jóvenes un poco desenfocados que llevaban unas camisetas con unos logotipos estampados y que hacían cola cerca de la taquilla donde vendían las entradas. A lo lejos se elevaban tres abetos puntiagudos, esos árboles ornamentales tan comunes. En el reverso de la foto había una dedicatoria escrita a mano: «¡Cuídate! E.».

Al principio no se fijó en todos aquellos detalles. Su primer instinto, de hecho, fue tirar la foto. Y casi lo hizo, pero en el momento en que iba a hacerlo, se le ocurrió que quizá la persona que había perdido aquella foto deseara recuperarla. Obviamente debía de tener un valor sentimental para alguien.

Cuando regresó a la base, clavó la foto con una chincheta en el tablón de anuncios cerca de la entrada de la sala de ordenadores, pensando que prácticamente todos los que vivían en la base acababan por pasar un día u otro por allí. Seguro que alguien la reclamaría.

Pasó una semana, luego diez días. La foto seguía allí. En ese momento, su pelotón se dedicaba muchas horas al día a realizar instrucción militar, y las partidas de póquer se habían vuelto más serias. Algunos soldados habían perdido miles de dólares; se decía que un cabo interino se había dejado casi diez mil dólares. Thibault, que no había jugado desde sus humillantes derrotas iniciales, prefería pasar el tiempo libre pensando en la inminente invasión y preguntándose cómo reaccionaría cuando lo atacaran. Mientras deambulaba cerca de la sala de ordenadores tres días antes de la invasión, vio que la foto seguía clavada en el tablón de anuncios, y por una razón que jamás llegó a comprender, la arrancó y se la guardó en el bolsillo.

Victor, su mejor amigo en el regimiento —habían estado juntos desde el periodo de instrucción—, le propuso unirse a la partida de póquer aquella noche, a pesar de las reservas de Thibault. Puesto que tenía poco dinero, empezó a jugar con precaución, pensando que no aguantaría más de media hora. Se retiró de las primeras tres partidas; entonces, en la cuarta partida sacó escalera y un
full
en la sexta. Las cartas parecían estar de su parte —escalera, escalera de color,
full
… Y, al punto de la medianoche, había recuperado el dinero que había perdido en las primeras semanas. Los jugadores que habían iniciado la primera partida ya se habían retirado y habían sido reemplazados por otros, a quienes, a su vez, reemplazaron otros. Thibault se quedó. Su racha de suerte persistía. Al amanecer, había acumulado más que lo que había ganado durante sus primeros seis meses en el Cuerpo de Marines.

Cuando decidió abandonar la partida se dio cuenta de que durante todo el tiempo había llevado la foto en el bolsillo. Al regresar a la tienda, le mostró la foto a Victor y señaló las palabras en la camiseta de la muchacha. Su amigo, cuyos padres eran inmigrantes ilegales que vivían cerca de Bakersfield, en California, no solo era religioso, sino que creía en fenómenos de cualquier clase. Sus favoritos eran las tormentas eléctricas, las carreteras con bifurcaciones y los gatos negros, y antes de ir a Iraq, le había contado a Thibault que tenía un tío capaz de echar mal de ojo: «Cuando te mira de una determinada manera, seguro que no tardarás en morir». La absoluta convicción de Victor consiguió que Thibault se sintiera de nuevo transportado a la niñez, escuchando con gran atención a su amigo, mientras este relataba la historia con una linterna colocada bajo la barbilla. En ese momento no dijo nada. Todo el mundo tenía sus rarezas. ¿Su amigo quería creer en supersticiones? Pues adelante. Lo más importante era que Victor era un soldado lo bastante bueno como para haber sido reclutado como francotirador y que Thibault se fiaba tanto de él como para confiarle su vida.

El chico contempló el retrato antes de devolvérselo.

—¿Has dicho que lo encontraste al amanecer?

—Sí.

—Claro: el amanecer es uno de los momentos más poderosos del día.

—Eso ya me lo habías dicho.

—Es una señal —apuntó—. Ella es tu amuleto de la suerte. ¿Ves la camiseta que lleva puesta?

—Ella me ha dado suerte esta noche.

—Y no solo esta noche. Encontraste esta foto por alguna razón. Nadie la ha reclamado por alguna razón. La has cogido hoy por alguna razón. Solo tú estabas destinado a quedártela.

Thibault quiso decir algo sobre el chico que la había perdido y sobre cómo debía de sentirse al respecto, pero se mantuvo callado. En vez de eso, se tumbó sobre el catre y entrelazó las manos detrás de la nuca.

Victor copió el movimiento.

—Me alegro por ti. A partir de ahora la suerte estará de tu lado —concluyó.

—Eso espero.

—Pero no pierdas la foto.

—¿Por qué?

—Porque si la pierdes, entonces el sortilegio actúa a la inversa.

—¿Qué quieres decir?

—Significa que tendrás mala suerte. Y en una guerra, lo último que uno quiere es ser desafortunado.

La habitación del motel era tan fea por dentro como el edificio por fuera: paneles de madera, molduras finas adheridas al techo, una moqueta deshilachada, el televisor sujetado con tornillos a una estantería. Parecía como si la hubieran decorado hacia 1975 y que nunca la hubieran renovado; le recordaba los tugurios en los que se hospedaba con la familia cuando su padre los llevaba de vacaciones al sudoeste, cuando él era todavía un crío. Habían pernoctado en lugares junto a la autopista, y siempre que estuvieran relativamente limpios, su padre los consideraba válidos. Su madre no tanto, pero ¿qué podía hacer? No había un hotel de la cadena Four Seasons al otro lado de la calle, y aunque lo hubiera habido, no se lo habrían podido costear.

Thibault realizaba la misma rutina que su padre cuando entraba en la habitación de un motel: retiraba el edredón para confirmar que las sábanas estuvieran limpias, revisaba la cortina del baño para asegurarse de que no tuviera moho y confirmaba que no hubiera pelos en el lavamanos. A pesar de las consabidas manchas de óxido, un grifo que perdía agua y varias quemaduras de cigarrillo, el lugar estaba tan limpio como era de esperar. Y además no era caro. Thibault había pagado una semana por adelantado, en efectivo; no le habían formulado ninguna pregunta ni le habían aplicado ningún cargo extra por el perro. Sin lugar a dudas, una ganga. Perfecto. No tenía tarjetas de crédito ni de débito, ni una dirección de correo oficial ni teléfono móvil. Cargaba prácticamente con todas sus pertenencias. Tenía una cuenta bancaria, pero solo la utilizaba cuando necesitaba sacar dinero. Estaba registrada a nombre de una empresa, y no a su nombre. La empresa no estaba operativa. Simplemente le gustaba mantener su privacidad. No era rico. Ni siquiera se podía considerar de clase media.

Llevó a
Zeus
hasta el cuarto de baño y lo bañó, utilizando el champú que guardaba en la mochila. A continuación, se duchó él y se vistió con las últimas prendas limpias que le quedaban. Se sentó en la cama y empezó a buscar en el listín telefónico algo en particular. No tuvo suerte. Escribió una nota para acordarse de hacer la colada cuando tuviera tiempo. Decidió ir a comer algo en el pequeño restaurante que había visto un poco más abajo en aquella misma calle.

Cuando llegó, le dijeron que no se permitía la entrada de perros en el local, cosa bastante común.
Zeus
se tumbó fuera, junto a la puerta de la entrada, y se quedó dormido. Thibault pidió una hamburguesa con patatas fritas, que engulló junto con un batido de chocolate, luego pidió otra hamburguesa para
Zeus
. Ya en el exterior, contempló al perro mientras este devoraba la cena en menos de veinte segundos antes de volver a mirar a Thibault.

—Me alegra que te haya gustado. Vamos.

Compró un mapa de la localidad en un colmado y se sentó en un banco cercano a la plaza principal: el típico parque lleno de flores en pleno centro del pueblo, rodeado por calles atestadas de pequeños comercios. Thibault pensó que el parque, con aquellos enormes árboles que ofrecían una deliciosa sombra, no estaba muy concurrido; solo había un grupito de mamás apiñadas mientras los niños se lanzaban por el tobogán o se mecían delante y atrás en los columpios. Examinó las caras de las mujeres para asegurarse de que no fuera ninguna de ellas, luego les dio la espalda y abrió el mapa antes de que se inquietaran con su presencia. Las madres con niños pequeños siempre se ponen nerviosas cuando ven a un hombre solo merodeando cerca de un parque infantil sin ninguna intención aparente. No las culpaba. Había demasiados pervertidos sueltos.

Estudió el mapa para orientarse e intentó decidir qué iba a hacer a continuación. No albergaba la esperanza de que encontrarla fuera una tarea fácil. Después de todo, no tenía muchos datos. Únicamente disponía de una fotografía, sin nombre ni dirección. Nada más que una cara en medio del gentío.

Pero contaba con algunas pistas. Thibault había analizado los detalles de la foto innumerables veces antes y pensaba empezar por lo que sabía. La foto había sido tomada en Hampton. La mujer parecía tener unos veinte años en aquella instantánea. Era atractiva. O bien era la dueña de un pastor alemán, o bien conocía a alguien que tenía uno. Su nombre empezaba por la letra E. Emma, Elaine, Elise, Eileen, Ellen, Emily, Erin, Erica… le parecían los nombres más probables, aunque en el sur suponía que también habría nombres como Erdine o Elspeth. Había ido a la feria con alguien que más tarde había sido destinado a Iraq. Ella le había entregado la foto a aquella persona, y Thibault la había encontrado en febrero de 2003, lo cual significaba que la habían hecho antes de esa fecha. La mujer, por consiguiente, debía de tener ahora casi treinta años. A lo lejos se veían tres abetos puntiagudos juntos. Esas eran las cosas que sabía. Hechos reales.

Other books

Get What You Need by Jeanette Grey
Mary Reed McCall by The Maiden Warrior
Susan Speers by My Cousin Jeremy
Sharpe's Eagle by Cornwell, Bernard
Unfinished Death by Laurel Dewey
Minor Indiscretions by Barbara Metzger
Into the Woods by Linda Jones