Cubridle el rostro (2 page)

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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cubridle el rostro
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Catherine Bowers, que se quedaba en Martingale durante el fin de semana, había hablado poco durante la cena. Como persona justa por naturaleza, estaba un poco espantada al encontrar que sus simpatías estaban del lado de la señorita Liddell. Claro que resultaba muy generoso y galante de parte de Stephen defender la causa de Sally y otras como ella, pero Catherine se sentía tan irritada como cuando sus amigas no enfermeras hablaban de la nobleza de su profesión. Estaba muy bien tener ideas románticas, pero eran una compensación muy pequeña para aquellos que trabajaban entre cuñas y delincuentes. Estaba tentada de decirlo, pero la presencia de Deborah al otro lado de la mesa la mantuvo en silencio. La cena, como los acontecimientos sociales de poco éxito, pareció durar el triple de lo normal. Catherine pensó que nunca había visto a una familia demorarse tanto tiempo con su café, nunca los hombres habían tardado tanto en hacer su aparición. Pero por fin concluyó. La señorita Liddell había vuelto al St. Mary, insinuando que se encontraba más tranquila si no se dejaba a la señorita Pollack sola a cargo de todo por mucho tiempo. El señor Hinks murmuró algo sobre los últimos retoques al sermón de mañana y se desvaneció como un tenue fantasma en el aire primaveral. Los Maxie y el doctor Epps estaban gozando alegremente del fuego en el salón y hablando de música. No era el tema que Catherine hubiera elegido. Hasta hubiera sido preferible ver televisión, pero en Martingale el único aparato estaba en el cuarto de estar de Martha. Si tenía que haber una conversación, Catherine rogaba que se limitara a la medicina. El doctor Epps podría decir con toda naturalidad: «Claro que usted es enfermera, señorita Bowers, qué agradable para Stephen tener a alguien que comparte sus intereses». Y luego los tres se pondrían a charlar mientras Deborah, para variar, se quedaría sentada en un silencio ineficaz y terminaría por comprender que los hombres llegan a cansarse de las mujeres lindas e inútiles por bien vestidas que estén, y que lo que Stephen necesitaba era alguien que comprendiera su trabajo, alguien que pudiera conversar con sus amigos de un modo inteligente y bien informado. Era un sueño agradable y, como todos los sueños, no tenía relación alguna con la realidad. Catherine estaba sentada con las manos tendidas frente al fuego de leña y trataba de parecer cómoda mientras los otros hablaban sobre un compositor llamado, inexplicablemente, Peter Warlock, de quien nunca había oído hablar excepto en algún sentido histórico vago y olvidado. Por cierto que Deborah afirmó no entenderlo pero, como de costumbre, consiguió que su ignorancia resultara divertida. Sus esfuerzos para lograr que Catherine entrara en la conversación preguntándole por la señora Bowers impresionaban a Catherine como una prueba de condescendencia, no de buenos modales. La llegada de la nueva criada con un mensaje para el doctor Epps fue un alivio. Una de sus pacientes en una granja alejada había comenzado con sus dolores de parto. El doctor se levantó a desgana de su sillón, se sacudió como un perro desgreñado y pidió disculpas. Catherine hizo una última tentativa:

—¿Un caso interesante, doctor? —preguntó con vivacidad.

—No, Dios mío, no, señorita Bowers —el doctor Epps miraba inciertamente a su alrededor en busca de su maletín—. Ya tiene tres. Una mujercita agradable, sin embargo, y le gusta que yo esté presente. ¡Dios sabrá por qué! Podría parirlos por su cuenta sin que se le moviera un pelo. Bueno, hasta pronto, Eleanor, y gracias por una cena excelente. Tenía la intención de subir a ver a Simon antes de irme, pero si puedo vendré mañana. Supongo que necesitarán una nueva receta para el Sommeil. La traeré conmigo.

Saludó afablemente con la cabeza a los presentes y salió arrastrando los pies, junto con la señora Maxie, hacia el vestíbulo. Pronto escucharon su coche rugiendo por el camino de entrada. Era un automovilista entusiasta y le encantaban los coches pequeños y veloces, de los que sólo podía salir con dificultad, y en los que parecía un viejo oso travieso de parranda.

—Bueno —dijo Deborah cuando dejó de oírse el ruido del escape—, ya está. Y ahora qué les parece si nos acercamos hasta los establos para preguntarle a Bocock acerca de los caballos. Si es que Catherine tiene ganas de dar un paseo.

Catherine estaba muy ansiosa por caminar pero no con Deborah. Realmente, pensó, era increíble cómo Deborah no podía o no quería ver que ella y Stephen querían estar a solas. Pero si Stephen no se lo hacía entender, a ella no le correspondía hacerlo. Cuanto antes estuviese casado y lejos de toda su parentela femenina, mejor para él. «Le chupan la sangre», pensó Catherine, que se había encontrado con ese tipo de mujeres en sus incursiones en la narrativa moderna. Deborah, felizmente inconsciente de estas tendencias al vampirismo, encabezó la marcha y salieron por la puerta ventana abierta para atravesar el prado.

Los establos, que en un tiempo habían sido de los Maxie y eran ahora propiedad del señor Samuel Bocock, estaban sólo a unos doscientos metros de la casa, al otro extremo del prado. El viejo Bocock estaba allí, lustrando arreos a la luz de un farol y silbando entre dientes. Era un hombre pequeño y moreno con cara de gnomo, de ojos oblicuos y ancho de boca, cuyo placer al ver a Stephen fue evidente. Todos entraron a ver los tres caballos con los que Bocock trataba de establecer su pequeño negocio. «Realmente», pensó Catherine, «resultaban ridículas las fiestas que les hacía Deborah frotando la nariz contra sus caras y susurrándoles cariñosamente como si fueran humanos. Instinto maternal frustrado», pensó antipáticamente. «Le haría bien gastar algo de esa energía en la sala de niños. Aunque no es que fuera a resultar muy útil». Ella, por su parte, quería que volvieran a la casa. El establo estaba escrupulosamente limpio, pero no había forma de disimular el fuerte olor de los caballos después del ejercicio y, por algún motivo, Catherine lo encontraba perturbador. En un momento dado, la mano delgada y bronceada de Stephen estuvo cerca de la de ella, apoyada sobre el cuello del animal. El impulso de tocar esa mano, acariciarla, hasta de llevarla a sus labios, fue tan fuerte por un instante que tuvo que cerrar los ojos. Y entonces, en la oscuridad, vinieron a su recuerdo otras imágenes, vergonzosamente placenteras, de esa misma mano rodeando a medias su pecho, aún más oscura contra su blancura, moviéndose lenta y amorosamente presagio del deleite. Salió vacilante al aire del crepúsculo y oyó a sus espaldas el discurso lento y titubeante de Bocock y las voces ansiosas de los Maxie contestándole a un tiempo. En ese momento conoció de nuevo uno de esos instantes devastadores de pánico que le sobrevenían desde que comenzó a amar a Stephen. Venían sin previo aviso, y todo su sentido común y fuerza de voluntad resultaban impotentes contra ellos. Eran momentos en que todo parecía irreal y podía sentir, casi físicamente, la arena deslizarse bajo sus sueños. Toda su desdicha e incertidumbre se centraba en Deborah. Deborah era el enemigo. Deborah, la que había estado casada, que había tenido por lo menos su oportunidad de ser feliz. Deborah, la que era guapa, egoísta e inútil. Al escuchar las voces a sus espaldas en la oscuridad creciente, Catherine se sintió enferma de odio.

Para cuando hubieron regresado a Martingale ya se sentía repuesta y el manto negro se había levantado. Había vuelto a su estado normal de confianza y aplomo. Se acostó temprano; con la seguridad que le daba su estado de ánimo actual, casi podía creer que él vendría a ella. Se dijo que sería imposible en la casa de su padre, un acto de locura por parte de él, un intolerable abuso de la hospitalidad por la suya. Pero esperó en la oscuridad. Después de un rato escuchó pasos en la escalera: los de él y Deborah. Hermano y hermana se reían suavemente juntos. Ni siquiera hicieron una pausa cuando pasaron delante de su puerta.

2

A
RRIBA, en el dormitorio de techo bajo pintado de blanco que había sido suyo desde la infancia, Stephen se estiró sobre su cama.

—Estoy cansado —dijo.

—Yo también —Deborah bostezó y se sentó sobre la cama al lado de él—. Fue una cena bastante tétrica. Desearía que mamá no los hubiera invitado.

—Son todos tan hipócritas.

—No lo pueden remediar. Fueron educados así. Aparte de eso no creo que Epps y el señor Hinks tengan mucho de malo.

—Supongo que me porté como un tonto —dijo Stephen.

—Bueno, estuviste bastante vehemente. Algo así como sir Galahad lanzándose a la defensa de la doncella ultrajada, salvo que probablemente había pecado más de lo que se había pecado en su contra.

—No te gusta, ¿no es cierto? —preguntó Stephen.

—Querido mío, no se me ha ocurrido pensar en eso. Sólo trabaja aquí. Sé que eso suena muy reaccionario para tus ideas progresistas, pero no tiene intención de serlo. Es simplemente que ella no me interesa en ningún sentido, y yo a ella tampoco, me imagino.

—Siento pena por ella —había un dejo de truculencia en la voz de Stephen.

—Eso fue bastante obvio en la cena —dijo secamente Deborah.

—Fue su maldita suficiencia lo que me cansó. Y esa mujer, la Liddell. Es ridículo poner a una solterona a cargo de un hogar como el St. Mary.

—No veo por qué. Puede ser un poco limitada, pero es bondadosa y concienzuda. Además diría que el St. Mary ya ha sufrido un exceso de experiencia sexual.

—¡Oh, santo cielo, no te pongas chistosa Deborah!

—Y bueno, ¿qué esperas que haga? Sólo nos vemos una vez cada quince días. Es un poco duro tener que enfrentarse con una de las cenas de compromiso de mamá y verse obligada a ver a Catherine y a la señorita Liddell riéndose en secreto de ti porque pensaban que habías perdido la cabeza por una sirvienta bonita. Esa es la clase de vulgaridad con la que Liddell se deleitaría especialmente. Mañana todo el pueblo sabrá cada palabra de lo que se dijo.

—Si pensaron eso deben estar locas. Apenas he visto a la chica. No creo que todavía haya hablado con ella. ¡La idea misma es ridícula!

—Eso es lo que quería decir, querido, por amor al cielo, controla tus instintos de cruzado mientras estés en casa. Hubiera pensado que podrías haber sublimado tu conciencia social en el hospital sin necesidad de traerla a casa. Resulta incómodo convivir con ella, especialmente para aquellos que no la tienen.

—Hoy ando un poco nervioso. No estoy seguro de saber qué hacer.

Era típico de Deborah saber inmediatamente qué quería decir.

—¿Es bastante aburrida, no es cierto? ¿Por qué no terminas con la aventura elegantemente? Porque presupongo que hay una aventura que terminar.

—Sabes muy bien que la hay, o la hubo. ¿Pero cómo?

—A mí nunca me ha resultado especialmente difícil. El arte está en hacer creer a la otra persona que es ella la que te ha plantado. Después de unas semanas hasta yo misma lo creo.

—¿Y si no entran en el juego?

—Han muerto hombres y se los han comido los gusanos, pero no de amor.

A Stephen le habría gustado preguntar cuándo, y si se podía, convencer a Felix Hearne de que era él quien la había plantado. Pensó que en éste como en otros asuntos, Deborah mostraba una dureza que a él le faltaba.

—Supongo que soy un cobarde para estas cosas —dijo—. Nunca me es fácil sacarme de encima a la gente, ni siquiera a los pelmazos en las fiestas.

—No —contestó su hermana—. Ése es tu problema. Demasiado débil y demasiado susceptible. Deberías casarte. A mamá realmente le gustaría. Alguien con dinero, si pudieras encontrarla. No demasiado, claro, sólo maravillosamente rica.

—No hay duda. ¿Pero quién?

—¿Quién, en efecto?

De repente, Deborah pareció perder interés en el tema. Se levantó de la cama y fue a apoyarse en el antepecho de la ventana. Stephen observó su perfil, tan parecido al suyo y sin embargo tan misteriosamente diferente, recortado contra la negrura de la noche. Las venas y las arterias del día que ya moría se extendían sobre el horizonte. Desde el jardín le llegaban todos los intensos e infinitamente dulces efluvios de una noche de primavera inglesa. Echado allí en esa oscuridad fresca, cerró los ojos y se entregó a la paz de Martingale. En momentos como éste comprendía perfectamente por qué su madre y Deborah hacían planes y proyectos para conservarle su herencia. Era el primero de la familia Maxie que había estudiado medicina. Había hecho lo que quería y la familia lo había aceptado. Pudo haber elegido algo aún menos lucrativo, aunque era difícil imaginar qué. Con el tiempo, si sobrevivía al esfuerzo, a los imprevistos y a la competencia despiadada, podía llegar a ser médico de cabecera. Hasta quizá le fuera lo suficientemente bien como para sostener él solo a Martingale. Mientras tanto ellas se las arreglarían como pudiesen haciendo pequeñas economías en el manejo de la casa, cuidando de no privarlo de comodidades, disminuirían las donaciones a instituciones de caridad, dedicarían más tiempo al cuidado del jardín para ahorrar los tres chelines por hora que le pagaban al viejo Purvis y emplearían a jóvenes inexpertas para ayudar a Martha. Nada de todo eso podía molestarle demasiado y todo estaba destinado a asegurar que él, Stephen Maxie, sucediera a su padre tal como Simon Maxie había sucedido al suyo. ¡Si tan sólo hubiese podido gozar de Martingale por su belleza y su paz sin estar encadenado a la propiedad por ese lazo de responsabilidad y culpa!

Se escucharon los pasos lentos y cuidadosos de alguien que subía la escalera y luego un golpe en la puerta. Era Martha con la bebida caliente de la noche. Ya en su infancia, la vieja Nannie había decidido que un vaso de leche caliente antes de dormir ayudaría a terminar con las pesadillas aterradoras e inexplicables que, durante un breve período, tuvieron él y Deborah. Con el tiempo las pesadillas cedieron su lugar a los temores más tangibles de la adolescencia, pero la bebida caliente se había convertido en un hábito de la familia. Martha, como antes su hermana, estaba convencida de que era el único talismán efectivo contra los peligros, reales o imaginarios, de la noche. Ahora depositó la pequeña bandeja con todo cuidado. En ella estaban la taza azul de Wedgwood de Deborah y la vieja taza de la coronación de Jorge V que el abuelo Maxie había comprado para Stephen.

—También traje su Ovaltine
[1]
, señorita Deborah —dijo Martha—. Pensé que la encontraría aquí —lo dijo en voz baja como si formaran parte de una conspiración.

Stephen se preguntó si habría adivinado que habían estado hablando de Catherine. Esto se parecía mucho a cuando la vieja y tranquilizadora Nannie llegaba con las bebidas calientes para la noche dispuesta a quedarse y conversar. Pero sin embargo, no era exactamente lo mismo. La devoción de Martha era más locuaz, más cohibida y menos aceptable. Era un remedo de una emoción que para él había sido tan simple y necesaria como el aire que respiraba. Al recordarlo también pensó que Martha necesitaba un elogio de vez en cuando.

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