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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (28 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—También lo creyó la familia —dijo Deborah secamente.

—Drogó el chocolate otra vez esa noche porque no sabía nada del supuesto compromiso —dijo Dalgliesh—. En ese momento no estaba en el comedor y nadie se lo dijo. Fue a la habitación del señor Maxie y cogió el Sommeil, y lo escondió presa del pánico porque creyó que había matado a Sally con la droga. Si recuerdan ese momento, se darán cuenta de que la señora Bultitaft fue la única persona de la casa que en realidad no entró en la habitación de Sally. Mientras todos ustedes rodeaban la cama, su única preocupación fue esconder el frasco. No fue una cosa razonable de hacer, pero ella estaba más allá de una conducta razonable. Corrió al jardín con él y lo escondió en la primera tierra blanda que encontró. Pienso que no iba a ser sino un escondite temporal. Es por eso que lo marcó en un apuro con la primera maderita que encontró. Resultó ser la suya por casualidad, señora Riscoe. Luego volvió a la cocina, tiró el resto del chocolate en polvo y el papel que forraba la lata en la cocina, lavó la lata y la dejó en el cubo de basura. Fue la única persona que tuvo la oportunidad de hacer estas cosas. Luego, el señor Hearne fue a la cocina para ver si la señora Bultitaft estaba bien y para ofrecer su ayuda. Esto es lo que el señor Hearne me contó.

Dalgliesh dio la vuelta a una página de su expediente y leyó:

—«Parecía atontada y no dejaba de repetir que Sally debía haberse suicidado. Le señalé que eso era anatómicamente imposible y esto pareció alterarla aún más. Me dirigió una mirada extraña… y estalló en fuertes sollozos».

Dalgliesh miró a su público.

—Creo que podemos aceptar que la emoción de la señora Bultitaft fue una reacción de alivio. También sospecho que antes de que la señorita Bowers llegara para alimentar a la criatura, el señor Hearne debe haber preparado a la señora Bultitaft para el inevitable interrogatorio de la policía. La señora Bultitaft dice que no le confesó a él ni a ninguno de ustedes que era responsable de haberle dado la droga a Sally. Eso puede ser cierto. No quiere decir que el señor Hearne no lo haya adivinado. Estaba muy dispuesto, como lo ha estado durante todo el caso, a callar si así despistaba a la policía. Hacia el final de esta investigación, con el fingido ataque a la señora Riscoe, adoptó una conducta más positiva al tratar de engañar.

—La idea fue mía —dijo Deborah con tranquilidad—. Se lo pedí. Le obligué a hacerlo.

Hearne hizo caso omiso de la interrupción y dijo simplemente:

—Quizás adiviné lo de Martha. Pero ella fue totalmente sincera. No me lo dijo y yo no se lo pregunté. No era asunto mío.

—No —dijo Dalgliesh con amargura—. No era asunto suyo —su voz había perdido su neutralidad controlada y todos lo miraron sorprendidos por su repentina vehemencia—. Esa ha sido su actitud todo el tiempo, ¿no es así? No nos metamos en los asuntos de los demás. No cometamos la vulgaridad de interesarnos. Si es que hemos de tener un asesinato, que sea manejado con buen gusto. Hasta sus esfuerzos por estorbar a la policía habrían sido más efectivos si se hubieran preocupado por saber un poco más de los demás. La señora Riscoe no hubiese necesitado montar ese ataque contra ella mientras su hermano estaba seguro en Londres, si ese hermano le hubiera dicho que tenía una coartada para la hora de la muerte de Sally Jupp. Derek Pullen no se habría torturado preguntándose si debía proteger a un asesino si el señor Stephen Maxie se hubiese tomado el trabajo de explicarle qué hacía con una escalera en el jardín el sábado por la noche. Al final le arrancamos la verdad a Pullen, pero no fue fácil.

—Pullen no tenía interés en protegerme —dijo Stephen con indiferencia—. ¡Pero no podía dejar de comportarse como un caballerito! Tendría que haberle oído cuando me llamó por teléfono para explicarme hasta qué punto iba a portarse como un viejo compañero de colegio. «Tu secreto está a salvo conmigo, Maxie, ¿pero por qué no haces lo que corresponde?». ¡Maldita insolencia!

—¿Supongo que nada se opone a que sepamos qué hacías con una escalera? —preguntó Deborah.

—¿Qué podría oponerse? La traía de vuelta de la casa de Bocock. La usamos esa tarde para recuperar uno de los globos que se enganchó en su olmo. Ya saben cómo es Bocock. La habría arrastrado hasta aquí a primera hora de la mañana y es demasiado pesada para él. Supongo que estaba con ánimo para un poco de masoquismo de modo que me la eché al hombro. No podía imaginarme que me iba a encontrar con Pullen oculto en los viejos establos. Al parecer tiene la costumbre de hacerlo. Tampoco podía saber que Sally sería asesinada y que Pullen usaría su gran cerebro para atar cabos y suponer que había usado la escalera para trepar a su habitación y matarla. ¿Por qué trepar, por otra parte? Podía haber entrado por la puerta. Y ni siquiera llevaba la escalera en esa dirección.

—Es probable que haya pensado que estabas tratando de hacer recaer sospechas sobre una persona de afuera —sugirió Deborah—. El mismo, por ejemplo.

La voz perezosa de Felix interrumpió:

—¿No se te ocurrió, Maxie, que el muchacho estuviera sinceramente preocupado e indeciso?

Stephen se movió en la silla incómodo.

—No perdí mi sueño por él. No tenía derecho a estar en nuestra propiedad y se lo dije. No sé cuánto tiempo habrá estado esperando ahí, pero debe haberme visto cuando dejaba la escalera. Luego salió desde las sombras como una furia vengadora y me acusó de engañar a Sally. Parece tener ideas curiosas sobre la diferencia de clases. Cualquiera hubiera pensado que yo había estado haciendo uso del
droit de seigneur
. Le dije que se ocupara de sus propios asuntos, sólo que con menos cortesía, y se volvió contra mí. Ya había soportado todo lo que podía aguantar de manera que le pegué y le di en un ojo, haciéndole caer las gafas. Todo fue muy vulgar y estúpido. Estábamos demasiado cerca de la casa como para estar seguros, de modo que no nos atrevíamos a hacer mucho ruido. Nos quedamos ahí susurrando insultos y tanteando en el suelo para encontrar sus gafas. Casi no ve sin ellas, así que pensé que sería mejor acompañarlo hasta la esquina de Nessingford Road. Interpretó que lo estaba echando de la propiedad; de cualquier manera su orgullo habría quedado herido de manera que no importó mucho. Para cuando nos dimos las buenas noches se había persuadido a sí mismo de adoptar lo que imaginaba era el estado de ánimo apropiado. ¡Hasta quería que nos estrecháramos la mano! Yo no sabía si reírme o tirarlo al suelo de nuevo. Lo siento, Deb, pero es ese tipo de persona.

Eleanor Maxie habló por primera vez:

—Es una lástima que no nos hubieras contado esto antes. Le habría ahorrado mucha inquietud al pobre muchacho.

Parecían haber olvidado la presencia de Dalgliesh, pero ahora éste habló:

—El señor Maxie tenía un motivo para no hablar. Comprendía que para todos ustedes era importante que la policía pensara que había habido una escalera a mano para subir hasta la ventana de Sally. Sabía la hora aproximada de su muerte y prefería que la policía no supiera que la escalera no había sido devuelta al viejo establo antes de las doce y veinte. Con suerte supondríamos que había estado allí toda la noche. Por una razón muy similar fue impreciso acerca de la hora en que dejó la cabaña de Bocock y mintió sobre la hora en que se acostó. Si Sally había sido asesinada a medianoche por alguien que vive bajo este techo, prefería que hubiese muchos sospechosos. Comprendía que la mayoría de los crímenes se resuelven por un proceso de eliminación. Por otra parte creo que decía la verdad sobre la hora en que cerró la puerta sur. Fue alrededor de las doce treinta y tres, y ahora sabemos que a las doce y treinta y tres hacía más de media hora que Sally Jupp había muerto. Murió antes de que el señor Maxie dejara la cabaña de Bocock y más o menos al mismo tiempo que el señor Wilson de la tienda del pueblo se levantó de la cama para cerrar una ventana que crujía y vio a Derek Pullen pasando ligero delante de su casa, con la cabeza gacha, hacia Martingale. Pullen esperaba, quizá, ver a Sally y escuchar sus explicaciones. Pero sólo llegó al refugio de los viejos establos antes de que llegara el señor Maxie, llevando la escalera. Y para entonces Sally Jupp había muerto.

—¿De modo que no fue Pullen? —dijo Catherine.

—¿Cómo podía haber sido él? —dijo Stephen bruscamente—. No la había matado cuando habló conmigo y no estaba en condiciones de volver y matarla cuando le dejé. Apenas podía ver el camino a su propia puerta.

—Y si Sally había muerto antes de que Stephen volviera de su visita a Bocock, tampoco pudo ser él —señaló Catherine.

Fue, observó Dalgliesh, la primera vez que alguno de ellos se refería específicamente a la posible culpabilidad o inocencia de un miembro de la familia.

Stephen Maxie preguntó:

—¿Cómo sabe que ya había muerto entonces? Estaba viva a las diez y media y muerta por la mañana. Eso es todo lo que se sabe.

—En realidad, no —contestó Dalgliesh—. Dos personas pueden ubicar el momento de la muerte con más exactitud que eso. Uno es el asesino, pero hay otra persona que también puede ayudar.

2

G
OLPEARON la puerta y apareció Martha, con cofia y delantal, impasible como siempre. Llevaba el pelo tirante hacia atrás bajo la cofia antigua curiosamente alta; los tobillos se veían hinchados por encima de los zapatos negros a rayas. Si los Maxie vieron en su mente a una mujer desesperada que aferraba ese frasco incriminatorio buscando el refugio de su cocina familiar como un animal asustado, no dieron ninguna señal de ello. Tenía el aspecto de siempre y si se había convertido en una extraña no lo era tanto como se habían vuelto ahora ellos, los unos para los otros. No dio ninguna explicación de su presencia, salvo anunciar: «El señor Proctor para el inspector». En seguida desapareció y la figura en sombras a sus espaldas se adelantó a la luz. Proctor estaba demasiado enojado para desconcertarse al verse introducido tan de repente en una habitación llena de gente que, obviamente, estaba hablando de asuntos privados. No pareció tomar nota de ninguno, excepto Dalgliesh, y avanzó hacia él en son de guerra.

—Vea, inspector, necesito protección. Esto no está bien. Intenté verlo en la comisaría. No quisieron decirme dónde estaba, por favor, pero a mí no me iban a engañar con ese sargento de guardia. Supuse que lo encontraría aquí. Hay que tomar alguna medida.

Dalgliesh le observó en silencio durante un minuto.

—¿Qué es lo que no está bien, señor Proctor? —inquirió.

—Ese jovencito. El esposo de Sally. Ha andado por casa amenazándome. Estaba borracho, si me preguntan mi opinión. No es culpa mía si ella se hizo matar y así se lo dije. No voy a permitirle que perturbe a mi mujer. Y además están los vecinos. Lo hubiera oído insultándome a gritos que se oían en toda la avenida. Mi hija también estaba ahí. No está bien hacer eso delante de una criatura; soy inocente de este crimen como usted sabe muy bien, y quiero protección.

En realidad tenía aspecto de que le vendría bien que lo protegieran de mucho más que de James Ritchie. Era un hombrecito flaco de cara rojiza que parecía una gallina enojada, y con un tic que le hacía mover la cabeza cuando hablaba. Estaba cuidadosamente vestido pero con ropa barata. El impermeable gris estaba limpio y el sombrero de paño que sostenía rígido con la mano enguantada, tenía una cinta recién comprada. Catherine dijo de pronto:

—Usted estuvo en esta casa el día del crimen, ¿no es cierto? Lo vimos en la escalera. Debía venir de la habitación de Sally.

Stephen miró a su madre y dijo:

—Será mejor que entre y se sume al grupo de oración, señor Proctor. Se dice que las confesiones públicas son buenas para el alma. En realidad, calculó su entrada bastante bien. Supongo que tiene interés en saber quién mató a su sobrina.

—¡No! —dijo Hearne súbita y violentamente—. No seas tonto, Maxie. No le metas en esto.

Su voz recordó a Proctor en qué ambiente estaba. Dirigió su atención a Felix y lo que vio no pareció gustarle.

—¡De modo que no puedo quedarme! Y qué pasa si decido quedarme. Tengo derecho a saber qué está pasando —lanzó una mirada furiosa a las caras que lo observaban sin acogerlo—. Les gustaría que hubiese sido yo, ¿verdad? Todos ustedes. No crean que no lo sé. Querrían poder acusarme a mí. Me vería mal si la hubieran envenenado o golpeado en la cabeza ¿no es así? Qué lástima que uno de ustedes no pudo contenerse de ponerle las manos encima ¿no? Pero si hay algo de lo que no me pueden acusar es de estrangular a alguien. ¿Por qué? ¡Por esto!

Tuvo un movimiento convulsivo repentino, se oyó un ruidito y hubo un momento increíble de pura comedia cuando su mano derecha artificial cayó con un golpe seco sobre el escritorio, delante de Dalgliesh. La miraron fijamente como fascinados, tirada ahí como una reliquia obscena, con los dedos de goma curvados en una súplica impotente. Respirando pesadamente, Proctor se encajó una silla debajo con un diestro movimiento de la mano izquierda y se sentó en ella triunfante, mientras Catherine volvía a él sus ojos claros en señal de reproche como si fuera un paciente difícil que se había comportado con más malhumor de lo usual.

Dalgliesh tomó la palabra:

—Ya lo sabíamos, por cierto, aunque me alegra decir que lo supe de una manera mucho menos espectacular. El señor Proctor perdió la mano derecha en un bombardeo. Este sustituto ingenioso ha sido hecho con lino y pegamento. Es liviano y fuerte y tiene tres dedos articulados con nudillos como una mano verdadera. Moviendo el hombro izquierdo y alejando levemente el brazo del cuerpo, quien lo lleva ajusta una cuerda de control que va del hombro hasta el pulgar. Esto abre el pulgar contra la presión de un elástico. Cuando se relaja la tensión del hombro, el elástico cierra automáticamente el pulgar contra el índice inmóvil. Como ven, es un aparato ingenioso, y el señor Proctor puede hacer muchas cosas con él. Puede trabajar, montar en bicicleta y ofrecer un aspecto casi normal al mundo. Pero hay una cosa que no puede hacer, no puede matar por estrangulación manual.

—Podría ser zurdo.

—Podría serlo, señorita Bowers, pero no lo es, y la evidencia demuestra que a Sally la mató un fuerte apretón con la mano derecha.

Dio la vuelta a la mano y la empujó sobre la mesa hacia Proctor.

—Ésta, está claro, es la mano que cierto muchachito vio abrir la trampilla de los establos de Bocock. Sólo podía haber una persona relacionada con este caso que llevaría guantes de cuero en un día cálido de verano y en una fiesta al aire libre. Ésta fue una clave para conocer su identidad y hubo otras. La señorita Bowers tiene mucha razón. El señor Proctor estuvo en Martingale esa tarde.

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