Cuentos completos (43 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
10.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

El último de los militares en irse fue el director del Penal. Cuando se alejó, sin despedirse siquiera de los presos políticos [aunque sí de los delincuentes comunes], dejó el gran portón abierto. Durante una hora los presos no se atrevieron a acercarse. «Es una trampa para matarnos», dijo el más viejo. «Es un espejismo», dijo el más cegato. «Es la tortura psicológica», dijo el más enterado. Y estuvieron de acuerdo en no arriesgarse. Pero cuando transcurrió otra hora, y desde afuera sólo venía el silencio, el más joven de los reclusos anunció: «Yo voy a salir». «¡Salgamos todos!», fue la respuesta masiva.

Y salieron. En las calles no se veía a nadie. Junto a un árbol hallaron dos revólveres y una metralleta abandonada. «Habría preferido encontrar un churrasco», dijo el más gordo, pero acaso por deformación profesional tomó uno de los revólveres. Y avanzaron, primero con cautela y luego con relativa intrepidez. «Se fueron todos», dijo el más viejo. «Ojalá hayan dejado también a las presas», dijo el más enterado. Y ante la carcajada general, agregó: «No sean mal pensados. Lo digo preocupado fundamentalmente en la tarea de repoblar el país». «¡Falluto! ¡Falluto!», gritaron varios.

Demoraron dos horas en llegar al Centro. En la plaza tampoco había nadie. El héroe de la Patria, desde su corpulento caballo de bronce, por primera vez en varios años tenía un aire optimista. También por primera vez el monumento no estaba decorado por los excrementos de las palomas, tal vez porque las palomas se habían ido.

El que llevaba el revólver empujó lentamente la gran puerta de madera y penetró con cierta parsimonia en la Casa de Gobierno. Los demás lo siguieron, un poco impresionados porque aquel edificio había sido algo inaccesible. En una habitación de la planta alta encontraron al presidente. De pie, silencioso, con las manos en los bolsillos del saco negro.

—Buenas tardes, presidente —dijo el más viejo. Disimuladamente alguien le alcanzó el revólver que recogieran durante la marcha.

—Buenas tardes —dijo el presidente.

—¿Por qué no se fue? —preguntó el más viejo.

—Porque soy el presidente.

—Ah.

Los ex reclusos se miraron con una sola pregunta en los ojos: «¿Qué hacemos con este tarado?» Pero antes de que nadie hallara una respuesta, el más viejo le alcanzó el arma al presidente.

—Señor, queremos pedirle un favor. Péguese un tiro.

El presidente tomó el arma y todos observaron que la mano le temblaba. Pero algunos lo atribuyeron a que fumaba demasiado.

—No sé si ustedes saben que soy cristiano. Y a los cristianos les está prohibido suicidarse.

—Bueno —dijo el más viejo—. Tampoco hay que ser tan esquemático. Es cierto lo que usted dice, pero hasta cierto punto. Usted es un cristiano, señor presidente, pero un cristiano de mierda, y a esa subespecie sí le está permitido suicidarse.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro, señor —dijo el más viejo.

El presidente se sonó las narices y se acomodó el nudo de la corbata.

—¿Permiten por lo menos que me vende los ojos?

El más viejo miró a los demás.

—¿Le dejamos que se vende los ojos?

—¡Sí! ¡Que se los vende! —dijeron todos.

Como el blanco pañuelo del presidente estaba sucio por haberse sonado las narices, uno de los ex reclusos tomó una servilleta que había sobre una mesa, y con ella le vendó los ojos. El presidente alzó entonces su mano con el revólver, y antes de arrimarlo a la sien derecha, dijo con voz ronca:

—Adiós, señores.

—Adiós —dijeron todos, con los ojos secos, pero sin alegría.

El tiro sonó extraño. Como un proyectil que se hunde en paja podrida.

Aún resonaba la estela opaca del estampido, cuando empezaron a oírse los tamboriles de los primeros jóvenes que regresaban.

Gracias, vientre leal

«A nadie», le había dicho el Colorado, «a nadie, ni siquiera a tu mujer. ¿Estamos?» Y él había contestado: «Estamos». «Ni el menor indicio, ¿eh? Bastante caro hemos pagado ya esos y otros liberalismos. Y la acción de mañana es particularmente riesgosa. Aun extremando las medidas de seguridad, vos y Alfredo van a correr mucho peligro. Eso lo sabés, ¿verdad?» «Está bien, está bien», había dicho él. El Colorado había resoplado antes de concretar: «Bueno, a las siete te recogerá Alfredo en Durazno y Convención».

Ahora Marta le servía lo que ella denominaba «costillitas de cerdo a la riojana, versión libre». Siempre, para bromear, le ponía un papelito sobre el plato con el menú del día. Ñoquis a la romana. Escalope a la viena. Crême parmentière. Y así por el estilo. Esto de «a la riojana» le había quedado de cierta vez que fueron a Buenos Aires y a él le había gustado aquella combinación. Era la época en que todavía podían ir de compras cada tres meses, y de paso veían cine, teatro, exposiciones. A ellos, que en Montevideo vivían rodeados de padres, suegros, tíos, primos, sobrinos, aquellas escapadas les servían como una puesta al día de su mejor intimidad. Se sentían más unidos, más pareja, caminando del brazo por Corrientes que en su propia casa donde había ojos en todos los rincones y en todos los retratos. Pero hacía tiempo que esas «lunas de miel» se habían acabado. Ahora había que hacer milagros con la plata.

—¿Te llamó tu madre? —preguntó Marta.

—Sí. Veinte minutos. De un tirón.

—¿Qué quería?

—Lo de siempre: compasión. Pobre vieja. Cómo se mira el ombligo. El mundo puede venirse abajo, pero para ella no hay nada más importante que el almacenero que le cobró de más y le pesó de menos.

—¿Sabés lo que pasa? Es bravo llegar a los setenta, y estar sola, y no haber hecho otra cosa que pensar en sí misma. Además, a esa edad, ¿vas a pretender cambiarla?

—Ni se me ocurre. Apenas si alguna vez le digo: «Vieja, ¿por qué no lees los diarios? Así a lo mejor te enteras de que la gente muere de hambre en el Nordeste brasileño, de los niños que en Vietnam son quemados diariamente con napalm, y también de los botijas que aquí en tu país, no han probado jamás leche. Enterate de todo eso y vas a ver cómo mañana vas corriendo a darle un besito al almacenero que, con toda humildad, apenas si te afanó treinta pesos».

Cuando iba por la mitad de la última frase, se fijó de pronto en lo linda que estaba Marta esta noche. No venía nadie, y sin embargo se había puesto el vestidito azul. O sea que era para él, nada más que por él. Simultáneamente con la comprobación de lo bien que le quedaba el vestido, le vinieron unas tremendas ganas de quitárselo. Pero se contuvo.

—Que linda estás hoy.

—¿Hoy nomás?

Ese juego de frases era casi una tradición entre ellos. Tenían varias series de esos dialoguitos automáticos. A veces funcionaban bien y provocaban otros dialoguitos, esto sí improvisados. Otras veces, en cambio, sonaban a rutina. Dependía de tantas cosas: del estado de ánimo de uno, o de los dos; de la buena o mala digestión; de la noticia desalentadora en la radio; hasta de la niebla, la lluvia o el sol, que podía registrase en la ventana del living.

—Vos en cambio estás feo.

—El hombre es como el oso, ¿no?

—Sí, cuanto más feo más espantoso.

En realidad, la variante era de él, pero ella se había reído mucho cuando él la había incorporado al folklore doméstico.

—¿Te pido algo? No limpies la cocina esta noche. Dejala para mañana.

—¿Vos me ayudás mañana?

Él vaciló, y ella se dio cuenta.

—Ah, no me ayudás.

—Mira, no voy a ayudarte mañana, porque tengo que salir temprano. Pero igual te pido que no limpies la cocina esta noche.

—Bueno, el argumento no es muy convincente.

—¿Y la mirada?

—La mirada sí.

—¿Entonces no limpiás?

—Entonces no limpio.

Todo estaba implícito. Ocho años de matrimonio, ocho buenos años de matrimonio, crean rutinas, claro, pero también crean entrelíneas, claves, contraseñas. «No tenemos que dejar que nos aplaste la costumbre», decía él a menudo. «Siempre hay que crear, siempre hay que inventar.» «¿Y yo te empujo mucho a la costumbre?», preguntaba Marta. «No, en absoluto. Porque no alcanza con que invente un solo integrante de la pareja; no alcanza con que se renueve uno solo. Algunas noches vos me hacés una caricia nueva, una caricia inédita, y fíjate qué curioso, esa caricia nueva también sirve para revitalizar las viejas caricias, como si las contagiara de su novedad.»

—Vení. Quiero quitarte yo el vestido.

—¿Qué pasa, amor?

—Nada. Sólo que quiero quitarte yo el vestido. Ya que es tan lindo.

Marta se enfrentó a él, alegre y sorprendida, como dispuesta a iniciar un juego del que aún no había captado totalmente el sentido.

—Quite, pues.

Él descorrió lentamente los cierres, desabotonó lo que había que desabotonar, y luego presionó hacia abajo. El vestido azul quedó arrollado a los pies de Marta. Ella iba a recogerlo, pero él dijo: «Después» «Se va a arrugar.» «No importa.» La hizo girar frente a sí, le desprendió el sostén.

—Realmente estás mucho más linda que cuando nos casamos.

—Pero, ¡qué pasa, amor?

—Eso es lo que quería confirmar. Ya lo he confirmado. Ahora vení.

—¿No se piensa desvestir, compañero?

—¿Lo crees necesario?

—Absolutamente.

«A nadie», había dicho el Colorado, «ni siquiera a tu mujer». Quizá por eso, él sentía oscuramente que en ese acto de amor iba a haber una trampa. Pero estaba resuelto a trampear. Estaba resuelto, aun en el instante de empezar a recorrer morosamente el cuerpo de Marta. Sus manos estaban esa noche como nuevas. Su tacto tenía hoy una increíble sensibilidad, todo lo captaba, todo lo excitaba, todo lo enamoraba. Le pareció incluso que sus manos se habían vuelto repentinamente memoriosas, ya que al acariciar un pecho, o un trozo de cintura, o un muslo, recobraba con sorpresa sensaciones muy anteriores, es decir, volvía a sentir [junto con el tacto nuevo] un recuperado tacto antiguo.

Marta advirtió que ésta era una noche excepcional. No sabía la razón. Pero dejó para averiguarlo luego. No era ésta una noche para estar pasiva, dejándose amar y punto. Era una noche para amar ella también activamente, entre otras cosas, porque se sentía invadida por un deseo tierno, fuera de serie. Él le susurraba: «Linda, tierna, buena», y ella sentía que efectivamente lo era, en ese instante al menos. Por su parte, ella no decía nada. Le gustaba que él le dijera cosas, pero ella callaba. Sólo sus ojos y sus manos hablaban. Y eso bastaba. Mientras los ojos y las manos de Marta hablaran, a él no le importaba que no hubieran palabras. Las palabras la ponía él. Siempre había alguna nueva, y la palabra nueva era como una nueva caricia, y también enriquecía las palabras de siempre.

Sólo en un instante, cuando él sintió que se conmovía casi hasta el llanto, ella abrió desmesuradamente los ojos, suspendió todo ritmo y murmuró en su oído: «¿Qué hay?» Él balbuceó promesas, pidió perdones, juró amor, pero todo en un lenguaje cifrado que ella no alcanzó a comprender. Allí el deseo reclamó sus derechos, y también esa duda quedó para después.

Quedaron fatigados, satisfechos, unidos. Él pasó el brazo bajo el cuello de Marta, y permanecieron en silencio, los dos fumando.

—Hacía mucho que... —empezó él.

—¿Verdad que sí? ¿Por qué será? Después de todo somos los mismos hoy que la semana pasada.

—Quién sabe.

—Estoy contenta, ¿sabés?

—¿De qué? ¿De que el país ande como el diablo?

—No. Estoy contenta porque nosotros andamos bien. Lo del país me amarga, claro. Pero te confieso que todavía no soy lo suficientemente generosa como para anteponer el destino del país al destino nuestro.

—¿No te parece que el destino del país nos incluye a nosotros?

—Sí, claro.

—¿Y entonces?

—Ya te dije que no soy lo suficientemente generosa.

—No es cierto.

—Bueno, a veces soy generosa casi por egoísmo. Con vos, por ejemplo. ¿Cómo no ser generosa con vos? Pero eso también es egoísmo.

—Todo mezclado, como dice Guillén.

—Pero estoy contenta. ¿Y vos?

—También.

—Estoy contenta porque intuyo que todo lo nuestro va a ir cada día mejor. Y a corto plazo.

—Ojalá Dios mejore de su sordera.

—¿Y eso?

—Es mi modo de decir que Dios te oiga.

Ella sonrió por entre el humo.

—Decime: ¿pensás seguir militando?

—Sí.

—¿Lo crees realmente necesario?

—Sí, Marta, lo creo. Sobre todo para mí, para nosotros.

—A veces tengo miedo. Todo se está complicando tanto. No sé si vale la pena el sacrificio.

—Siempre vale la pena.

—Ese miedo es la única nube a la vista. Ya han caído tantos. ¿Puedo pedirte algo?

—Claro.

—No asumas riesgos mayores.

—No hay riesgos mayores y riesgos menores. Hay riesgos. Punto. Y a ésos no pienso sacarles el cuerpo.

—Vos bien sabés a qué me refiero. No podría soportar que te pasara algo.

—No me va a pasar nada.

—Ya sé. Ya sé. Pero...

—¿Vos me querrías si supieras que le escapo a los riesgos, que me acobardo y flaqueo?

—No sé. No creas que es tan simple. A lo mejor mi cabeza te haría reproches, pero creo que mi vientre te querría igual. ¿Sabés una cosa? Mi cabeza puede atenerse a principios, y hasta asumir compromisos. Pero para mi vientre vos sos mi único compromiso. Lo que pasa es que es un vientre leal, ¿no crees?

Él siguió fumando en silencio, conmovido. Ella esperó la respuesta, luego insistió.

—¿Qué? ¿No lo crees?

—Sí, lo creo.

Y la volvió a abrazar. Esta vez sin otra intención de saberla cerca, y sentir de paso la lealtad de aquel vientre.

Se durmieron de a poco, despertándose o semidespertándose sólo para sentirse confortados con la piel del otro, como si el simple tacto los pusiera a salvo de toda desgracia.

Él se despejó por completo diez minutos antes de que sonara el despertador. Durante la noche Marta se había apartado y ahora dormía boca abajo, sin sábana: realmente una gloria. No la tocó siquiera. Se levantó en silencio, fue al baño, se vistió de apuro. La miró una vez más. En un papel garabateó una frase: «Gracias, vientre leal», y lo dejó sobre la cama en desorden.

Salió a la calle y miró el reloj: tenía tiempo justo para encontrarse con Alfredo en Convención y Durazno.

Pequebú

Le parecía a veces que sus propios gritos salían de otra garganta, y sólo entonces lograba situarse más allá del dolor estéril, feroz. Aunque su cuerpo se encogiera y se estirase [como un bandoneón de cambalache, llegó a pensar], él casi podía sentirlo como una cosa ajena. A diferencia de otros que dijeron no sé, y no hablaron, y sobre todo a diferencia de aquellos pocos que dijeron no sé y sin embargo hablaron, él había preferido inaugurar una nueva categoría: los que decían sí sé, pero no hablaban. Ahora que aparentemente el tipo deja la máquina, y la máquina deja a su cuerpo, sabe que sin embargo falta aún la patada en los huevos. Es un ritual. Y la patada viene. Todavía no ha llegado a desprenderse tanto de su pobre cuerpo como para no sentir la patada ritual. En ese instante no siente sus testículos como algo ajeno sino como algo irremediablemente suyo. No tiene más remedio que doblarse. «Así que Pequebú ¿eh?», suelta el tipo con una risa que es también bostezo. De modo que hasta eso saben. Pequebú. El mote había nacido aquella noche, en el boliche del gallego Soler, cuando Eladio vio que traía dos libros y le preguntó qué estaba leyendo. El mozo había puesto encima la bandejita con tostadas, así que él se limitó a apartar la bandeja para que el otro viera los autores: Hesse y Machado. «Así que Pequebú ¿eh? Como alias, no está mal», volvió a festejar el tipo, tal vez haciendo alguna mueca para sus silenciosos compinches, y él empezó lentamente a desenroscarse, porque sabía que ahora venía la tregua. «No sé cómo estarás vos, pendejo, pero yo estoy fané. Así que vamos a descansar una horita y después reiniciamos el trabajo ¿qué te parece?» Esperó que sonara el portazo y que se alejaran los pasos de los cinco. Sólo entonces se estiró en el piso mugriento, donde el olor a sangre, propia y ajena, se mezclaba con el tufo a sudor y vómitos de la capucha. «Lecturas pequeñoburguesas», había sentenciado Raúl, y él se había encogido de hombros. Sí, pero le gustaban. Eladio había echado la ceniza en la taza, usando la cucharita para aplastarla contra la agotada bolsita de té. Después había sonreído, sobrador. «Lo que pasa es que vos, Raúl, aún no te has percatado de que Vicente no sólo se dedica a lecturas pequeñoburguesas, sino que él mismo es un pequeñoburgués». «Pequebú», dijo Raúl, y todos rieron. A partir de esa noche, la barra entera lo llamó así. Sólo algunas de las muchachas, con esa manía tan femenina por las abreviaturas, lo llamaban Peque. Cursaban Preparatorios de Derecho, pero él era el único que, además, escribía. No sólo poemas, como cualquier neófito; también escribía cuentos. Hablaba poco, pero disfrutaba escuchando. Ahora que el dolor parece ceder un milímetro, puede recordar cómo disfrutaba escuchando. Y mientras escuchaba hacía cálculos, retratos, pronósticos y diagnósticos, sobre los que hablaban. Era tan tímido que nunca mostraba a nadie lo que escribía. Tenían poco menos que arrancarle los originales, y entonces alguien [generalmente, una de las muchachas] los leía en voz alta. Después venía la sesión crítica. «Pequebú, te pasaste. Te solazás demasiado en las cosas lindas». Él preguntaba si lo decían por las mujeres. Las muchachas aplaudían. «No, eso está bien. Son las únicas cosas lindas que, además, son indispensables». Fal uto. Demagogo. «Digo por las cosas nomás, por los objetos. En tus cuentos, cuando se describe un cuadro, un sillón o un armario, aunque vos no les hagas propaganda con adjetivos, igual uno se da cuenta de que son cosas lindas». «¿Y qué querés? A mí me gustan las cosas lindas, ¿a vos no?» Ésta sí que fue puntada, carajo. ¿Cuánto más aguantará, no ya sin hablar [él sabe que no va a hablar] sino sin morirse? «Ése no es el problema: me gustan o no me gustan, todo eso es subjetivismo. Lo cierto es que en el mundo también hay cosas feas, ¿o no?» Él le había preguntado si le gustaban esas cosas feas. «No es ése el asunto, te lo repito. El problema es que existen y vos las ignorás». ¿Quién le había dicho que las ignoraba? Estaban también, pero ellos no se fijaban. Sólo les chocaban las cosas lindas. «Pequebú, vos tenés unas lagunas ideológicas que son casi océanos». Puede ser, reconocía, pero de paso les pedía que se fijaran: las lagunas por lo general están quietas, y los océanos se mueven y cómo. A lo sumo durará dos sesiones de máquina. El derecho es como si no existiera. Pero el izquierdo, puta cómo duele. Cuando se creó la agrupación, él quiso participar, pero no hubo caso. «Nosotros te queremos, viejo, pero en estas épocas el cariño no es una prioridad, ¿sabés?» Eladio fue el primero en advertir que el argumento no era suficiente. «Mirá, Pequebú, con vos quiero ser franco. La militancia viene brava, ¿tamo?» Y él no estaba claro, ¿era eso? «Puede ser que me equivoque, no soy infalible. Pero tenés muchos resabios: en tus gustos, en tus costumbres, en tus lecturas, hasta en lo que escribís». ¿Porque escribía sobre cosas lindas? «No sólo por eso. Por ejemplo, en tus cuentos nunca hay obreros». Era cierto, no había. «Y eso está mal. Si vos supieras que la clase trabajadora...» Lo sabía, lo sabía. «¿Y entonces?» Él trataba de hacerles comprender que en sus cuentos no había obreros, sencillamente porque los respetaba. Y algo más: «Vos sabés que yo vengo de una familia de clase media, ¿no?» «Bastante que se nota». «Nunca he frecuentado los medios obreros. Varias veces he tratado de poner laburantes en mis cuentos. Y no me sale. Después releo el fragmento y me suena a falso. Todavía no logré la clave para hacerlos hablar, ¿comprendés? No incluyo obreros para que no suenen a hueco. Porque yo sé que cuando hablan, y menos aún cuando actúan, los laburantes no son nada huecos». Aquí el otro le ponía como ejemplo los cuentos de Rossi, que ya tenía dos libros publicados. «Él también es clase media, y sin embargo escribe sobre obreros». ¿Realmente le gustaban los cuentos de Rossi? «Eso es otro asunto. Vos todo lo subjetivizás: ¿te gustan? ¿no te gustan? También esa pregunta es pequeñoburguesa». Tenía razón: por lo menos era subjetiva, vas ganando uno a cero. Pero ¿le gustaban o no? «Y dale con la mocha. Yo no entiendo de literatura». Claro que no, pero ¿le gustaban? Por fin la confesión: «Me aburren un poco. Pero, claro, yo no entiendo». Le aburrían, no porque no entendiera sino porque le sonaban a hueco; porque esos personajes no eran laburantes sino esquemas. Esquemones, más bien. El dolor en cambio no era un esquema, sino una realidad sin escapatoria. ¿Sería también una actitud pequeñoburguesa sentir este dolor de mierda? Eso sí, tenía que hacerse una autocrítica: haber dicho que sabía. ¿Para qué? Total, ni él mismo tenía conciencia cabal de si era mucho o importante lo que ahora ocultaba, lo que empecinadamente se negaba a decir. ¿Habrá dicho que sabía, nada más que para probarse a sí mismo, para confirmar que podía aguantar hasta el fin sin delatar a nadie? Allá no lo habían aceptado. Por sus lagunas, claro. Además, la agrupación no admitía el ingreso de la pequeña burguesía. Él igual había seguido concurriendo a la mesa del café. Un poco se burlaban de él, y otro poco lo respetaban. Sobre todo respetaban su falta de rencor. E incluso una vez que habían llegado demasiado temprano y estaban los dos solos en la mesa, Martita, una de las pibas más lindas de la barra, le preguntó con cara de culpable de qué trataban esos libros que él siempre leía. Y él le había dicho unos versos de Machado: «La primavera ha venido. / Nadie sabe cómo ha sido». Y también: «Creí mi hogar apagado, / y revolví la ceniza ... / Me quemé la mano». Y cuando Martita había vacilado al preguntar: «¿Machado es pequeñoburgués, como vos?», se había visto obligado a aclarar que, en todo caso, él era pequeñoburgués como Machado. La prioridad siempre para el troesma. Entonces Martita se había puesto muy colorada y había dicho, bajando aquellos tremendos ojos negros: «No se lo vayas a decir a Eladio ni a Raúl, pero a mí me gustan esos versos, Vicente». No lo había llamado Pequebú, ni siquiera Peque, sino simplemente Vicente. Él había sonreído como un idiota, pero en verdad estaba bastante conmovido. Por él mismo, y también por Machado. Y nada más. Porque llegó Raúl, casi corriendo. El horno no estaba para bollos. La represión se había puesto dura. La cana se había llevado a Eladio: lo levantaron a la salida de clase. Así que la consigna era esfumarse. Y se habían esfumado. Nunca más la vio a Martita. Una semana después alguien trajo el chisme de que Eladio había aflojado, pero él no lo creyó, ni siquiera ahora lo cree. Los comunicados oficiales siempre dejan entrever que todos aflojan. Pero sólo afloja uno cada cien. Aunque sufre como un condenado [¿acaso no es un condenado? nunca había pensado que una frase hecha podía convertirse en realidad], en el fondo se siente tranquilo porque a esta altura está igualmente seguro de dos cosas: que él no va a ser ese único en cien, pero también que va a morir. «¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, / la vieja vida en orden tuyo y nuevo? / ¿Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento?» No hay caso, no puede desprenderse del viejo Machado. Cayó y no lo podía creer. No había militado. En realidad, no lo habían dejado militar. Hace como veinte días que cayó, o quizá sean dos meses, o cuatro días. Bajo la capucha es difícil calcular el tiempo. No ha hablado con nadie, es decir, con nadie que no sea el tipo que diariamente le hace ver las estrellas. Otro lugar común que se ha vuelto verdad. Cuando la máquina empieza a funcionar y él aprieta los ojos, siempre ve las estrellas. En rigor quien habla, pregunta e insulta, es el otro. Al principio él decía no; luego, se limitaba a negar con la cabeza. Ahora responde sólo con el silencio. Sabe que eso lo pone al otro más furioso, pero no importa. Al comienzo le daba vergüenza llorar, pero ahora no, sería estúpido gastar energía en aguantar las lágrimas. Además no blasfema, ni maldice. Sabe que eso también pone frenético al otro, pero tampoco importa. Por lo menos se ha construido un reducidísimo campo donde es él quien impone las reglas del juego. Y una de esas reglas [que no figura en los planes del otro] es morir. Y está seguro de que va a imponer su juego. Los va a joder, aunque sea muriéndose. Ya no tiene músculos ni nervios ni tendones ni venas ni pellejo. Sólo un gran dolor generalizado, algo así como una náusea gigante. Y sabe que vomitará cualquier cosa [desde la inmunda comida hasta los míseros pulmones] menos los nombres, domicilios y teléfonos que el otro reclama. Ellos pueden ser dueños de la picana, de las patadas, del submarino [el húmedo y el seco], del caballete, de la crueldad en fin. Pero él es dueño de su negativa y de su silencio. ¿Por qué se oirán tan claramente los pasos en el corredor? Señores, va a empezar la tercera sesión de la jornada. ¿Sonará en ésta? A más tardar, en la de mañana. Las dos últimas veces perdió el sentido y, por lo que escuchó cuando volvía lentamente en sí, les costó tiempo y esfuerzo traerlo nuevamente a la vida. Es por eso que en el fondo se sabe poderoso. Todos sus sentidos están consagrados a ganar esta última batalla. A veces, como destellos, ve bajo la capucha los rostros de sus viejos, el altillo en que solía estudiar, los árboles de su calle, la ventana del café. Pero ya no tiene sitio para la tristeza. Sólo hay algo que le trae un poquito de amargura, la última tal vez, y es la certidumbre de que los muchachos jamás se enterarán de que Pequebú [Vicente, para Martita] va a morir sin nombrarlos. Ni a ellos, ni a Machado.

Other books

Bonefire of the Vanities by Carolyn Haines
The Railway by Hamid Ismailov
Season of the Sun by Catherine Coulter
Marjorie Farrell by Autumn Rose
Guernica by Dave Boling