Cuentos completos (77 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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Tres días después, Peter estaba en la terraza del hotel y, como Hugh le había prestado los prismáticos alemanes, podía examinar el Puerto casi metro por metro. Eran las diez de la mañana. De pronto, al enfocar la Lonja, se encontró sorpresivamente con el Mercedes gris. El chófer estaba de pie junto al coche. Más allá, en el muelle, caminaban los tres Williams. Llegaron al barco donde el intruso los esperaba. Evidentemente, todo estaba listo para zarpar. Así fue. El barco se fue alejando lentamente, no tanto sin embargo como para que su imagen saliera del campo visual de Peter y sus prismáticos. Serían las once cuando el barco no avanzó más: quedó detenido allá lejos. Peter estuvo horas contemplando aquel punto en que le iba la vida. Cuando Hugh y Diana lo llamaron para almorzar, dijo que no tenía apetito.

Llegó un momento en que el
Karen
empezó nuevamente a moverse y emprendió el regreso. Cuando Peter calculó que llegaría al muelle en veinte minutos, bajó hasta su cuarto, guardó los prismáticos en el estuche y salió desalado hacia el muelle. Cuando el barco llegó, él lo estaba esperando. Sólo bajaron Fred, Katty y el intruso. Peter se acercó y Katty, al verlo, dijo con su tono de siempre: «Hello, Peter», y se quedó esperando la pregunta que vino: «¿Y Mary Ann?». «Bueno, nos encontramos con el barco de unos viejos amigos y Mary Ann pasó al de ellos.» «¿Y cuándo volverá?» «Oh, no sé. Son gente muy divertida. Seguramente la retendrán una semana o más.» Peter aparentó serenidad o tan sólo la razonable aflicción de verse separado de su amiga. Luego saludó y se fue caminando despacio, mientras el chófer, los Williams y esta vez también el intruso ascendían al Mercedes gris y se alejaban rápidamente en dirección al pueblo.

Peter regresó al hotel y desde el lobby llamó a su padre. Hugh bajó, preocupado por el tono de la llamada, y le preguntó qué pasaba. Peter le contó lo del barco, su salida al mar, la vigilancia con los prismáticos, la llegada al muelle, la ausencia de Mary Ann y la explicación de Katty. «Es una pena», dijo Hugh, «porque Mary Ann es una linda chica y buena amiga tuya, pero quizá también se sienta cómoda con esos antiguos conocidos. Tampoco es para tomarlo a la tremenda, ¿no?» Peter, que se había puesto pálido, carraspeó. «Lo que ocurre», dijo «es que estuve todo el tiempo mirando con los prismáticos y te aseguro que ningún barco se acercó al de los Williams».

Hermanito

Estoy segura de que no figuraba en tus previsiones recibir una carta de tu hermana Rita. Pues aquí estoy, todavía viva, aunque en alguna ocasión no quise estarlo. Ya no sé cuánto hace que nos vimos la última vez, en algún recoveco del Mercado del Puerto. Recuerdo que te dije: «Estamos reventados», y verdaderamente lo sentía así. Hace tiempo que intento dar con vos, pero no encontraba a nadie que supiera tu paradero. Hasta que encontré, en una librería de viejo de la calle Corrientes (hace ya unos años que vivo en Buenos Aires), una novela de un tal Gary Winter, traducida nada menos que por vos, y fue entonces que decidí escribirte a las señas de la editorial. Ya sé que es como arrojar una botella al mar, pero ojalá te llegue.

¿Te cuento? Empiezo por decirte que ya no me siento reventada. Después de un par de años en Tucumán, estuve viviendo en Córdoba, en Mendoza, y finalmente me instalé en Buenos Aires. Te parecerá mentira: pude desprenderme de la droga, pero, mientras no pude, quiero decirte que aquello fue un infierno. Nada supe de la familia ni me interesaba saberlo. A vos siempre te tuve cariño, así que a veces aparecías en mis paréntesis de lucidez, pero de los demás no tengo un recuerdo que me llame, que me atraiga. Quizá a la vieja no pude perdonarle que agrediera tanto al viejo, y al viejo no pude perdonarle su flojera. Y con Isabel, bueno, con mi hermanita nunca tuvimos nada en común, salvo el apellido. Lo cierto es que, con razón o sin ella, uno puede hallar en sí mismo una cierta capacidad para ser cruel. Mi crueldad, por ejemplo, eligió el recurso de poner distancias, tal vez porque yo misma me sentía al margen de todo.

Cuando por fin recuperé mi lugar en el mundo, cuando volví a ser Rita, decidí romper con mis socios dolientes, con aquel entorno de perturbación. Para ello era imprescindible alejarme físicamente, geográficamente. Me vine a Argentina. De a poco me fui enterando de la muerte de los viejos; de cómo mi hermana llegó a colaborar con los milicos; de tus años en cana, de la muerte del tío. Te confieso que entonces no fui a Montevideo, sencillamente porque tuve miedo. La droga me había dejado débil, deteriorada. Me costó mucho reponerme, liberarme. Mis pocas fuerzas las había gastado precisamente en desprenderme de ese lastre. Ahora podés estar tranquilo. Nunca más. Pero entonces no tenía el ánimo suficiente para correr riesgos, y sobre todo tenía pánico de que me detuvieran, no por motivos políticos sino con el pretexto de mi narcopasado. Tenía terror a que se ensañaran con mi cuerpo convaleciente. Y así me fui quedando.

¿Te cuento? Me hice fotógrafa y, aunque te asombres, no lo hago mal. Trabajo como
free-lance
, sobre todo en conexión con publicidad. Después de todo, me descubrí una vocación que ignoraba. Disfruto con lo que enfoco, con lo que va apareciendo en el visor, con las imágenes que elijo, ya sea al azar o con premeditación, y en definitiva con los resultados que consigo. Y parece que mi trabajo tiene cierta originalidad, porque me llaman de aquí y de allá. Siempre les pido que no me asignen un plan inamovible sino que me permitan cierta flexibilidad, así puedo inventar un poco, que es lo que me gusta. Comprendo que mirar siempre en el cuadradito del visor es también una forma de ignorar el resto del panorama. Pero la verdad es que ese panorama, con la insoportable soberbia castrense otra vez en alza, me deprime bastante. Con todo, te diré que logré unas tomas excelentes de las madres de Plaza de Mayo, con rostros individuales y colectivos que son toda una historia. Naturalmente, ésas no son fotos para vender, ya que las Madres incomodan a quienes cada día inventan nuevas concesiones, nuevas aflojadas. No, ésas son fotos para mí, ilustraciones que acompañarán mi historia personal. A veces pienso: si a mí me hubieran desaparecido, ¿habría salido mi vieja a la calle enarbolando mi foto? ¿Vos qué pensás? ¿Te hiciste alguna vez esa pregunta? Ahora no estoy sola. Creo que sola no habría podido recuperarme. Estoy con Marcos.

¿Te cuento? Le llevo dos años pero es mucho más maduro que yo. ¿Sabés de qué se ocupa? Rock. Te confieso que no soy una entusiasta, en todo caso cuando tocan algo que me gusta trato de estar lejos, ya que de cerca el volumen altísimo me marea. Una vez me desmayé y en otra ocasión me puse a vomitar. Prefiero escucharlo en casa, en el cassetero, porque ahí soy yo la que decide el volumen. Tengo la impresión de que hay que ser muy joven para no desmayarse con esos decibelios. Cuando nosotros vinimos al mundo, nos mandaron con orejas (o con oídos, bah) aptos para escuchar a Gardel, a Vivaldi, a Bessie Smith, a Smetana, a Gershwin, a lo sumo a los Beatles, y por eso no nos sirven para disfrutar de estos escandalosos. A veces voy a tirarles algunas fotos en pleno recital, voy porque Marcos me lo pide, pero me pongo tapones para evitar el vahído, y así y todo a veces me siento al borde del colapso. Sin embargo ya ves, nos entendemos bien Marcos y yo cuando no hay ruido, y no sólo en la cama, también en la vida cotidiana. Resumiendo: es un buen tipo, me ha hecho bien. No sabría decirte si estoy lo que se dice enamorada, pero tenemos una buena relación, y eso no es poco, ¿verdad?

¿Te sigo contando? Por una gente también rockera que vino de Montevideo supe que te habías ido a México y entonces sí me entró la ansiedad por reencontrarte. Creo que sos lo único que rescato del pasado. Los méritos restantes son para el presente y para el futuro. ¿Sabés que me he vuelto optimista? Increíble, ¿verdad? Pero es así. Si nos encontramos algún día (ojalá) verás que esta Rita tiene poco que ver con la que de alguna manera despediste en el Mercado del Puerto. El mes pasado cumplí años. Te imaginarás todas las cosas que tengo para reprocharme. Eso me angustiaba. Así que una noche me instalé frente a una hoja en blanco y empecé a anotar justamente eso: todo lo que me reprochaba. Te aseguro que la nómina fue sincera y nutrida: una autocrítica rigurosa, intransigente. La leí varias veces y, claro, acabé llorando. La pucha. Mis siete pecados capitales eran como veinticuatro. Entonces me levanté, fui al baño, me enfrenté al espejo y pregunté: «¿Sos recuperable?». Para mi sorpresa, vi que aquella cabeza mísera y desgreñada asentía. Y me convenció. Así que, ya ves, soy recuperable, ya tragué mis culpas. Por eso te escribo, para que lo sepas. Me atrevo a pensar que la noticia te caerá bien. Si es que no has cambiado demasiado. Si tenés los mismos ojos claros y confiables que yo recuerdo.

¿Y vos? Contame de vos. Sé que antes de caer en cana te habías casado, y también sé lo que pasó después. Todo. Pero hoy, en México, ¿qué hacés además de traducir novelas policíacas? ¿Estás solo? ¿Tenés mujer, hijos, amigos? ¿Pensás volver, ahora que los milicos reposan en sus cuarteles de invierno? ¿Qué pasará cuando lleguen los cuarteles de primavera? Contame de tus proyectos. Hermanito, tenemos que descubrirnos, que reencontrarnos. Después de todo, vos y yo somos la familia que nos queda, ¿no?

Siesta

Nicolás siempre había sabido los datos verdaderos de aquel personaje singular, pero el nombre de guerra era Gabriel y así había que nombrarlo. Alguna vez (de eso hacía ya un par de años) habían hablado largamente y sus diferencias de criterio habían quedado en claro. Definitivamente, Nicolás no creía en las posibilidades de la lucha armada, y Gabriel, en cambio, había decidido jugarse la vida en ese rumbo. De todas maneras, ya desde aquella lejana ocasión, a Nicolás le había asombrado la profundidad de su análisis, la lucidez pragmática y la capacidad de comprender al prójimo, que se escondían tras la apariencia rústica, los gestos elementales y la verba apenas murmurada de aquel hombre, ya cuarentón, que le exponía sus razones sin la menor esperanza de convencerlo.

Cada dos o tres meses se encontraban en sitios inesperados (siempre propuestos por Gabriel), en apariencia los menos adecuados para alguien que andaba clandestino. Pero Gabriel fundamentaba esa actitud: jamás estarás tan oculto como en medio de la multitud. En uno de esos encuentros, se atrevió a decir: Ya sé lo que pensás y también sé que no vas a cambiar, pero sólo quiero preguntarte si estarías dispuesto a ayudarnos, haciendo algunas cositas que, por razones obvias, vos podés hacer y nosotros no. Si no te parece bien, te aseguro que nada va a cambiar entre nosotros. Amigos como siempre. Nicolás pidió veinticuatro horas para pensarlo, y luego de pedir datos adicionales, respondió afirmativamente.

En razón de su trabajo, que tenía que ver sobre todo con transacciones comerciales con el exterior, Nicolás viajaba con frecuencia a Europa, a los Estados Unidos, a países del Tercer Mundo. Lo que le pedía Gabriel era que, en algunas de esas salidas, llevara, convenientemente camuflados, mensajes o documentos o pasaportes en blanco, que debía entregar a determinados contactos, o a veces simplemente despachar en un correo específico. El riesgo estaba realmente en la salida, pero la corriente actividad de Nicolás, con sus normales y regulares salidas de Carrasco, lo situaba más allá del bien y del mal.

Para la entrega de aquellos encargos, Gabriel había diseñado otra táctica, cambiando la muchedumbre por la siesta. Sostenía que en el verano todo el país dormía su siesta, incluidos tiras y policías varios. De modo que citaba a Nicolás en cafés de barrio, que a esa hora tenían escasos parroquianos. Ellos pedían un cortado y un
chop
, siempre lo mismo, como si se tratara de piezas de un ritual, conversaban un rato para no llamar la atención, pero ya no discutían de variantes o contradicciones ideológicas, sino de fútbol o cine o de mujeres. Y cuando el mozo volvía a la barra y les daba la espalda, Gabriel deslizaba el paquetito, que Nicolás metía en su portafolio. Y en medio de un comentario, por ejemplo, sobre la Copa Libertadores, Gabriel musitaba: son pañuelos o es turrón o son caramelos.

Nicolás había ido entregando regularmente los paquetitos en París, en Amsterdam, en México, en Bombay, en Lima. Casi siempre acudían receptores que estaban tensos y miraban sin disimulo a diestra y siniestra, como alimañas perseguidas por los dueños del bosque. Casi nunca hablaba con ellos, en primer término porque no habría sabido de qué, y en segundo, porque ellos desaparecían casi de inmediato, tras un saludo sumarísimo o tajante.

Esa vez Gabriel había hecho que lo citaran en un cafecito de la calle Marmarajá, a las tres de la tarde. La norma obligatoria de esos encuentros era la más estricta puntualidad, así que a Nicolás, cuando se iba acercando, no le sorprendió que, con absoluta simetría, Gabriel viniera, pero en sentido contrario, por la misma calle. Llegaron casi juntos a la puerta del café. Miraron hacia adentro y el espectáculo los dejó estupefactos. Había sólo dos clientes, cada uno en una mesa distinta, pero ambos dormidos y con la boca abierta. Lo más asombroso, sin embargo, estaba en el mostrador. Un hombre fornido, que tenía todo el aspecto de ser el dueño, se había reclinado junto a la caja (por si las moscas) y, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, también dormía y de vez en cuando emitía un discreto resoplido. Todo era allí paz y bochorno. Sólo unas moscas revoloteaban alrededor de una fuente con croasanes. Gabriel sonrió, divertido, y apenas murmuró: Sería un crimen despertarlos, ¿no te parece? Nicolás asintió con la cabeza. El otro le pasó un sobre. Es una colección de postales. Luego le dio una palmada en el hombro, dijo chau y se fue caminando despacio en dirección contraria a Agraciada. Nicolás también se fue por donde había venido, pero al cabo de unos metros se dio vuelta y miró hacia atrás. Gabriel, que ya estaba en la otra esquina, levantó un brazo, a modo de saludo pero sin volver la cabeza, y siguió su camino. Para Nicolás fue la última imagen de Gabriel.

Dos días después abrió el diario y se encontró con el rostro, estático, sin vida. Lo habían seguido hasta un café de 8 de Octubre, lo esperaron a la salida, le dieron la voz de alto (eso al menos decía la crónica), él había sacado el arma con rapidez, no tanta sin embargo como para evitar que lo acribillaran.

Cuando, quince días después, Nicolás entregaba la colección de postales en el aeropuerto de Frankfurt, la muchacha de vaqueros y campera verde, que vino a recibirlo, dijo gracias y se echó a llorar.

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