Cuentos de mi tía Panchita (3 page)

BOOK: Cuentos de mi tía Panchita
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El rey se quedó en el otro mundo.

— ¡Muchacho! ¿Cómo has adivinado?

Y él respondió: — ¡Muy fácil! Si así me las dieran todas...

Inmediatamente se comenzaron los preparativos para la boda. La princesa estaba que cogía el cielo con las manos.

La pobre no tenía nadita de ganas de casarse con aquel gandumbas.

Llamó al zapatero para que le tomara las medidas a su futuro esposo de unos zapatos de charol, pero le aconsejó se los dejara lo más apretados que pudiera. Lo mismo al sastre con el vestido y mandó a comprar un cuello bien alto.

Cuando llegó el día del matrimonio, el tonto fue a vestirse de señor, pero todo fue ponerse aquellas botas de charol y comenzar a hacer muecas. Le pusieron tirantes, el cuello que casi no le dejaba respirar y las mangas de la leva le quedaban tan angostas que se veía obligado a tener los brazos tan encogidos que parecía un chapulín. Pero lo que no se aguantó fue que le pusieran guantes. Cuando lo vieron fue sacándose la leva y arrancándose el cuello y la corbata y tirando todo por la ventana. Los zapatos de charol fueron a dar a un tejado.

— ¡Adió! ¡Caray! –gritó al verse libre de todas aquellas tonteras–. ¿Yo por qué voy a andar a disgusto?

La princesa que estaba escondida detrás de una cortina, ya no podía de tanto reír.

El muchacho se fue a buscar al rey y le dijo:

—Mucho me gusta su hija, pero más me gusta andar a gusto. Me comprometí a casarme con ella si me vestía de señor, pero yo no sé cómo hacen para andar con los pies bien chimaos, con el pescuezo metido entre esta vaina, bien echados para atrás, que les tienen que doler la caja del cuerpo...

Prefiero volverme donde mi mama: allí ando yo como me da mi gana; y si me quedo aquí tendré que pasar mi vida como un Niño Dios en retoque.
[1]

Entonces el rey le dio dos mulas cargadas de oro y el tonto se volvió a su casa, donde lo recibieron muy contentos.

II

Uvieta

P
ues señor, había una vez un viejito muy pobre que vivía solo, íngrimo, en su casita y se llamaba Uvieta. Un día le entró el repente de irse a rodar tierras, y diciendo y haciendo, se fue a la panadería y compró en pan el único diez que le bailaba en la bolsa. Entonces daban tamaños bollos a tres por diez y de un par que no era una coyunda como el de ahora, que hasta le duelen a uno las quijadas cuando lo come, sino tostadito por fuera y esponjado por dentro.

Volvió a su casa y se puso a acomodar sus tarantines, cuando tun, tun, la puerta. Fue a ver quién era y se encontró con un viejito tembeleque y vuelto una calamidad. El viejito le pidió una limosna y él le dio uno de sus bollos.

Se fue a acomodar los otros bollos en sus alforjitas, cuando otra vez, tun, tun, la puerta. Abrió y era una viejita toda tulenca y con cara de estar en ayunas. Le pidió una limosna y él le dio otro bollo.

Dio una vuelta por la casa, se echó las alforjas al hombro y ya iba para afuera, cuando otra vez, tun, tun, la puerta.

Esta vez era un chiquito, con la cara chorreada, sucio y con el vestido hecho tasajos y flaco como una lombriz. No le quedó más remedio que darle el último bollo. — ¡Qué caray!

A nadie le falta Dios.

Y ya sin bastimento, cogió el camino y se fue a rodar tierras.

Allá al mucho andar encontró una quebrada.

El pobre Uvieta tenía un hambre que se la mandaba Dios Padre, pero como no llevaba qué comer, se fue a la quebrada a engañar la tripa echándole agua. En eso se le apareció el viejito que le fue a pedir limosna y le dijo:

—Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor, que qué querés; que le pidás cuanto se te antoje. Él está muy agradecido con vos porque nos socorriste; porque mirá, Uvieta, los que fuimos a pedirte limosna éramos las Tres Divinas Personas: Jesús, María y José. Yo soy José. ¡Con que decí vos! ¡Cómo estarán por Allá con Uvieta! Si se pasan con que Uvieta arriba, Uvieta abajo, Uvieta por aquí y Uvieta por allá.

Uvieta se puso a pensar qué cosa pediría y al fin dijo: —Pues andá decile que me mande un saco donde vayan a parar las cosas que yo deseo.

San José salió como un cachiflín para el Cielo y a poco estuvo de vuelta con el saco.

Uvieta se lo echó al hombro. En esto iba pasando una mujer con una batea llena de quesadillas en la cabeza.

Uvieta dijo: —Vengan esas quesadillas a mi saco.

Y las quesadillas vinieron a parar al saco de Uvieta, quien se sentó junto a la cerca y se las zampó en un momento y todavía se quedó buscando.

Volvió a coger el camino y allá al mucho andar, se encontró con la viejita que le había pedido limosna. La viejita le dijo:

—Uvieta, que manda decir Nuestro Señor, mi Hijo, que si se te ofrece algo, se lo pidás.

Uvieta no era nada ambicioso y contestó: —No, Mariquita, dígale que muchas gracias, con el saco tengo. Panza llena, corazón contento. ¿Qué más quiero?

La Virgen se puso a suplicarle: — ¡Jesús, Uvieta, no seas malagradecido! No me despreciés a mí. ¡Ajá, a José sí pudiste pedirle, y a mí que me muerda un burro!

Entonces a Uvieta le pareció muy feo despreciar a Nuestra Señora y le dijo: —Pues bueno: como yo me llamo Uvieta, que me siembre allá en casa un palito de uvas y que quien se suba a él no se pueda bajar sin mi permiso.

La Virgen le contestó que ya lo podía dar por hecho y se despidió de Uvieta.

Este siguió su camino y encontró otra quebrada. Le dieron ganas de beber agua y se acercó. En la corriente vio pasar muchos pececitos muy gordos. Como tenía hambre dijo: —Vengan estos peces ya compuesticos en salsa a mi saco. Y de veras el saco se llenó de pescados compuestos en una salsa tan rica, que era cosa de reventar comiéndolos.

Después siguió su camino y le salió un viejito que le dijo:

—Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor que si se te ofrece algo. Él no viene en persona porque no es conveniente, vos ves... ¡Al fin Él es Quien es! ¡Que parecía que Él tuviera que repicar y andar la procesión!

—Yo no quiero nada –respondió Uvieta.

— ¡No seas sapance, hombre! Pedí, que en la Gloria andan con vos ten que ten. No te andés con que te da pena y pedí lo que se te antoje, que bien lo merecés.

"¡Ay, qué santico este más pelotero!", pensó Uvieta y quería seguir su camino, pero el otro detrás con su necedad y por quitarse aquel sinapismo de encima, le dijo Uvieta: —Bueno es el culantro pero no tanto: ¡Ave María! ¡Tantas aquellas por unos bollos de pan! Bueno, pues decile a Nuestro Señor que lo que deseo es que me deje morirme a la hora que a mí me dé la gana.

Pero no siguió adelante, porque quiso ir a ver si de veras le habían sembrado el palito de uva, y se devolvió.

Anda y anda hasta que llegó, y no era mentira: allí en el solarcito estaba el palo de uva que daba gusto. Al verlo, Uvieta se puso que no cabía en los calzones de la contentera.

Bueno, pasaron los días y Uvieta vuelto turumba con su palo de uvas. Y nadie le cachaba. Ya todo el mundo sabía que el que se encaramaba en el palo de uva no podía bajar sin permiso de Uvieta.

Un día pensó Nuestro Señor: — ¡Qué engreidito que está Uvieta con su palo de uva! Pues después de un gustazo, un trancazo –y Tatica Dios llamó a la Muerte y le dijo:– Andá jalámele el mecate a aquel cristiano, que ya ni se acuerda de que hay Dios en los Cielos por estar pensando en su palo de uvas.

Y la Muerte, que es muy sácalas con Tatica Dios, bajó en una estampida. Llegó donde Uvieta y tocó la puerta. Salió el otro y se va encontrando con mi señora. Pero no se dio por medio menos y como si la viera todos los días, le dijo:

— ¡Adiós trabajos! ¿Y eso qué anda haciendo, comadrita?

—Pues que me manda Nuestro Señor por vos.

— ¿Idiay, pues no quedamos en que yo me iría para el otro lado cuando a mí me diera la gana?

—No sé, no sé –contestó la Muerte–. Donde manda capitán no manda marinero.

"¡Ay! Como no se le vaya a volver la venada careta a Nuestro Señor", pensó Uvieta.

—Bueno, comadrita, pase adelante y se sienta, mientras voy a doblar los petates.

La Muerte entró y Uvieta la sentó de modo que viera para el palo de uva que estaba que se venía abajo de uvas. — ¡Aviaos que no le fueran a dar ganas de probarlas! –la Muerte al verlo no pudo menos que decir–: ¡Qué hermosura, Uvieta!

Y el confisgado de Uvieta, que se hacía el que estaba doblando los petates, le respondió: — ¿Por qué no se sube, comadrita, y come hasta que no le quepan?

La otra no se hizo de rogar y se encaramó.

Verla arriba Uvieta y comenzar a carcajearse como un descosido, fue uno.

—Lo que el sapo quería, comadrita –le gritó–. A ver si se apea de allí hasta que a mí me dé mi regalada gana.

La Muerte quería bajar, pero no podía, y allí se estuvo y fueron pasando los años y nadie se moría. Ya la gente no cabía en la Tierra, y los viejos caducando andaban dundos por todas partes, y Nuestro Señor como agua para chocolate con Uvieta, y recados van y recados vienen: hoy mandaba al gigantón de San Cristóbal, mañana a San Luis rey, pasado mañana a San Miguel Arcángel con así espada: —Que Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor que dejés apearse a la Muerte del palo de uva, que si no vas a ver la que le va a pasar.

Y otro día: —Uvieta, que dice Nuestro Señor que por vida tuyita, dejés apearse a la Muerte del palo de uva.

Y otro día: —Uvieta, que dice Nuestro Señor que no te vas a quedar riendo, que vas a ver.

Pero a él por un oído le entraba y por otro le salía. Y Uvieta decía: — ¡Ah sí, por sapo que la dejo apearse!

Por fin Tatica Dios le mandó a decir que dejara bajar la Muerte y que le prometía que a él no se lo llevaría.

Entonces Uvieta dejó bajar a la Muerte, quien subió escupida a ponerse a las órdenes de Dios.

Pero Nuestro Señor no había quedado nada cómodo con Uvieta y mandó al Diablo por él.

Llegó el Diablo y tocó la puerta: —Upe, Uvieta.

Él preguntó de adentro: — ¿Quién es?

Y el otro por broma le contestó: —La vieja Inés con las patas al revés.

Pero a Uvieta le sonó muy fea aquella voz: era como si hablaran entre un barril y al mismo tiempo reventaran triquitraques. Se asomó por el hueco de la cerradura y al ver al Diablo se quedó chiquitico.

— ¡Ni por la jurisca! ¡Si es el Malo! ¡Seguro que lo mandan por mí, por lo que le hice a la Muerte, ni más ni menos! ¿Ahora qué hago?

Pero en esto se le ocurrió una idea y corrió a su baúl, sacó su saco, abrió la puerta y sin dejar chistar al otro, dijo: — ¡Al saco el Diablo!

Y cuando el pisuicas se percató, estaba entre el saco de Uvieta.

— ¡Ahora sí, tío Coles –le gritó Uvieta–, vas a ver la que te vas a sacar por andar de cucharilla!

El demonio se puso a meterle una larga y otra corta, pero Uvieta le dijo: — ¡Ah sí! ¡que te la crea pizote! –y cogió un palo y le arrió sin misericordia, hasta que lo hizo polvo.

A los gritos tuvo que mandar Nuestro Señor a ver qué pasaba. Cuando lo supo, prometió a Uvieta que si dejaba de pegar al diablo, a él nada le pasaría. Uvieta dejó de dar y Nuestro Señor se vio a palitos para volver a hacer al Diablo de aquel montón de polvo.

Y el Patas salió que se quebraba para el infierno.

Ya Nuestro Señor estaba a jarros con Uvieta y mandó otra vez a la Muerte: que no se anduviera con contumerias, no se dejara meter conversona. —Agarralo ojalá dormido y me lo traés. Mirá que si otra vez te dejás engañar, quedás en los petates conmigo.

A la Muerte le entró vergüencilla y siguiendo los consejos de Nuestro Amo, bajó de noche y cuando Uvieta estaba bien privado, lo cogió de las mechas, arrió con él para el otro mundo y lo dejó en la puerta de la Gloria para que allí hicieran con él lo que les diera la gana.

Cuando San Pedro abrió la puerta por la mañana, se va encontrando con mi señor de clucas cerca de la puerta y como con abejón en el buche.

San Pedro le preguntó quién era, y al oír que Uvieta, le hizo la cruz. Si no hubiera estado en aquel sagrado lugar, le habría dicho: "¡Te me vas de aquí, puñetero!". Pero como estaba, y además él es un santo muy comedido, le dijo:

— ¡Te me vas de aquí, que bastante le has regado las bilis a Nuestro Señor!

— ¿Y para dónde cojo?

— ¿Para dónde? Pues para el infierno, pero es ya, con el ya.

Uvieta cogió el camino del infierno. El Diablo se estaba paseando por el corredor. Ver a Uvieta y salir despavorido para adentro, fue uno. Además atrancó bien la puerta y llamó a todos los diablos para que trajeran cuanto chunche encontraran y lo pusieran contra la puerta, porque allí estaba Uvieta el hombre que lo había hecho polvo.

Uvieta llegó y llamó como antes usaban llamar las gentes cuando llegaban a una casa: — ¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima! –por supuesto que al oír esto, los demonios se pusieron como si les mentaran la mama.

Y allí estuvo el otro como tres días, dándole a la puerta y

¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!

Como no le abrían, se devolvió. Cuando iba pasando frente a la puerta del Cielo, le dijo San Pedro: — ¿Idiay, Uvieta, todavía andás pajareando?

— ¿Idiay, qué quiere que haga? Allí estoy hace tres días dándole a aquella puerta y no me abren.

— ¿Y eso qué será? ¿Cómo llamás vos?

— ¿Yo? Pues: ¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!

La Virgen estaba en el patio dando de comer a unas gallinas que le habían regalado, con el pico y las patitas de oro y que ponían huevos de oro. Cuando oyó decir: ¡Ave María Purísima!, se asomó creyendo que la llamaban.

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