Cuentos dispersos (20 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Cuentos dispersos
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El tuerto contó a la vuelta que los patrones le habían echado por su cara que pretendiera ponerles el pie encima.

—¡Madona! —había gritado el italiano—. ¡Ma qué pie ni qué nada! ¡Se trata de ideas, y no de hombres!

Esa misma tarde declaramos el boicot a la empresa.

Sí, ahora estoy leído, a pesar de la guaraní que siempre me se atraviesa. Pero entonces casi ninguno no conocíamos los términos de la reivindicación, y muchos creían que don Boycott era el delegado que esperábamos de Posadas.

El delegado vino, por fin, justo cuando las empresas habían echado a la muchachada, y nosotros nos comíamos la harina y la grasa del boliche.

¡Qué te gustaría a usted haber visto las primeras reuniones que presidió el delegado! Los muchachos, ninguno no entendía casi nada de lo que el más desgraciado caipira sabe hoy día de memoria. Los más bárbaros creían que lo que iban ganando con el movimiento era sacar siempre al fiado de los boliches.

Todos oíamos con la boca abierta la charla del delegado; pero nada no decíamos. Algunos corajudos se acercaban después por la mesa y le decían en voz baja al caray: «Entonces… Me mandó decir el otro mi hermano… que lo disculpés grande porque no pudo venir…»

Un otro, cuando el delegado acababa de convocar para el sábado, lo llamaba aparte al hombre y le decía con misterio, medio sudando: «Entonces… ¿Yo también es para venir?»

¡Ah, los lindos tiempos, che patrón! El delegado estuvo poco con nosotros, y dejó encargado del movimiento al gringo Vansuite. El gringo pidió a Posadas más mercadería, y nosotros caímos como langosta con las mujeres y los guainos a aprovistarnos.

La cosa iba lindo: paro en los yerbales, la muchachada gorda mediante Vansuite, y la alegría en todas las caras por la reivindicación obrera que había traído don Boycott.

¿Mucho tiempo? No, patrón. Mismo duró muy poco. Un café yerbatero fue bajado del caballo de un tiro, y nunca no se supo quién lo había matado.

¡Y ahí, che amigo, la lluvia sobre el entusiasmo de los muchachos! El pueblo se llenó de jueces, comisarios y milicos. Se metió preso a una docena de mensús, se rebenqueó a otra, y el resto de la muchachada se desbandó como urús por el monte. Ninguno no iba más al boliche del gringo. De alborotados que andaban con la manifestación del primero, no se veía más a uno ni para remedio. Las empresas se aprovechaban de la cosa, y no readmitían a ningún peón federado.

Poco a poco, un día uno, después otro, los mensús fuimos cayendo a los establecimientos. Proletariado, conciencia, reivindicación, todo se lo había llevado Añá con el primer patrón muerto. Sin mirar siquiera los cartelones que llenaban las puertas aceptamos el bárbaro pliego de condiciones… y opama.

¿Que cuánto duró este estado, dice? Bastante tiempo. Por más que el delegado de Posadas había vuelto a organizarnos, y la Federación tenía en el pueblo local propio, la muchachada andábamos corridos, y como avergonzados del movimiento. Trabajábamos duro y peor que antes en los yerbales. Mallaria y el turco Taruch estaban presos en Posadas. De los de antes, sólo el viejo picapiedra iba todas las noches al local de la Federación a decir como siempre «Ganas» y «Pierdes».

¡Ah! El gringo Vansuite. Y ahora que pienso por su recuerdo: él es el único de los que hicieron el movimiento que no lo vio resucitar. Cuando el alboroto por el patrón baleado, el gringo Vansuite cerró el boliche. Mismo, no iba más nadie. No le quedaba tampoco mercadería ni para la media provista de un guaino. Y te digo más: cerró las puertas y ventanas del rancho. Estaba encerrado todo el día adentro, parado en medio del cuarto con una pistola en la mano, dispuesto a matar al primero que le golpeara la puerta. Así lo vio, según dicen, el bugré Josecito, que lo espió por una rendija.

Pero es cierto que la guainada no quería por nada cortar por la picada nueva, y el boliche atrancado del gringo parecía al sol casa de difunto. Y era cierto, patrón. Un día los guainos corrieron la noticia de que al pasar por el rancho de Vansuite habían sentido mal olor.

La conversa llegó al pueblo, pensaron esto y aquello, y la cosa fue que el comisario con los milicos hicieron saltar la ventana del boliche, por donde vieron en el catre el cadáver de Vansuite, que hedía mismo fuerte.

Dijeron que hacía por lo menos una semana que el gringo se había matado con la pistola. Pero en lugar de matar a los caipiras que iban a golpearle la puerta, se había matado él mismo.

Y ahora, patrón: ¿qué me dice? Yo creo que Vansuite había sido siempre medio loco —tabuí, decimos. Parecía buscar siempre un oficio, y creyó por fin que el suyo era reivindicar a los mensús. Se equivocó también grande esa vez.

Y creo también otra cosa, patrón: ni Vansuite, ni Mallaria, ni el turco, nunca no se figuraron que su obra podía alcanzar hasta la muerte de un patrón. Los muchachos de aquí no lo mataron, te juro. Pero el balazo fue obra del movimiento, y esta barbaridad el gringo la había previsto cuando se puso de nuestro lado.

Tampoco la muchachada no habíamos pensado encontrar cadáveres donde buscábamos derechos. Y asustados, caímos otra vez en el yugo. Pero el gringo Vansuite no era mensú. La sacudida del movimiento lo alcanzó de rebote en la cabeza, media tabuí, como te he dicho. Creyó que lo perseguían… Y opama.

Pero era gringo bueno y generoso. Sin él, que llevó el primero trapo rojo al frente de los mensús, no hubiéramos aprendido lo que hoy día sabemos, ni este que te habla no habría sabido contarte tu relato, che patrón.

Los hombres hambrientos
[4]

—Esta situación —dijo el hombre hambriento enseñando sus costillas— proviene de mis grandes riquezas. Tal cual. No es paradoja. Ni antes ni después. En el instante mismo, con lo que me sobra para vivir —¿entienden ustedes bien?— podría arrancar de la tumba al millón y medio de individuos suicidados por hambre en 1933. Con lo que me sobra para vivir, a mí. Y me muero de hambre.

Miramos con mayor atención a quien hablaba. Hallábase, en efecto, en estado atroz de flacura. Por debajo de la camiseta nos enseñaba sus costillas, mientras nos observaba con desvarío. Un gran fuego de exasperación lucía en sus ojos de hambriento, y las palabras lanzábanse precipitadamente de su boca.

Nos llegaba, no sabemos de dónde, acaso del fondo del bosque, donde él y algunos compañeros habían ido a trabajar la tierra. Durante largo tiempo nada habíamos sabido de ellos; suponíamoslos prósperos. Y he aquí que se hallaba de nuevo ante nosotros, él solo, sin más ropa que un pantalón y una camiseta que alzaba con mano temblante.

—Tal cual —prosiguió tras una larga pausa con la que parecía habernos ofrecido tiempo suficiente para juzgar hasta las heces su situación.

»Con lo que me sobra para vivir, he dicho, yo y mis compañeros podríamos hacer la felicidad de otros tantos miserables. ¡Comer, comer! ¿Entienden? Allá están ellos, vigilándose unos a otros desde lo alto de sus riquezas, mientras se mueren de inanición, y cada cual sentado sobre pirámides de mandioca que se pudren con la humedad, y abrazados a cachos de bananas que se deshacen entre sus dedos.

»Bien. Esto no significa nada: avaricia, roña y todo lo demás. ¡Pero es que tampoco es esto! ¡Es vanidad, envidia y rencor lo que les impide comer! ¡No tienen ojos sino para atisbar las crecientes necesidades del vecino, y enloquecidos por la suficiencia y los celos, se están muriendo de hambre en el seno de la superproducción!

»Tal cual. Éramos diez, y nos instalamos en plena selva a machetear, rozar, tumbar, barbear —toda la secuela del trabajo montés— con un coraje y una capacidad para bastarnos a nosotros mismos, tal como no se volverá a hallar en diez individuos que se internaron un día en el bosque a eso, tal cual.

»¡Y coraje, amigos! ¡Brotaban del filo de las azadas chispas de energías y perseverancia! ¡Y en el honrado corazón más chispas!

»A fines del primer verano éramos libres. No dependíamos de nadie, e izamos la gran bandera empapada en sudor del bienestar logrado.

»En aquel fondo de selva representábamos la especie humana. Nuestras hachas particulares eran en verdad una sola gran hacha que manejaban veinte brazos de hombres. Por esto éramos hermanos; ¡porque al batir de aquella hacha diez pechos resonaban con el mismo justo, tremendo y triunfal estertor!

»Pero no juntos. Cada cual arrancaba a la tierra los frutos de su parcela que era de cada cual, y con el producto de todas formábamos el gran bienestar solidario.

»Yo obtenía mandioca, y sólo mandioca, ¿entienden bien?, porque mi tierra era ingrata a cualquier otro cultivo. Y he aquí que el otro obtenía sólo maíz. Y el otro, sólo bananas. Y aquél, soja. Y el de más allá, mandarinas. Tal es la condición de esas tierras irregulares. ¿Por qué pretender a dura costa de la tierra propia lo que el vecino logra fácilmente de la suya? Trocábamos los productos, claro está. Mi mandioca alimentaba a los demás, y las bananas del otro nos nutrían a todos. El excedente de cada cultivo particular iba, pues, a llenar las necesidades del que carecía de aquél.

»Mas ¡qué abundancia! ¿Ustedes saben —añadió enseñando todavía su vientre— lo que es estar bien alimentado, bien nutrido, con la conciencia recta, y esta conciencia y el alma y el puño robusto imantados hacia la paz? Tales éramos. Ahora no quedan sino pingajos, y yo, un miserable, y nada más.

»¡Soles protectores! Cada cual luchaba ardientemente por su cosecha, propia suya, pero que era de todos, puesto que intercambiábamos sus productos.

»¿Celos? ¡Oh, no! ¡Bendita era la lluvia que empapaba al igual las diez parcelas! ¡Y sí orgullo de vivir contentos, de apretar tras la primera cerca que se cruce, la mano de un igual!

»Un día cayó, como un rayo, la suficiencia sobre la tierra húmeda. Quisimos enriquecernos aisladamente.

»¿Ven ustedes la situación, verdad? Solo, aislado cada cual en su rincón fertilísimo para un solo cultivo, pero ingrato para los demás, cada uno de nosotros valía apenas un moribundo. Exactamente: la décima parte de un hombre en salud.

»Ante el nuevo dogma, alguien clamó entonces:

»—¡Pero es una locura! ¡Nos empobreceremos hasta la miseria si procedemos así!

»—¿Cómo miseria? —le respondieron—. ¡Miseria sobre el que habla! Antes bien, nadaremos en la opulencia. Cada cual debe bastarse a sí mismo, sin deber nada a nadie. Ésta es la ley.

»Mas objetaron otros:

»—¡Hambriento, mil veces hambriento se tornará el hombre que pretenda especular con las necesidades del vecino! ¿Qué locura es ésa, compañeros, que ha caído sobre el planeta? ¿Dónde puede hallarse el origen de esta aberración pandémica de pretender bastarse a sí mismo, cuando no se posee ni sol, ni agua, ni tierra, ni fuerzas suficientes para producirlo todo? El trabajo se torna ruin cuando su tremendo rendimiento sólo se emplea en inflar la vanidad. ¡Alerta, compañeros!

»Mas respondían otros:

»—¡Engaño y cobardía predica la voz que habla! El destino del trabajo es la riqueza, y ésta no se logra sin liberarse de la labor del vecino. Bastarse a sí propio. Tal es la ley.

»—Sí, la ley de la miseria, ¡oh, hermanos de antaño! ¡Y la miseria envidiosa y emponzoñada, que es la peor de todas!

»Tal dijo en vano. Porque todos nos convertimos al nuevo dogma, y yo el primero de todos me di a plantar y almacenar mandioca, ¡más mandioca! Y el otro hizo lo mismo con su maíz, y aquél con sus bananas. Y arrastrando por el suelo la gran bandera del trabajo solidario, izamos en cada parcela la del éxito personal.

»¡Qué éxito, señores! Pirámides de naranjas y bananas, chauchas, espigas y demás alzábanse ahora desmesuradamente, puesto que la clave de dicho éxito radicaba precisamente en ello. ¿Comprenden ustedes bien? Vender caros nuestros productos y comprar baratos los del vecino.

»¿Están? ¿Aprecian hasta el fondo la diabólica martingala? Dos por uno. ¡Esto es comerciar, triunfar, amigos!

»Bien. Cuando los primeros fríos fortificaron el apetito y el mercado se abrió, el pasmo, también como un rayo, cayó de pleno sobre nuestras cabezas: la sublime martingala que cada cual creía un hallazgo suyo, había infectado también el corazón de todos. Cada cual la alimentaba como sagrado fuego de lucro que iba a enriquecerlo a costa de la necesidad del vecino.

»Por eso cuando el mercado se abrió, ninguna sed honesta, ningún apetito honrado pudo ser satisfecho.

»—¿Precisas bananas, no es cierto? Nada más fácil. Te cambio cada una por cinco mandarinas. Es bien claro.

»—Pero tú mismo, ¿no necesitas acaso mandarinas para tu nutrición? Te es bien fácil adquirirlas. Dame cinco bananas por esta mandarina, y es tuya.

»¡Señores! Todos, todos caímos de boca en la sima abierta. ¡El más nimio postulado, el más elemental criterio de la sensatez para ver la burda trampa nos fueron negados! Todos creímos a pie juntillas que al trocar una banana por cinco naranjas, el damnificado iba a devolvernos generosidad por ratería. Fuimos tan solemnemente tontos que, tarde ya, comprendimos que el arma tenía dos filos. Y allá están, sentados como dioses en descomposición sobre pirámides de alimentos exclusivos que no alcanzan a nutrirlos, verdosos de envidia, con los ojos hambrientos puestos sobre las pirámides vecinas que se van hundiendo a la par de todas, carcomidas por la suficiencia y la especulación.

»Tal cual. ¡Nos morimos, nos asfixiamos de hambre sobre la riqueza! ¿Qué hacer?

Con un ademán de desvarío, el hombre calló. Mirámoslo en silencio, como a un dios, en efecto, que hubiera surgido quién sabe de qué religión de opulencia descompuesta y miserable desnutrición.

De nuestro grupo, entonces, alguien dejó caer unas palabras.

—Quemen ustedes las pirámides —dijo— y con ellas el gusano que las creó y las carcome. Recomiencen luego su vida anterior.

El hombre hambriento abrió cuan grandes eran sus ojos, tembló por un largo instante de la cabeza a los pies y súbitamente se lanzó al bosque, enarbolando un gajo a modo de tea.

No sabemos si siguió el consejo, ni si las estériles y vergonzosas pirámides fueron arrasadas junto con su gusano creador. Dada la distancia que nos separa de aquéllas, la humareda, si existe, no ha llegado todavía hasta nosotros.

Pero esperamos verla algún día.

El invitado

Tras aquel accidente de automóvil que me costó el uso de dos dedos, sufrí en el curso de la infección una carga de toxinas tan extrahumanas, por decirlo así, que las alucinaciones a que dieron lugar no tienen parangón con las de no importa qué delirio terrenal.

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