Apartando la vista de aquel cuadro, la fijé en los carruajes que pasaban.
El landó en que Cecilia se encaminaba a las carreras era un landó en forma de góndola, con barniz azul oscuro y forro blanco. Los grandes casquillos de las ruedas brillaban como si fueran de oro, y los rayos, nuevos y lustrosos, giraban deslumbrando las miradas con espejos de barniz nuevo. Daba grima pensar que aquellas ruedas iban rozando los guijarros angulosos, las duras piedras y la arena lodosa de las avenidas. Cecilia se reclinaba en los mullidos almohadones, con el regodeo y deleite de una mujer que, antes de sentir el contacto de la seda, sintió los araños de la jerga. Iba contenta; se conocía que acababa de comer trufas. Si un chuparrosa hubiera cometido la torpeza de confundir sus labios con las ramas de mirto, habría sorbido en esa ánfora escarlata la última gota de champagne.
Cecilia entornaba los párpados para no sentir la cruda reverberación del sol. La sombrilla roja arrojaba sobre su cara picaresca y su vestido lila un reflejo de incendio. El anca de los caballos, herida por la luz, parecía de bronce florentino. Los curiosos, al verla, preguntaban:
—¿Quién será?
Y un amigo filósofo, haciendo memoria de cierta frase gráfica, decía:
—Una duquesa o una prostituta.
Nada más la enfermita moribunda conoció a esa mujer. Era su hermana.
Lo van ustedes a dudar; pero en Dios y en mi ánima protesto que hablo muy de veras, formalmente. Y después de todo, ¿por qué no han de creer Uds. que yo vivo alegre, muy alegre en el invierno? Veo cómo caen una por una las hojas, ya amarillas, de los árboles; escucho su monótono chasquido al cruzar en mis paseos vespertinos alguna avenida silenciosa; azota mi rostro el soplo de diciembre, como la hoja delgada y penetrante de un puñal de Toledo, y lejos de abrigarme en el fondo de un carruaje, lejos de renunciar a aquellas vespertinas correrías, digo para mis adentros: ¡Ave, invierno! ¡Bendito tú que llegas con el azul profundo de tu cielo y la calma y silencio de tus noches! ¡Bendito tú que traes las largas y sabrosas pláticas con que entretiene las veladas del hogar el buen anciano, mientras las castañas saltan en la lumbre y las heladas ráfagas azotan los árboles altísimos del parque!
¡Ave, invierno! Yo no tengo parque en que pueda susurrar el viento, ni paso las veladas junto al fuego amoroso del hogar; pero yo te saludo, y me deleito pensando en esas fiestas de familia, cuando recorro las calles y las plazas, diciendo, como el buen Campoamor, al ver por los resquicios de las puertas el hogar chispeante de un amigo:
Los que duermen allí no tienen frío
.
¡El frío! Denme ustedes algo más imaginario que este tan decantado personaje. Yo sólo creo en el frío cuando veo cruzar por calles y plazuelas a esos infelices que, sin más abrigo que su humilde saco de verano, cubierta la cabeza por un hongo vergonzante, tiritando, y a un paso ya de helarse, parecen ir diciendo como el filósofo Bias:
Omnia mecum porto
.
¡Pobrecillos! ¡No tener un abrigo en el invierno equivale a no tener una creencia en la vejez!
Siempre he creído que el fuego es lo que menos calienta en la estación del hielo. Prueba al canto.
Conozco a un solterón, hombre ya de cincuenta navidades, rico como Rothschild, egoísta como Diógenes y sibarita como Lord Palbroke. Es rico; tiene una casa soberbia; diez carruajes perfectamente confortables; una servidumbre espléndida y una mesa que haría honor a Lúculo. Nadie al verle recostado en los muelles almohadones de su cómoda berlina, tirada por
two miles
americanos, cubierto por una hopalanda contra la que nada podría el hielo mismo de Siberia; nadie, digo, podría pensar que aquel hombre es desgraciado, perfectamente desgraciado; que aquel soberbio Creso padece de una enfermedad terrible: ¡
el frío
!
Nada más cierto, sin embargo; nuestro hombre, nuestro banquero, nuestro millonario, tiene frío. Y es lo peor que ni la chimenea noruega, ni las pieles asiáticas que tiene en su palacio, son bastantes a combatir aquella nieve eterna. Se encierra en su casa; busca el suave calor de las estufas; abriga sus entumecidos miembros con las pieles traídas por él de San Petersburgo: impide con la espesa
portière
y el luengo cortinaje que algunas ráfagas de viento penetren
sans façon
por las junturas; se cree ya salvo, se hunde en los almohadones de un canapé de invierno; pero está solo, enteramente solo; los placeres le hastían, los amigos lo explotan; no hay un solo corazón que lata con el suyo; no hay una sola mano que enjugue sus lágrimas, si llora; si muere, nadie vendrá a consolarle en su agonía, nadie irá a rezar en su sepulcro: ¿la juventud? ¡ya ha pasado! ¿el amor? ¡imposible! ¿las riquezas? ¡qué valen! ¿el recuerdo? ¡es el remordimiento! ¿la muerte? ¡hela que llega…! Los leños de la chimenea crujen como si también llorasen; tiemblan los cristales; las salas están desiertas y sombrías… ¡qué soledad! ¡qué tristeza! ¡qué horrible frío!
Mi buen amigo:
Sé que me quieres y por eso te escribo robando para ello algún instante a la santa felicidad de mi existencia. ¡Soy tan dichoso! ¿Te acuerdas de mi Lupe? ¡Es tan buena, tan sencilla! ¡Yo la quiero tan a la buena de Dios, como tú dices! ¡Es tan bello el angelito que Dios nos ha dado! ¡Si lo vieras! Tiene la cabecita rubia y los ojos brillantes, húmedos, como su mamá. ¡Alma de mi alma! Cuando le veo dormido en su cuna, con las manos plegadas sobre el pecho; cuando caliento sus entumecidos piececitos con mis besos, me parece que no hay felicidad… ¡qué ha de haber! como la mía, y lloro, sí, no me avergüenzo de decirlo, lloro como un simple, abrazo a Lupe, mi otro ángel, y salto como un niño… ¡vamos! ¡Si creo que voy a volverme loco de contento!
Ven con nosotros; te esperamos. Deja tus monótonos paseos, los cafés, los bailes, los teatros; ven a olvidar tu eterno
spleen
. Ya verás cómo me envidias… Sí, porque la envidia es a veces muy justa y hasta santa. Mira: te dispondremos la alcoba en una pieza tapizada de azul, como a ti te gusta; encontrarás algunos tiestos con flores en la ventana; un sillón cómodo y mullido junto al caliente lecho, y en la mesilla de noche algunos libros, como
Monsieur, Madame et Bebé
.
Ya verás si soy dichoso, cuando en estas largas noches de invierno vuelvo desde temprano a mi casita, y mientras Lupe, con su bata blanca y su rosa, blanca también, en el cabello, toca algún vals de esos que te hacen cosquillas en los pies, yo leo perezosamente algún buen libro, mirando con el rabo del ojo a mi mujer, que es un libro más digno ciertamente de ser leído, que todos los que tú aglomeras en tu biblioteca.
No somos ricos: bien lo sabes; pero cuando después de trabajar durante el día vuelvo a mi hogar, y Lupe, con nuestro ángel en los brazos, sale a recibirme, soy tan feliz, me juzgo tan dichoso que… vas a dudarlo —no me cambiaría por el más opulento millonario—. ¿Qué riquezas hay que puedan compararse con la santa paz de mi alma? Si estás triste, si estás decepcionado, ven a pasar algunos días con nosotros: ¡somos tan felices, que quisiéramos salir por esas calles diciéndolo a voz en cuello, para que todos participasen de nuestra dicha!
CARLOS
Ya lo ve Ud., señora o señorita; mi amigo Carlos, sin estufas, ni abrigos, ni carrozas, disfruta de un calor de que no goza el más encopetado millonario. ¡El alma! He ahí la chimenea que debe conservarse bien provista para las largas noches del invierno.
Car l'hiver ce n'est pas la bise et la froidure
,Et les chemins déserts qu'hier nous avons vus
;C'est le coeur sans rayons, c'est l'âme sans verdure
,C'est ce que je serais quand vous n'y serez plus
!
Tengo para mí que el recuerdo es un calefactor en el que debe pensarse muy de veras, cuando el furor industrial, siempre creciente, agote las minas de carbón de piedra. Yo de mí sé decir que encuentro en el arsenal de mi memoria, así las nieves y el hielo de los polos, como el fuego del África y del Asia. Por eso cuando hundo mí cabeza en la caliente almohada, me arropo con las colchas y espero las blandas caricias del sueño, mientras miro cómo se descompone y se transforma el humo que asciende en espiral de mi cigarro, evoco, si experimento una convulsión de frío, alguna memoria y me caliento a su fantástica sombra. ¿Lo dudáis?
Tengo un amigo entrado ya en años, pero joven de espíritu; poeta, si los hay, aunque en su vida —¡y cuidado si es larga!— ha tenido la ocurrencia de ensartar un verso; padre de dos mocetones, bigotudos y robustos como dos sargentos; y para fin y postre, comerciante. Ello es, empero, que ni la nieve de los números, ni los afanes de la vida práctica, han sido bastantes a aniquilar el poético entusiasmo de mi amigo, que todavía, bajo la escarcha del cabello cano, siente hervir la generosa hoguera de la juventud. Pocas noches hace, departíamos los dos amigablemente, sentados ambos en torno de una mesita de
papier maché
, cargada por más señas con dos tazas chinas de transparente porcelana, una soberbia cafetera llena de sabroso moka, y una caja abierta de codiciables tabacos, frescos todavía por las húmedas brisas de la mar. Hablábamos del frío, y mi amigo, con su voz cascada, narróme, si no me es infiel la memoria, lo siguiente:
—Tenía, allá en mis mocedades, una novia, bella como una figura del Ticiano, rubia como las espigas del trigo y tan sencilla que, a no habérselo dicho yo, no habría sabido, sino hasta Dios sabe cuándo, que era hermosa. ¡Pobre Clara! Ella me quería como quiere una mujer a los quince años. ¡Yo la amaba con todo el fuego de mis veinte mayos, y aún al recordarlo me parece que la amo todavía! Una tarde salimos, como de costumbre, por el campo; ella apoyada en mi brazo; yo confuso y trémulo como el niño que espera la sentencia de algún inocente pecadillo. Sin sentirlo, ella y yo nos alejamos de los que atrás venían, poco a poco internándonos en lo más intrincado del follaje. Yo sentía que su brazo temblaba junto al mío, veía cómo el pudor teñía con un tinte rosado su semblante… De pronto, Clara se desprende de mi brazo, y lanzando una sonora carcajada, corre como una cervatilla por el campo; yo la sigo, ya la alcanzo: tiende los brazos, estrecho su cintura; vuelve ella la cara, miro un pequeño racimo de uva entre sus labios, quiero quitárselo, ella se defiende, y sin quererlo, casi sin pensar en ello, se unen nuestros labios, y un beso el más santo, el más puro, el más sublime, suena de pronto entre aquella soledad y aquel silencio.
¿Dígame Ud. si no producen un calor cariñoso estos recuerdos?
¡Invierno, invierno! ¡Dicen que eres retrato de la vejez! Hoy eres entonces el retrato de la humanidad: ¡todos somos viejos!
Manuel Gutiérrez Nájera
(México, 1859-1895). Dedicó casi la totalidad de su vida al periodismo. Bajo distintos seudónimos, como El Duque Job, fue dando a conocer, en publicaciones de su país una obra de prosa abundantísima y de gran importancia para el modernismo. Autor de numerosos cuentos y relatos que muestran el inicio de la narrativa modernista para la prensa escribió incontables crónicas de temas variados a las que infundió un ajustado estilo ligero y ameno, a veces voluntariamente superficial pero de gran personalidad expresiva. Cultivó también la crítica literaria y teatral pero dejó poco lugar para la actividad poética que a pesar de ser escasa ejerció gran influencia en la renovación lírica de sus años.
Fundó en 1894,junto a Carlos Díaz Dufóo, la Revista Azul que llegó a ser órgano primero y central del modernismo en aquel país.
De temperamento religioso y sensibilidad en esencia romántica, a su poética se la siente acercarse a esa concepción romántico-simbolista de la poesía que nutre lo mejor de la gestión modernista, especialmente en el primer tramo de su órbita. Y ello tanto por su rechazo al realismo y positivismo y el subsecuente sentido idealista que procesara, como por su defensa de la utilidad de la belleza en sí, liberada de la moral y la preocupación humanista y social. Se sentía heredero de la idea del arte por el arte, que en Francia propagara Théophile Gautier, a quien tanto admiró. Tanto sus lecturas francesas, de Musset, entre otros, como las del italiano Leopardi, ayudan a comprender la doble vertiente, romántica y parnasista, por las que discurre su palabra poética.
Nájera supo ver la causa primera y fundamental, el aislamiento, que obraba en la decadencia de la poesía española de entonces.
Y comprendió así como era de necesario\1«\2»\3(título de un ensayo suyo de 1894) por lo que, en consecuencia, propugno la apertura cultural y literaria que caracteriza el modernismo. Defendió, muy alejado de su imagen de afrancesado total, lo permanente y válido de la tradición literaria española a la que, como mexicano, prolongaba (aunque, animado de una oportuna intención paródica, incrustara giros y palabras galicistas en algunas de sus composiciones).
De su romanticismo esencial, que parece aproximarse al simbolismo, nacen los sentimientos centrales que recorren su poesía, y los temas que aquellos conforman: la tristeza y la resignación («Mis enlutadas»); la invitación al placer y a la vida, pero invitación casi angustiada por la premiosidad que de sobre ella impone el sentimiento del tiempo («A un triste»); esta misma conciencia dolorosa pero igualmente resignada de la temporalidad(«Para entonces», «Última Necat»); la búsqueda del sentido oculto de la realidad, que unas veces deviene mensaje pesimista(«Ondas muertas»), y otras es exaltación de la naturaleza en expresión ya modernista(«A la Corregidora»). Y como todos los poetas de su tiempo, la fe salvadora y suprema en la Santa poesía. Pero no falta en su obra la gracia y por la veta parnasista y preciosista que le asistió, dejó exquisitas recreaciones frívolas del esprit francés, aunque adaptadas a ambientes o realidades personales y mexicanas(«La Duquesa Job»).