Cuentos (13 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Cuentos
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Doña Juana anda siempre hecha un lince vigilando a Isabelita, a quien nunca he podido hablar y a quien no me he atrevido a escribir, porque no recibiría mis cartas.

Desde Carratraca presumí, no obstante, que la muchacha me quería, porque involuntaria y candorosamente me devolvía con gratitud y con amor las tiernas y furtivas miradas que yo solía dirigirle.

Fiado sólo en esto vine a este lugar con el pretexto que ya usted sabe.

Haciendo estaría yo el papel de bobo, si no me hubiese deparado la suerte un auxiliar poderosísimo. Es éste la chacha Ramoncica, vieja y lejana parienta de don Gregorio, que vive en su casa como ama de llaves, que ha criado a Isabelita y la adora, y que no puede sufrir a doña Juana, así porque maltrata y tiraniza a su niña, como porque a ella le ha quitado el mangoneo que antes tenía. Por la chacha Ramoncica, que se ha puesto en relación conmigo, sé que Isabelita me quiere; pero que es tímida y tan bien mandada, que no será mi novia formal, ni me escribirá, ni consentirá en verme, ni se allanará a hablar conmigo por una reja, dado que pudiera hacerlo, mientras no den su consentimiento su padre y la que tiene hoy en lugar de madre. Yo he insistido con la chacha Ramoncica para ver si lograba que Isabelita hablase conmigo por una reja; pero la chacha me ha explicado que esto es imposible. Isabelita duerme en un cuarto interior, para salir del cual tendría que pasar forzosamente por la alcoba en que duerme su madrastra, y apoderarse además de la llave, que su madrastra guarda después de haber cerrado la puerta de la alcoba.

En esta situación me hallo, mas no desisto ni pierdo la esperanza. La chacha Ramoncica es muy ladina y tiene grandísimo empeño en fastidiar a doña Juana. En la chacha Ramoncica confío.

Del mismo al mismo

15 de abril.

Mi querido y respetado maestro: La chacha Ramoncica es el mismo demonio, aunque, para mí, benéfico y socorrido. No sé cómo se las ha compuesto. Lo cierto es que me ha proporcionado para mañana, a las diez de la noche, una cita con mi novia. La chacha me abrirá la puerta y me entrará en la casa. Ignoro a dónde se llevará a doña Juana para que no nos sorprenda. La chacha dice que yo debo descuidar, que todo lo tiene perfectamente arreglado y que no habrá el menor percance. En su habilidad y discreción pongo mi confianza. Espero que la chacha no habrá imaginado nada que esté mal; pero en todo caso, el fin justifica los medios, y el fin que yo me propongo no puede ser mejor. Allá veremos lo que sucede.

Del mismo al mismo

17 de abril.

Mi querido y respetado maestro: Acudí a la cita. La pícara de la chacha cumplió lo prometido. Abrió la puerta de la calle con mucho tiento y entré en la casa. Llevándome de la mano me hizo subir a obscuras las escaleras y atravesar un largo corredor y dos salas. Luego penetró conmigo en una grande estancia que estaba iluminada por un velón de dos mecheros, y desde la cual se descubría la espaciosa alcoba contigua. La chacha se había valido de una estratagema infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás hubiera yo consentido en realizarle. Vamos… si no es posible que adivine usted lo que allí pasó. Don Gregorio se había quedado aquella noche a dormir en la casería, y la perversa chacha Ramoncica, engañándome, acababa de introducirme en el cuarto de doña Juana. ¡Qué asombro el mío cuando me encontré de manos a boca con esta señora! Dejo de referir aquí, para no pecar de prolijo, los lamentos y quejas de esta dama. Las muestras de dolor y de enojo, combinadas con las de piedad, al creerme víctima de un amor desesperado por ella, y los demás extremos que hizo, y a los cuales todo atortolado no sabía yo qué responder ni cómo justificarme. Pero no fue esto lo peor, ni se limitó a tan poco la maldad de la chacha Ramoncica. A don Gregorio, varón pacífico, pero celoso de su honra, le escribió un anónimo revelándole que su mujer tenía a las diez una cita conmigo. Don Gregorio, aunque lo creyó una calumnia, por lo mucho que confiaba en la virtud de su esposa, acudió con don Ambrosio para cerciorarse de todo.

Bajó del caballo, entró en la casa y subió las escaleras sin hacer ruido, seguido de su cuñado. Por dicha o por providencia de la chacha, que todo lo había arreglado muy bien, don Gregorio tropezó en la obscuridad con un banquillo que habían atravesado por medio y dio un costalazo, haciendo bastante estrépito y lanzando algunos reniegos.

Pronto se levantó sin haberse hecho daño y se dirigió precipitadamente al cuarto de su mujer. Allí oímos el estrépito y los reniegos, y los tres, más o menos criminales, nos llenamos de consternación. ¡Cielos santos! —exclamó doña Juana con voz ahogada—. Huya usted, sálveme; mi marido llega. No había medio de salir de allí sin encontrarse con don Gregorio, sin esconderse en la alcoba o sin refugiarse en el cuarto de Isabelita, que estaba contiguo. La chacha Ramoncica, en aquel apuro, me agarró de un brazo, tiró de mí, y me llevó al cuarto de Isabelita, con agradable sorpresa por parte mía. Halló don Gregorio tan turbada a su mujer, que se acrecentaron sus recelos y quiso registrarlo todo, seguido siempre de su cuñado. Así llegaron ambos al cuarto de Isabelita. Ésta, la chacha Ramoncica como tercera y yo como novio, nos pusimos humildemente de rodillas, confesamos nuestras faltas y declaramos que queríamos remediarlo todo por medio del santo sacramento del matrimonio. Después de las convenientes explicaciones y de saber don Gregorio cuál es mi familia y los bienes de fortuna que poseo, don Gregorio, no sólo ha consentido, sino que ha dispuesto que nos casemos cuanto antes. Doña Juana, a regañadientes, ha tenido que consentir también, a lo que ella entiende para salvar su honor. Y hasta me ha quedado muy agradecida, porque me sacrifico para salvarla. Y más agradecida ha quedado a Isabelita, que por el mismo motivo se sacrifica también, a pesar de lo enamorada que está de don Ambrosio.

No he de negar yo, mi querido maestro, que la tramoya de que se ha valido la chacha Ramoncica tiene mucho de censurable; pero tiene una ventaja grandísima. Estando yo tan enamorado de doña Juana y estando Isabelita tan enamorada de don Ambrosio, los cuatro correríamos grave peligro si mi futura y yo nos quedásemos por aquí. Así tenemos razón sobrada para largarnos de este lugar, no bien nos eche la bendición el cura, y huir de dos tan apestosos personajes como son la madrastra de Isabelita y su hermano.

De Doña Juana a Doña Micaela, hermana del Padre Gutiérrez

4 de mayo.

Mi bondadosa amiga: Para desahogo de mi corazón, he de contar a usted cuanto ha ocurrido. Siempre he sido modesta. Disto mucho de creerme linda y seductora. Y sin embargo, yo no sé en qué consiste; sin duda, sin quererlo yo, y hasta sin sentirlo, se escapa de mis ojos un fuego infernal que vuelve locos furiosos a los hombres. Ya dije a usted la vehemente y criminal pasión que en Carratraca inspiré a don Pepito, y lo mucho que éste me ha solicitado, atormentado y perseguido, viniéndose a mi pueblo. Crea usted que yo no he dado a ese joven audaz motivo bastante para el paso, o mejor diré, para el precipicio a que se arrojó hace algunas noches. De rondón, y sin decir oste ni moste, se entró en mi casa y en mi cuarto para asaltar mi honestidad, cuando estaba mi marido ausente. ¡En qué peligro me he encontrado! ¡Qué compromiso el mío y el suyo! Don Gregorio llegó cuando menos lo preveníamos. Y gracias a que tropezó en un banquillo, dio un batacazo y soltó algunas de las feas palabrotas que él suele soltar. Si no es por esto, nos sorprende. La presencia de espíritu de la chacha Ramoncica nos salvó de un escándalo y tal vez de un drama sangriento. ¿Qué hubiera sido de mi pobre don Gregorio, tan grueso como está y saliendo al campo en desafío? Sólo de pensarlo se me erizan los cabellos. La chacha, por fortuna, se llevó a don Pepito al cuarto de Isabel. Así nos salvó. Yo le he quedado muy agradecida. Pero, aún es mayor mi gratitud hacia el apasionado don Pepito, que, por no comprometerme, ha fingido que era novio de Isabel, y hacia mi propia hija política, que ha renunciado a su amor por don Ambrosio y ha dicho que era novia del joven malagueño. Ambos han consumado un doble sacrificio para que yo no pierda mi tranquilidad ni mi crédito. Ayer se casaron y se fueron enseguida para esa ciudad. Ojalá olviden ahí, lejos de nosotros, la pasión que mi hermano y yo les hemos inspirado. Quiera el cielo que, ya que no se tengan un amor muy fervoroso, lo cual no es posible cuando se ha amado con fogosidad a otras personas, se cobren mutuamente aquel manso y tibio afecto, que es el que más dura y el que mejor conviene a las personas casadas. A mí, entretanto, todavía no me ha pasado el susto. Y estoy tan escarmentada y recelo tanto mal de este involuntario fuego abrasador que brota a veces de mis ojos, que me propongo no mirar a nadie e ir siempre con la vista clavada en el suelo.

Consérvese usted bien, mi bondadosa amiga, y pídale a Dios en sus oraciones que me devuelva el sosiego que tan espantoso lance me había robado.

Madrid, 1897.

Los cordobeses en Creta

(Novela histórica a galope)

Sr. D. Miguel Moya.

Mi distinguido amigo: Para
El Liberal
del domingo próximo me pide usted amablemente que escriba yo algo sobre las cosas que en las antiguas edades, pasaron en la isla de Creta. Grande, es mi deseo de complacer a usted, pero tropiezo con dos dificultades. En breves palabras, y ciñéndome a lo consignado por mitólogos e historiadores, ¿qué podré yo decir que tenga alguna novedad, que no sea un extracto de lo que ellos dijeron, y que no esté mejor dicho en cualquier Diccionario enciclopédico? Y si acudo a mi imaginación y añado con ella algo a lo ya sabido, no tendrá consistencia ni se entenderá lo que yo añada, si lo ya sabido no se pone por base, lo cual no es posible que quepa en una o dos columnas del apreciable periódico que usted dirige. De aquí que ni de una suerte ni de otra pueda yo escribir con acierto para el fin que usted quiere. No es esto, sin embargo, lo que más me aflige. Lo que más me aflige es que, desde hace muchísimos años, desde antes que hubiese pensado yo en escribir novelas de costumbres del día, se me había ocurrido escribir una novela histórica sobre Creta, y hasta había forjado el plan, aunque confusa y vagamente. Hubiera sido mi novela un pasmoso tejido de extraordinarias aventuras, con un fundamento real del que la historia da testimonio, aunque conciso. Mi deseo de escribir esta novela no se ha disipado nunca. Lo que se ha disipado es mi esperanza. Para escribirla como yo me la figuraba era menester reunir y, formar un inmenso aparato de erudición, y para esto me faltó siempre la paciencia. Hoy, por mi desgracia, además de la paciencia, me falta la vista. No puedo consultar la multitud de librotes, antiguos y modernos, y escritos en diferentes lenguas, de donde sacaría yo el color
local
y
temporal
que mi proyectada obra requiere. La obra, pues, tiene que quedarse en proyecto. Y ya que en proyecto se queda, para libertarme de su obsesión y para probarle a usted que si no puedo, quiero darle gusto, voy a poner aquí el proyecto en muy breve resumen.

* * *

En el reinado de Alhakem I, por los años 218 de la Égira, había en Córdoba un rico mercader llamado Abu Hafáz el Goleith, natural del cercano lugar de Fohs Albolut. En su bazar, situado en una de las calles más céntricas, se veían reunidos los más preciosos objetos de la industria humana, así de lo que en nuestra península se producía como de lo traído de remotas regiones, de Bagdad, de Damasco, de Bocara, de Samarcanda, de la Persia, de la India y del apenas conocido inmenso Imperio del Catay. Abu Hafáz tenía naves propias, que iban a los puertos de Levante a proveerse de mercancías.

En una tarde de primavera entró en el bazar de Abu Hafáz una dama tapada, acompañada de su sirvienta. Aunque él no le vio la cara, admiró la gracia y gallardía de su andar, la esbeltez y elegancia de su talle, cierto inefable prestigio seductor que como nimbo luminoso la circundaba, y la aristocrática belleza de sus blancas, lindas y bien cuidadas manos.

La dama quiso ver cuanto de más rico en el bazar había. Abu Hafáz, lleno de complacencia, fue ofreciendo ante sus ojos, y poniendo sobre el mostrador, mil extraños primores en joyas y en telas. Ella no se saciaba de mirarlas. Era muy curiosa. El mercader le dijo:

—Aun no te he mostrado, sultana, lo más espléndido y peregrino que mi tienda atesora.

—¿Y para qué lo escondes y no me lo muestras? —dijo ella.

—Porque soy interesado y no quiero trabajar en balde. Muéstrame tú la cara y yo en pago te enseñaré mis mejores riquezas.

La dama no se hizo mucho de rogar. Apartó el rebozo, y dejó ver el más bello y agraciado semblante que el mercader había podido ver o soñar en toda su vida. Agradecido y entusiasmado, trajo entonces perlas de Ormuz, diamantes de Golconda y tejidos de seda, venidos del Catay y bordados con tal esmero y maestría, que no parecía labor de seres humanos, sino de hadas y de genios.

De la mejor y más estupenda de aquellas telas bordadas se prendó la dama incógnita, quiso comprarla, y pidió el precio.

—Es tan cara —dijo el mercader— que acaso no quieras o no puedas pagarla; pero si tienes buena voluntad, la tela te saldrá baratísima.

—Acaba. Di lo que me costará la tela.

—Pues un beso de tu boca —replicó el mercader.

Enojada la dama de aquella irrespetuosa osadía, se cubrió el rostro, volvió las espaldas a Abu Hafáz y salió del bazar seguida de su sierva.

Quiso el mercader seguirla para averiguar dónde moraba y quién era; pero la dama había desaparecido en el laberinto de las estrechas calles.

Pintaría luego la novela el furioso enamoramiento de Abu Hafáz y su desesperación durante cinco o seis días, a pesar de mil cuidados y misteriosos asuntos que le preocupaban y ocupaban.

Al cabo la sierva viene al bazar y le dice que su señora no puede dormir ni sosegar, pensando siempre en la tela y anhelando poseerla; que cede, por lo tanto, y que al día siguiente, al anochecer, vendrá al bazar con mucho recato y dará por la tela el precio que se la pide.

La dama acude en efecto a la cita. El mercader averigua entonces que está en el harén del sultán, de donde ella ha salido a hurtadillas, mientras el sultán está en la sierra cazando jabalíes. Ella se llama Gláfira. Es natural de una pequeña aldea situada en la falda del monte Ida. Aunque su familia era pobre, presumía de alta y antigua nobleza. Su estirpe se remontaba a las edades míticas. Contaba entre sus antepasados curetes y dáctilos 1 ideos, de los que tejiendo danzas guerreras al son de los clarines y, al estruendo de sus broqueles heridos por el pomo de las espadas rodearon a Zeus cuando niño, e impidieron que Cronos le oyera y le devorara.

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