Read Cuentos para gente impaciente Online
Authors: Javier de Ríos Briz
—¡Padre! ¡Padre me mata!
Creo que me estoy acostumbrando a despertarme todas las mañanas con una desconocida a mi lado. Aunque se me hace un poco raro pensar que ella me quiere mucho, y que yo antes la quería todavía más.
Me ducho como puedo gracias a que en la pared del baño hay dos agarraderas metálicas que alguien instaló para mí. O quizás siempre han estado ahí.
Me visto como todas las mañanas, con parsimonia. Dentro de un viejo armario, ya casi tomado por las termitas, voy encontrando mi ropa. Las camisas, colgadas de las perchas, en silenciosa procesión, soñando probablemente con viejos maniquíes, que a su vez sueñan con camisas, tirados en un viejo almacén. Los pantalones, primorosamente planchados, repartidos, unos en perchas, otros en cajones.
Al pie de la cama encuentro un par de zapatos de cordones, negros, brillantes.
No puedo evitar fijarme que los cajones de la cómoda lucen unos pequeños cartelitos pegados con cello, pero no distingo bien lo que pone en ellos. Llevado por una intuición, abro el primer cajón de la mesita de noche; se supone que la mía, porque hay una a cada lado de la cama. Acierto: hay dos pares de gafas, así que me pongo unas, e intento leer los cartelitos de la cómoda. Veo peor que antes, así que pruebo con el otro par. Sí, ya veo lo que pone, el de arriba dice CALCETINES, el segundo CALZONCILLOS, y el de abajo CORBATAS y PAÑUELOS. Supongo que mi mujer es una maniática del orden, y necesita poner estos letreritos para organizarse. El caso es que en la cocina continúa el baile de nombres, que si CUCHARAS por aquí, que si TAZAS y VASOS por allá. No haría falta tanto mensaje, si se guardaran todos los días las cosas en su sitio, como Dios manda.
Me preparo un café con leche, y el primer sorbo me sabe muy amargo. Como no encuentro el azúcar le echo seis o siete pastillas de SACARINA, EDULCORANTE DIETÉTICO. ¡Dios, sabe a rayos!
Salgo a la terraza para comprobar qué día hace. La temperatura es buena, pero no veo un pimiento a lo lejos, así que vuelvo a la habitación y cambio de gafas. Mi mujer sigue durmiendo como una marmota. Parece no importarle lo más mínimo el hecho de que ya sean las siete de la mañana.
Vuelvo a asomarme a la terraza, y esto ya es otra cosa. Sin dificultad veo el puerto, donde una pléyade de hombres y máquinas trabajan cargando y descargando mercancías, y algún inmigrante ilegal que otro. ¡Pobrecillos, aquí ya nadie recuerda cuántos de nosotros tuvimos que salir fuera! Desde aquí los grandes contenedores parecen azucarillos de colores. Esto me recuerda el horrible sabor de la SACARINA, EDULCORANTE DIETÉTICO.
Alguien ha dejado mis llaves tiradas en la mesa de la cocina. En lugar de colgar de un llavero normal, de propaganda de un garaje, por ejemplo, cuelgan de una etiqueta como las que tienen algunas maletas, en la que pone mi nombre y mi dirección. ¡Quién habrá tenido una idea tan absurda! Las llaves y la dirección juntas. Si se me perdieran, aunque ya se que es improbable, nos limpiarían la casa. No dejarían ni los letreritos.
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Me gusta pasear hasta que la ciudad queda atrás, y el color verde comienza a entrar por mis ojos cansados. A ambos lados de la carretera, un conjunto anárquico de huertas minúsculas se reparten el escaso terreno cultivable. Antes esto no era así. O eso creo yo.
Decenas de jubilados hacen el mismo recorrido que yo, sólo que unos van y otros vienen. Algunos me saludan con una leve inclinación de cabeza, pero yo no sé quiénes son. Aún así, siempre contesto a los saludos, no quiero quedar mal con nadie. Finalmente, uno de los que vienen se para a hablar conmigo, y me pregunta por mi mujer. Respondo que bien, gracias. Después me pregunta por mis hijos y nietos, y le respondo que bien, gracias, aunque no estoy muy seguro de que sea una buena respuesta.
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Mi mujer pone una cazuela con sopa a calentar cuando me ve aparecer en la puerta de la cocina.
—Vete a la habitación a quitarte los zapatos.
Así lo hago. Al pie de la cama hay unas zapatillas de cuadros. Me las pongo, y dejo los zapatos en su lugar. Cuando vuelvo a la cocina ya hay dos platos de sopa en la mesa.
—Llegas tarde. Son casi las cuatro y media —dice mi mujer mientras sorbe la sopa con su boca desdentada.
Al principio no sé que decir.
—Ya sabes que no tengo hora fija —digo finalmente. Por decir algo.
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Después de comer intento conciliar el sueño en el sofá del salón, pero no lo consigo, así que decido salir un poco a la calle a pasear. En mi habitación están los zapatos, al pie de la cama. Dejo mis zapatillas en su lugar. Bajo a la calle. La verdad es que ahora no me apetece mucho andar, estoy cansado, puede que sea sueño. Subo a casa. Entro en mi habitación, y dejo los zapatos al pie de la cama, después de ponerme las zapatillas. Voy al salón, y me tumbo un poco en el sofá. No tengo sueño. Enciendo la televisión, parece que ponen un culebrón sudamericano, y lo intento seguir durante unos minutos. No puedo, es demasiado pesado, hablan, y hablan, y hablan, y no dicen nada. Decido bajar a la calle a dar una vuelta, puede que encuentre a alguien conocido, y charlemos un ratito. Voy a mi habitación, me pongo mis zapatos que están al pie de la cama, y dejo las zapatillas en su lugar. Bajo a la calle. Estoy cansado, decido subir a casa.
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Me despierto por la mañana, bruscamente, posiblemente a causa de las pesadillas. Últimamente hay una que se repite con frecuencia: estoy ocupando un puesto de trabajo en Altos Hornos de Vizcaya, (todo el mundo sabe que soy escritor, y que siempre he trabajado en casa), y de repente aparece un hombre que me pone una mano en el hombro, y con su mano libre me tiende un sobre; yo abro el sobre, extraigo un papel de su interior y lo leo: JUBILACIÓN ANTIPADA, INCAPACIDAD LABORAL. Es algo realmente absurdo.
Finísimos rayos de luz se cuelan por las rendijas que deja la persiana, ya vieja. A mi lado está mi mujer. La miro mientras intento recordar como nos conocimos. No lo consigo. Sólo sé que nunca la he querido demasiado.
Me ducho. Estoy a punto de resbalar, pero me sostengo con la ayuda de unas extrañas agarraderas metálicas. Me visto como todas las mañanas, con el precioso batín de cuadros rojos y negros, que invariablemente guardo en mi armario. Parezco un marqués.
A los pies de la cama hay unos zapatos, con cordones, negros, brillantes. Me los pongo. Me fijo en la cómoda. Alguien se entretuvo ayer en pegar unos papelitos a los cajones en los que parece poner algo. Me acerco todo lo que puedo, hasta que por mi nariz entra un desagradable olor a barniz de mala calidad, pero no soy capaz de leerlo. Quizás debería ir pensando en ponerme gafas. Siempre he sido un poco cabezón, y me he negado sistemáticamente a ir al óptico.
Salgo a la terraza. Hace buen día. Puedo comprobar que de lejos veo tan mal como de cerca. Creo que ahora hay unas gafas que solucionan todos los problemas a la vez. Me lo pensaré.
Decido bajar al bar de la esquina a desayunar, como todos los días.
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A la hora de la comida mi mujer ha sacado una pequeña caja de color azul de uno de los armarios de la cocina, y me ha dicho:
—A partir de hoy tienes que tomarte una de estas pastillas a la hora de la comida, y otras dos a la hora de la cena.
Me va a estallar el estómago con tanto fármaco, pero en fin, por el momento he decidido no protestar, porque supongo que es por mi bien. Aunque estoy empezando a pensar que mi mujer tiene una sospechosa tendencia a atiborrarme con esas malditas drogas, para tenerme más controlado.
Después de comer me he quedado dormido en el sofá del salón. He soñado con elefantes rosas. ¿Qué significará? ¿Habré hecho mal tomando la pastilla nueva con vino?
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Me levanto porque ya no puedo dormir. Cojo la ropa que tuve puesta ayer de la silla, y voy a oscuras hasta el baño para no despertar a mi mujer. Miro el reloj, no consigo ver bien la hora, cada vez hacen las esferas de los relojes más pequeñas, deben de ser las cuatro o las cinco de la mañana. Me visto, vuelvo a la habitación, y con la luz que proyecta el baño hacia ella localizo mis zapatos al pie de la cama. En la cocina si puedo ver la hora, ya que el reloj hortera, imitación de un timón de barco, tiene un tamaño más que respetable, y si a ello añadimos que me subo a una silla para verlo más de cerca, pues queda explicado que al fin consigo averiguar que son las cuatro y cuarto. Salgo a la terraza, la noche está cerrada, y no se ve absolutamente nada. La farola que hay cerca de mi portal estará fundida como siempre. Hace frío, supongo que debido a la hora. Me preparo un café con leche, con mucho azúcar, que soy bastante goloso. Mis llaves están encima de la mesa. Mi chaqueta de pana en el perchero. Me voy a dar un paseo.
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Le he echado una buena bronca a mi mujer, porque la comida no estaba a su hora, como Dios manda. Soy un hombre de costumbres fijas, a no ser que pase algo fuera de lo común, y no estoy dispuesto a transigir en lo que respecta a los horarios. Soy muy estricto en eso. Después me he sentado en mi sillón favorito para ver los noticiarios. Tengo que confesar que me pierdo un poco entre tanta noticia laberíntica. No sé hacia donde va este mundo de locos, con tanta gente desubicada, con tanta gente que no sabe a ciencia cierta cual es su papel en esta vida.
Repentinamente, cuando estaba a punto de dejarme envolver por un sueño reparador, arrullado por la monótona voz de un locutor de rostro desconocido, posiblemente nuevo en su oficio, se ha acercado mi mujer por detrás, y me ha dicho:
—Dentro de una hora viene tu hijo Javier a verte.
—Ya me extraña. Hace siglos que no se deja caer por aquí.
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Llaman a la puerta. Justo cuando estaba en la mejor parte de la siesta. ¡En la que duermes! Tengo que ir yo, como siempre. Abro la puerta, y casi me doy de bruces con un hombre que intenta entrar.
—¡Joder! ¡Ya tardáis en abrir!
—Un momento, joven, yo no le he invitado a entrar.
—Venga, papá, no me digas que no me reconoces.
—Claro que sé quien eres. Eres mi hijo Javier, ¿no creerás que soy tonto?
Venga, pasad.
Pasad, sí, porque no viene sólo. Le acompaña una mujer que no he visto en mi vida. Hijas no tuve, de eso estoy seguro. Sólo dos hijos, y uno de ellos, Nacho, vive en Barcelona.
Aparece mi mujer, y ella si parece conocer a la desconocida, o sea que ya no es una desconocida, bueno, yo ya me entiendo. Se estampan la una a la otra un par de buenos besos en las mejillas.
—Hola, Javi. Hola Irene, pasad al salón, que tenemos que hablar. Hace casi un año que no nos veíamos.
Yo, como no tengo nada que hacer, me bajo a la calle a dar un paseo.
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Me despierto por culpa de mi mujer que está subiendo la persiana, haciendo un ruido horrible. Me incorporo en la cama. La luz entra a raudales en la habitación, deslumbrándome, humillándome porque me hace bajar la cabeza.
—¿Qué hora es? —pregunto yo.
—Son casi las ocho y media, cariño. Vete a ducharte, te he dejado en el baño una muda limpia y la ropa de los domingos. Aquí tienes tus zapatos, al pie de la cama, como siempre.
—Hoy no es domingo. ¿O sí?
—No, pero nos va a llevar tu hijo Javi a un sitio, y hay que ir presentables.
—¿Va a venir Javi? ¡Hace siglos que no le vemos! Y su mujer, ¡que maja era!
¿Como se llamaba? Creo que Irene, ¿no?
—Sí, Irene se llama. Venga vete a ducharte.
Algo raro le pasa a mi mujer. Está nerviosa, esas cosas las noto yo enseguida. Tiene un extraño brillo en la mirada, como si hubiera estado llorando. Cierro la puerta del baño, y empiezo a quitarme el pijama. Al otro lado de la puerta me parece oírla enredando en el armario, y haciendo un ruido del demonio. Me pregunto qué diantre estará buscando.
Me meto en la ducha. Me resultan tremendamente útiles unas agarraderas metálicas que instaló mi hijo Javier el año pasado. Menudo susto se pegó toda la familia aquel día que me resbalé en la bañera.
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Llaman a la puerta. Tengo que ir yo, como siempre. La abro, y delante de mí
aparece mi hijo Javier. Estoy a punto de dar con la puerta en las narices a una mujer que venía detrás.
—Perdone usted, no la había visto.
—No trates de usted a Irene, papá, por favor.
—Perdona, no te había visto.
La tiparraca no se molesta ni en contestarme, y me arroja una mirada furiosa, de esas que solo saben destilar las mujeres.
—¿Por qué no has avisado que venías, Javi? —pregunto a mi hijo, que se me queda mirando durante unos instantes antes de responder.
—Se me ha olvidado, papá, lo siento. ¿Dónde está mamá?
—Está en el baño peinándose, dice que vamos a no sé donde. Hacía mucho tiempo que no se ponía tan guapa, parece que vamos a una fiesta. Bueno, yo me voy a dar un paseo, mientras.
—Déjate de decir tonterías, y siéntate en el salón un momentito. Irene te hará compañía.
Nos sentamos los dos en el salón. Yo en mi sillón favorito, y ella en el sofá grande, al que sólo recurro cuando quiero echar la siesta. Ella me mira desafiante, y yo me propongo hacer lo mismo todo el tiempo que haga falta, pero me entra sueño enseguida, y no puedo evitar que los ojos se cierren desafiando mis ordenes.
Me parece que sólo han pasado unos minutos, cuando me despierta mi hijo.
—Venga, papá, que no es momento de dormir.
—Claro. —dice mi mujer—Toda la noche danzando por la casa, y ahora por el día se duerme hasta de pie.
—Eso es mentira. Yo por las noches duermo muy bien
—Bueno. —me interrumpe mi hijo Javier—. Ya está bien, todos para abajo, que tengo el coche en doble fila. A ver si me van a cascar una multa por vuestra culpa.
—Nadie me había dicho que nos ibamos.—contesto yo, lógicamente enfadado—Si sé que salíamos, me hubiera puesto mi traje de los domingos. Nadie me hace caso, y me empujan hacia la puerta a empujones. Mi hijo lleva una maleta enorme. Cuando llegó no me di cuenta de que la llevara. No sé donde se creerá que vamos.
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Me gusta viajar en automóvil. Bueno, ahora los llaman de otra manera. Me han dejado ir delante con mi hijo, con la condición de que me ate el cinturón de seguridad. Me oprime un poco el pecho, pero no me importa. Me gusta ir al lado del conductor. Detrás va la mujer de mi hijo, es muy simpática y se llama Irene. También viene mi mujer, que está hurgando en su bolso. Finalmente, parece que encuentra lo que buscaba, y me lo da.