Cuidado con esa mujer (18 page)

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

BOOK: Cuidado con esa mujer
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La ancha cama estaba cubierta por una colcha de satén verde oscuro, y Clara se tumbó en ella y se estiró. Después se desvistió lentamente. Bajo ella, el satén era suave y fresco, y su cuerpo cálido. Rodó a un lado y a otro sobre el satén, inhalando su cuerpo el lujo de este material, y vio a Leonard que se acercaba a la cama. Sonrió a Leonard y éste le sonrió a su vez. Clara cerró los ojos mientras sus brazos la envolvían.

Y entonces ella se rió interiormente. Era una risa de excesivo goce. Gozaba con el poder que él tenía, y al mismo tiempo obtenía placer al darse cuenta de su debilidad. Se felicitaba a sí misma por haberle analizado tan deprisa. Alababa la manera en que le había reducido a su tamaño mental real y le había puesto en la categoría que ella había esperado encontrar y ahora había encontrado, y ahora abrazaba y apretaba, y agarraba y abrazaba y abrazaba. Porque éste era el hombre. Tenía todos los atributos que le podían proporcionar placer, y todas las debilidades que ella podía utilizar no sólo para conquistarle, sino para conservarle conquistado. El jugador de fútbol. Se rió. El jugador de polo. Se rió. El rubio y fuerte heredero de la parte alta de la ciudad, el cuero púrpura, la colcha de satén verde. Y se rió, sabiendo plenamente que él hacía tiempo que estaba buscando a alguien como Clara, alguien que no había podido encontrar en el reino de las debutantes con cuellos de cisne y cuerpos lisos y flacos como tallos. Atacaba como un toro mostrando los dientes. Muy bien, todo muy bien, y ella se rió. Presumido y erguido detrás del volante, y sus muñecas tan gruesas, sus ojos superiores, su dentadura perfecta para morder un bistec de diez centímetros, la tela impecable de su traje, sus músculos perfectos y hercúleos, y ella se rió. Este completo necio, este Halvery, este extraordinario centro Dartmouth, este noble de Filadelfia, esta presa, esta presa perfecta. Y en realidad él pensaba que estaba consiguiendo un triunfo, en realidad tenía una brillante imagen de sí mismo como agresor, hojas de laurel sobre su cabeza, un campeón, un vencedor. Su misma ferocidad era para Clara muestra de algo rastrero, servil y cobarde, enterrado muy al fondo de la orgullosa capa exterior, y ella era la que iba a hacerlo salir. Eso lo dejaba para más adelante. El rico sabor, para ahora.

El placer ardía dentro de Clara, se convirtió en parte del calor vicioso, y abrió los ojos y miró el rostro sudoroso de Leonard. Y le puso las manos sobre la cara, le clavó los dedos en las mejillas, trabajó su carne con las yemas, estrujó y tironeó, y, hundiéndole los dedos en las mejillas, empujando su cabeza hacia atrás de manera que el cuello le quedaba estirado, sonrió a Leonard con la boca abierta para mostrar sus dientes relucientes y regulares.

En este momento, los ojos verde oscuro de Clara estaban inflamados por la conquista. En este instante comprendió que iba a tener todo lo que siempre había querido o iba a querer.

En este momento, Leonard vio algo en los ojos de Clara que clavaron una espada de hielo en su cuerpo ardiente. Hundiéndose en él, retorciéndose mientras se hundía, desgarrándose en el calor, era un temor espantoso y Leonard lo sabía, pero no pudo reconocer las cosas que implicaba. Trató de reconocer esas cosas y establecerlas en su mente para poder examinarlas y sacar conclusiones de ellas; en aquel momento Clara movió las manos y aferró su cuerpo, y la espada se deshizo.

13

En la verde cara del despertador, las manecillas indicaban las tres. Ervin se dio la vuelta y se quedó de espaldas, suplicó a George Ervin que conciliara el sueño, se llamó a sí mismo pobre viejo George e insomne George, e intentó sonreír ante su falta de sueño y no pudo hacerlo. Refunfuñó contra el dolor que sentía en sus ojos cansados y el cansancio de su cuerpo. Se giró, volvió a girarse, dio la vuelta otra vez y se preguntó si un vaso de agua fría le ayudaría a quedarse dormido. Gruñó y se obligó a salir de la cama. Luego echó otro vistazo al despertador y vio que las manecillas señalaban las tres y miró la cama que ahora estaba vacía. Se preguntó dónde estaba Clara.

En el cuarto de baño, George llenó un vaso con agua fría, probó unos sorbos, no pudo encontrar ningún gusto ni frescor ni alivio en el agua. Volvió al dormitorio principal y encendió la luz.

Empezó a vestirse.

No podía entender por qué se estaba vistiendo. Pensó que quizás iba a salir a buscar a Clara. Quizás había ido a dar un paseo y le había ocurrido algo. Intentó pensar qué le podía haber ocurrido.

Mientras bajaba la escalera la perplejidad disminuyó. Tuvo la sensación de que no iba a salir a buscar a Clara. Iba a salir porque quería salir de aquel dormitorio y de aquella casa. Quería salir a tomar el aire de la noche y quería caminar. Si Clara estuviera allí no podría hacerlo porque entonces tendría que explicárselo, y no había ninguna explicación a este deseo de salir de casa y caminar solo en la noche. Siempre tenía que explicárselo todo a Clara. Se alegraba de que ahora no estuviera allí. Se alegraba de ser libre, de salir y caminar en la oscuridad primaveral.

El aire era fresco, y había algo tranquilizadoramente puro en él.

George aspiró el aire fresco y lo sintió penetrar en su cabeza. Tenía una cualidad purificadora. Había algo nuevo y tentador en este pasear solo en la noche tranquila.

El dolor de cabeza que había tenido durante todo el día ahora había desaparecido. Disfrutaba con esa idea. Este paseo nocturno era bueno para él. Un paseo al aire libre era un buen preliminar para el sueño. Se alegraba mucho de haberlo descubierto. Confiaba en que cuando volviera a casa sería capaz de quedarse dormido. Y a medida que pasaban los minutos, la confianza pasó a ser un conocimiento definitivo, de manera que dio por supuesto que podría dormir.

Todo esto era muy satisfactorio. Esa novedad le produjo curiosidad hacia otras cosas que podrían ser nuevas y satisfactorias y, por tanto, muy razonables, igual que ésta. Era un pensamiento lleno de fuerza; había algo temerario y refrescante en cada paso que daba en la calle.

George había caminado cuatro manzanas hacia el norte. Ahora dio media vuelta e inició el regreso a casa.

El asunto de aquella tarde en la tienda no le había conducido a ninguna parte, pero había algo en lo que el hombre del cabello gris había dicho. Clara vivía en su casa, y por lo tanto no era necesario investigarla desde fuentes externas. Él no podía comprender por qué quería investigarla, lo único que sabía era que sentía esa perplejidad respecto a Clara, esa perplejidad que ella le había transmitido con cada feroz impacto de la mano en su cara la otra noche. Algo tan violento en sus ojos, en contradicción con la tensión calmante en su rostro cuando le decía que lo hacía solo para ayudarle. Esa contradicción, que relumbraba sobre el desordenado aunque significativo fondo de otras muchas cosas que Clara había hecho en los últimos tres años. El firme chasquido de su mano contra la cara suya, y el firme aguijonazo de su voz. El firme cambio que se había producido en George Ervin en estos últimos tres años, el cambio que se había producido en Evelyn. Era tan urgente esta necesidad de sondear a Clara y de descubrir las razones básicas de estas cosas…

George cruzó una calle. Estaba a dos manzanas de su casa.

Mañana, decidió, tendría una charla con Clara. Tenía que planear esa charla ahora. Tenía que esbozarla en su mente y saber no sólo las palabras que debía decir, sino el orden de esas palabras y la progresión de las ideas. Por ejemplo, debía enfocar el tema gradualmente, poco a poco y con mucho cuidado.

—Sí —dijo en voz alta.

El sonido de su propia voz le asombró, y no supo qué pensar de su actitud. Esto era tan nuevo y tan asombrosamente diferente de todas sus anteriores relaciones con Clara. Por primera vez desde que conocía a Clara, estaba ensayando una escena con ella. Ni una sola vez en el pasado había estudiado las cosas que iba a decirle. Las palabras siempre salían tal como las pensaba. Nunca se le había ocurrido que fuera posible prever los movimientos de Clara y hacer un plan acorde con ellos.

George cruzó otra calle; se encontraba a una manzana de su casa.

Se preguntó por qué no se le había ocurrido nunca. Y mientras apresuraba el paso, recordó que con Julia siempre lo había hecho todo sin planearlo. Con Julia siempre había expresado sus pensamientos, y no existía un tablero de ajedrez entre ellos.

George se detuvo. Estaba inmóvil, las manos a los costados, mirando fijo al frente la oscuridad flanqueada por los contornos de las casas, pero sin ver esas casas, sólo la oscuridad, y sin conocer apenas la oscuridad.

—Sí —dijo, y se oyó a sí mismo decirlo, y lo dijo otra vez—: Sí… sí…

Era como si la oscuridad hubiera dado paso de repente a un amplio charco de luz. Ahora él sabía algo, algo tan cierto e importante que su tamaño y su fuerza eran inconmensurables. Había tratado a Clara igual que a Julia, y eso había sido un error colosal. No había dos mujeres iguales. No había dos mujeres que pudieran ser tratadas de igual manera. Especialmente estas dos mujeres. Era asombroso darse cuenta ahora, verlas como si estuvieran de pie ante él, diciendo todas las cosas que cada una había dicho alguna vez, haciendo todas las cosas que cada una había hecho alguna vez, y no había nada similar, nada mutuo. Julia representaba una cosa. Clara representaba algo diferente. Ve más allá. Ve más allá hacia la verdad… la pavorosa verdad de que Clara representaba lo contrario de Julia.

Clara era el mal.

—Sí.

Y sí y sí. Y él había permitido que el mal entrara en su casa. Había permitido que aquel veneno contaminara su casa y su vida, y la vida de Evelyn. Sólo su propia debilidad, el estancamiento y la podredumbre de su carácter habían permitido que el veneno encontrara puerto, encontrara alimento con el que sustentarse. Ni una sola vez había intentado agitar ese veneno, hacerlo servir y madurar.

Mañana. Sí, mañana.

Y ahora George se dijo que sabía por qué Julia había regresado anoche. Y por qué había inculcado en él aquel sentimiento de culpa. Aquella culpa era una semilla, que había crecido muy deprisa y había florecido para darle la comprensión.

Mañana. Por la mañana. Y temprano. Muy temprano, para que Clara no pudiera estar completamente despierta cuando se iniciara la escena. No sería justo para Clara, y eso estaba bien, le gustaba; disfrutaba pensar que él no sería justo con Clara, que existiría una ventaja inicial sobre ella. Pincharla un poco, luego bailar a su alrededor, maniobrar con ella, observarla fruncir el ceño con perplejidad, sonreírle, verla retorcerse, hacerla callar. Alegremente ahora, muy alegremente, bailar en torno a ella, pincharla otra vez. Y otra vez. Mantener esa sonrisa, esa voz suave. Y pincharla otra vez y otra vez. Y remontarla a tres años atrás y hablar de Colorado. Hacerla volver a Colorado y dejarla hablar de ello de nuevo, y observarla y esperar un resbalón. Sólo un resbalón. Tendría que haber un resbalón en alguna parte.

Tendría que haber un resbalón. Un ingeniero de minas que se había roto la espalda y le había dicho que se marchara, y luego todo el dinero que le había dejado cuando éste murió. Y después Clara perdió todo ese dinero y fue de ciudad en ciudad y acabó en Filadelfia, detrás del mostrador, la caja registradora de la tienda. Había algo falaz en eso y tenía que salir a la luz mañana, porque mañana era el día de la declaración definitiva.

Pero recuerda, mantén la voz baja y no dejes de sonreír. La excitación debe estar toda en Clara. La excitación y el frenesí, y una vez Clara empezara a chillar, que entrara Evelyn, que Agnes entrara también. Que Clara se enfrentara con ellos tres, tres agujas moviéndose hacia el veneno que va a reventar. Y que la superficie se rompa, y que el veneno estalle en un chillido de ira, el aullido de la derrota.

Y que la casa sea libre otra vez. Ver sonrisas en casa, y risas. Que la casa sea una casa alegre otra vez.

George cruzó la calle, dirigiéndose hacia la esquina de la manzana donde se encontraba su casa.

Cuando George estaba en medio de la calle, oyó un rugido y una bocina que sonaba. Vio dos destellos de luz blanca que le daban en los ojos. Deteniéndose, esperando, y siguiendo luego, George miró las luces y el grueso y reluciente parachoques, y oyó el toque continuo de la bocina. Entonces se detuvo otra vez. Intentó retroceder corriendo. Vio las luces y trató de apartar los ojos de ellas. Intentó apartarse del parachoques y las ruedas y la enorme cosa que venía tan deprisa. Y se inclinó y arrojó los brazos al aire, como si pensara que sus brazos podían apartar aquel peso y aquel impulso, las grandes luces destelleantes y el grueso parachoques y el metal y el cristal y la furia del descapotable púrpura.

En el cuentakilómetros la aguja señalaba más de setenta mientras Leonard apretaba con fuerza el pedal del freno y hacía girar el volante. Gritaba mientras hacía esto y vio que el hombre que había enfrente del coche estaba confuso y casi paralizado. Pero Leonard sabía que, aunque iba muy deprisa y no debería haber ido tan rápido al acercarse a esta calle donde tenía que hacer un giro, no había ninguna razón por la que el coche tuviera que atropellar a aquel hombre en la calle. Leonard sabía que si seguía girando el volante, si lo giraba con fuerza, se desviaría a la izquierda y evitaría echarse sobre el hombre que ahora estaba como suspendido en el centro de la calle. Leonard pasó el brazo por encima del volante y lo agarró con fuerza.

Clara reconoció a George. Vio su rostro deslizándose hacia el parabrisas. Vio sus ojos, abiertos de par en par. En una fracción de segundo reconoció esto como una solución ideal, mucho más rápida, mucho más fácil que los planes que ella había pensado. Esto fue lo primero que reconoció. Y luego reconoció a George como algo débil, algo rastrero a quien ella siempre le había gustado hacer daño. Recordó cuánto había gozado anoche pegándole. Qué divertido había sido cuando George cayó al suelo. E inmediatamente después de eso, había sabido que era necesario deshacerse de él por entero, porque ahora era el único contacto vivo con su existencia anterior. Él le conocía como Clara Reeve, que había trabajado detrás de la caja registradora en la tienda de Walnut Street, y ahora quería ser conocida como Clara Ervin, la viuda de George Ervin. Y vio las manos grandes de Leonard haciendo girar el volante de plástico, y ella cogió el volante y tiró de él, de manera que Leonard tiraba hacia la izquierda mientras ella tiraba hacia la derecha.

El coche sólo giró un poco hacia la izquierda.

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