Cuidado con esa mujer (27 page)

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

BOOK: Cuidado con esa mujer
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—Yo no siento odio —dijo Agnes—. Siento decisión. Ella me pagaba para mantener limpia la casa. Voy a ganarme la paga. —Agnes retrocedió, dirigiéndose hacia la casa de los Ervin—. Tengo la sensación de que aún está viva —dijo Agnes—. La casa todavía no está limpia. Voy a limpiarla.

—¿Qué le sucederá?

—¿Importa algo? —dijo Agnes—. ¿Quién soy yo? ¿Qué tengo? ¿Qué hay para mí en esta vida?

—Siempre existe una oportunidad para ser feliz.

—Yo ya he sido feliz —dijo Agnes—. Lo fui cuando la primera esposa de George Ervin estaba viva. Aquella mujer era la esencia del cielo. En su corazón había amor puro. Yo la adoraba, y ella nunca quiso ser adorada. Mis días eran felices porque vivía en una casa llena de bondad, porque veía el amor que esas dos personas se tenían. Y yo les amaba a los dos, era feliz porque veía su felicidad. Y cuando ella murió, yo compartí su tristeza. Y más tarde compartí su soledad y sentí la necesidad que él sentía…

Agnes miraba hacia lo alto, más allá de Barry. Alzó los brazos, con los dedos separados. Parecía estar intentando coger esa idea.

De repente sus manos se cerraron y se apretaron contra su boca.

—Ahora entiendo —dijo—. Las noches en que yo subía del sótano, cuando caminaba hacia la escalera… ¿estaba en realidad medio dormida? Quizá sólo estaba medio viva. Quizás algo muerto en la tierra pero vivo; no obstante formaba parte de mí entonces. Algo que intentaba llegar hasta él, que intentaba advertirle… lo sé, es cierto. El espíritu de ella vivía en mí… ellos nunca mueren.

Agnes alargó un brazo y por un instante agarró la mano de Barry. Luego se dio la vuelta y se encaminó al sótano de la casa de los Ervin. Y Barry la observó alejarse, vio la delgada figura blanca moverse lentamente, erguida y airosa, penetrando en la oscuridad cuando se cerró la puerta. Luego todo quedó en silencio.

19

En el dormitorio principal, penetrando por la ventana abierta, una brisa se arremolinaba y acariciaba el rostro de Clara. Ella se volvió y se acurrucó apretando la cara en la almohada. Levantó el brazo y se frotó la nuca. Estaba despierta.

La brisa era agradable. Clara se frotó el estómago. Se pasó las palmas de las manos por los gruesos muslos, frotando lentamente, acariciándose mientras se daba la vuelta, sonriendo. Sintió un confortable picor y despacio se rascó, ensanchándose su sonrisa. La brisa empezó a hacer efecto y Clara abrió los ojos y levantó la cabeza.

Miró hacia la ventana. Estaba abierta de par en par. Ella nunca la levantaba tanto —pensó—. Sentada ahora, contempló la ventana, y luego vio algo que brillaba en el alféizar.

Clara bajó de un salto de la cama y se dirigió hacia la repisa. Luego se detuvo y se apartó del cuchillo, escuchando la fuerte respiración que se convirtió en un jadeo cuando le salió de la temblorosa garganta.

De nuevo se acercó al cuchillo. Alargó la mano para tocarlo, y en aquel instante oyó un ruido en el piso de abajo.

Su cerebro giraba en una dirección, sus partes vitales en otra. La puerta del dormitorio se abrió y Clara salió, cruzó el pasillo, rogando que hubiera más luz, sin atinar en que lo único que tenía que hacer era encender otro interruptor; y después bajó la escalera, inclinó el cuerpo, tratando de ver lo que había causado el ruido en la sala de estar, se agachó mientras apretaba el paso al bajar la escalera, luego se irguió, retrocedió, se paró y quiso huir de sí misma, cuando vio la forma blanca que parecía flotar en la oscuridad, la delgada y airosa figura que había allí abajo en la oscuridad, y Clara se tambaleó, mirando fijamente, con la boca abierta, las comisuras de los labios ardiendo, tensas, convirtiéndose en vapor las cuencas de sus ojos salidos, convirtiéndose la oscuridad en denso líquido, y apartó los brazos de su cuerpo.

Entonces se oyó un quejido, y ella pensó que procedía de la forma blanca de abajo, pero era su propio quejido y venía en oleadas.

Y susurró:

—Julia…

La forma blanca se estaba alejando.

Clara se arrojó las manos a los senos, se las llevó a la boca, se arañó la cara y la voz rechinaba:

—Julia… Julia…

Luego oyó una voz que no era la suya, que venía de la oscuridad de abajo, y había triunfo en ella, y la suave risa de la burla, que decía:

—Sí… sí… Julia…

Clara se dio la vuelta, empezó a subir corriendo la escalera, se giró otra vez, empezó a bajar, volvió a girarse, a subir, cayó de rodillas en el pasillo, se levantó, se precipitó a su habitación y encendió la luz. Cerró la ventana. La aseguró. Cerró todas las ventanas. Se arrojó al suelo y rodó de un lado a otro, con ruidos ahogados que salían de lo profundo de su garganta, mordiendo la alfombra, murmurando y jadeando. Y luego se levantó del suelo y empezó a vestirse precipitadamente.

Sin abrocharse los zapatos, salió de la habitación de nuevo, cruzó el pasillo y encendió la luz de la escalera antes de bajar corriendo la escalera. Luego, abajo, encendió todas las luces que pudo encontrar, tambaleándose, tropezando con los muebles, llegando por fin a la mesita del teléfono en el profusamente iluminado comedor. Agarrando el teléfono, cayó otra vez al suelo, y ahora, acurrucada en el suelo, apretándose contra la pared, marcó un número y escuchó sonar el teléfono en el otro extremo de la línea, y luego oyó que descolgaban.

Y balbuceó:

—Tengo que salir de esta casa…

—¿Quién es?

—Clara.

—¿Qué ocurre?

—Ven aquí.

—¿Qué pasa? ¿Qué…?

—Ven inmediatamente. Haz lo que te digo. Inmediatamente, ¿entiendes? Tengo que salir de aquí. Te esperaré en la esquina. Tengo que salir de aquí…

—Pero si sólo…

—Tengo que salir de aquí, salir de esta casa; ella ha regresado, ella ha regresado, ella está aquí en esta casa, te lo digo, maldita sea tu estampa, ven aquí ahora mismo…

Clara colgó con un golpe y corrió a la puerta principal, se dio media vuelta para echar otro vistazo a la casa iluminada y luego salió corriendo, corrió por la calle hasta la esquina, cruzó el asfalto, llegó a la otra acera.

En la esquina, bajo el farol de la calle, Clara se paseaba arriba y abajo e iba rezongando. Gradualmente el miedo cedió, se convirtió en impaciencia, y a medida que la impaciencia crecía, a medida que los minutos pasaban, fueron llegando poco a poco la confianza y el alivio, y más confianza. Y luego ya no poco a poco, sino como una marea, y Clara se dijo que estaba bien no estar ya en aquella casa, nunca más estaría en aquella casa, y por tanto no había nada que temer, nada en absoluto, porque ahora estaba fuera y nada de aquella casa podría perseguirla y, ahora que estaba fuera de ella, se encontraba a salvo.

Caminó hasta el centro de la calle y miró calle abajo, hacia la oscuridad, esperando ver los faros del descapotable púrpura. Apretó los labios con impaciencia. Regresó a la acera, oyó el sonido de un automóvil y se giró y vio los faros. Agitó la mano e hizo señas para que el automóvil se acercara a ella deprisa.

Leonard la vio de pie a pocos pasos del bordillo, haciéndole señas. La vio acercarse a él, aumentando de tamaño. Vio el brazo gordo, agitándose, ordenando.

Vio el vestido que ella llevaba. Era de color rosa.

Era de color rosa y relucía al acercarse a él. Y bajo el vestido rosa la carne que se acercaba a él era suave, gorda y gruesa, y toda ella venía hacia él, el exquisito rosa, suave y grueso. Y apretó el acelerador, se preguntó por qué lo hacía, se sintió ir con el coche, ir a mayor velocidad cuando debería estar reduciendo, y se preguntó por qué; y la vio allí de pie, haciéndole señas ahora de que se detuviera, y se echó a reír y se preguntó por qué se reía, y se dijo que debería quitar el pie del acelerador, y en aquel momento miró el cuentakilómetros y vio que la aguja señalaba casi cien y siguió apretando el acelerador mientras se decía que ésta era la ocasión, tan oportuna, tan perfecta para él como lo había sido para ella aquella otra noche, cuando había visto su oportunidad de deshacerse de un obstáculo al igual que la veía ahora; y siguió apretando el acelerador, viendo la calle oscura, oscura y vacía igual que aquella otra noche.

Y allí estaba ella, de pie en la calle, de pie casi en el mismo lugar donde la otra forma había estado aquella otra noche, y ésta era su oportunidad. Clara retrocedía hacia la acera y le hacía señas de que redujera velocidad. Él dirigió el coche hacia ella. Podía verle la cara entre los faros. Ahora el automóvil iba directo hacia ella, y ella agitó ambos brazos hacia él, gritó, y él se reía. Vio los ojos desorbitados, la boca abierta de par en par; se rió más fuerte y apretó más el acelerador mientras guiaba el descapotable púrpura para tenerla directamente enfrente, manteniéndola centrada entre los faros. Ella intentaba huir y tropezó. Y él la oyó gritar cuando caía, rodando por la acera, intentando ponerse de rodillas y cayendo de nuevo y gritando de nuevo.

El descapotable púrpura saltó sobre la acera y el parachoques golpeó a Clara cuando ésta rodaba por el suelo. La golpeó y la hizo caer plana. Luego los brazos de la mujer cayeron a un lado y una rueda le pasó por encima de uno de ellos. Ella pudo chillar una vez y pudo ver la sangre que salía de su cuerpo. Luego estuvo completamente debajo del automóvil y éste la arrastraba por un túnel manchado de rojo que giraba. Un rojo chorreante que brillaba.

Leonard sentía y oía los golpes, las convulsiones que tenían lugar bajo su automóvil, y, en aquel instante, disfrutaba con la idea de que el exquisito rosa suave estaba bajo las gruesas y pesadas ruedas, aplastado en el duro cemento, machacado y desgarrado, y estrujado contra el duro cemento por la gruesa goma que giraba, la pesada goma y el duro metal, y se decía para sus adentros que ahora todo había acabado y estaba libre. Ahora él estaba bien, todo estaba bien, y levantó la vista y vio una pared de piedra gris que venía hacia él, que se abalanzaba sobre él como una enorme bestia gris.

Leonard chilló. Giró el volante, y luego sus manos se apartaron del volante y con los brazos se cubrió los ojos. El descapotable púrpura se estrelló contra la piedra gris. Leonard fue catapultado. El volante se le clavó en el estómago, y luego fue lanzado por encima del volante y su cabeza y sus brazos atravesaron el parabrisas. Los cristales le cayeron sobre un brazo y se lo cortaron. Luego Leonard atravesó el parabrisas destrozado y su cabeza fue a dar contra la pared de piedra gris. Rebotó de la pared, rodando, mirando fijamente el coche que volcaba, que volcaba sobre él, y él siguió rodando, tratando de escapar, tratando de apartarlo cuando se le caía encima. Y el estribo le pilló la garganta y le atenazó.

Clara abrió los ojos. Vio a Leonard. Luego la oscuridad regresó de nuevo y con ella había una llama blanca, y cuando abrió la boca para emitir un sonido no salió ninguno, sólo más fuego que le desgarraba la carne. Miró hacia la oscuridad, vio la cabeza de Leonard que le sonreía con una mueca, vio que la cabeza se transformaba en otra cabeza, la cabeza de Clard, que también le sonreía, y volvió a transformarse, ahora en la cabeza de George Ervin, sonriéndole también. Y luego la cabeza se fue haciendo más pequeña, disminuyendo velozmente de tamaño hasta que fue un simple punto de carne en la oscuridad. Y el punto desapareció y sólo hubo la negrura, aunque los ojos de Clara estaban desorbitados, apuntando a la cabeza reluciente que descansaba contra la pared negra de la calle.

20

Durante varias noches, a Agnes le había resultado difícil conciliar el sueño. No lo entendía, porque su salud era mejor ahora de lo que había sido en muchos años. Durante el día trabajaba mucho, con vigor e interés y entusiasmo. Mantener esta casa limpia, tenerla reluciente y brillante era su principal deseo, y no se retrasaba en sus tareas, no pensaba en el tiempo ni en el descanso.

A última hora de la tarde, sola en la casa, subía al segundo piso. Entraba en el dormitorio principal. Y miraba la cama, lo vacía que estaba. Abría el armario ropero y miraba lo vacío que estaba aquel espacio donde en otro tiempo los vestidos y sombreros, los abrigos y los zapatos de Clara habían resplandecido con brillantes colores. Y abría los cajones del tocador y miraba lo vacíos que estaban.

Y recordaba la seda y el satén y el hilo, la profusión de amarillo y rosa, y verde y azul. Miraba los cajones abiertos del tocador, el vacío, recordando las cajas de polvos, los tarros de crema y aguas diversas, las bonitas cajas que contenían jabón de fantasía, jabón negro y verde oscuro y amarillo oscuro. Recordaba las toallas, las toallas negras y verde oscuro y amarillo oscuro. Las sales y los aceites de baño, negros y verde oscuro y amarillo oscuro. Los perfumes. Recordaba todo esto que había llenado los cajones del tocador y atestado el dormitorio, el cuarto de baño, y arrojado tanta presión en su tarea diaria de mantener en orden estas habitaciones.

Y mirando este vacío, el símbolo de la partida de Clara, Agnes sonreía. Enérgicamente continuaba con su trabajo. Porque ahora esta casa estaba limpia, y ella quería mantenerla limpia. Con plena conciencia, Agnes se decía que la casa ahora era una casa sana, limpia, una buena casa, una casa que verdaderamente merecía su trabajo de mantenerla reluciente.

Y debido a los esfuerzos que realizaba durante el día, debería haber sido automáticamente fácil para Agnes conciliar el sueño por la noche. Pero cuando la luz estaba apagada y su cabeza descansaba sobre la almohada, Agnes no podía cerrar los ojos, no podía cerrar su mente al pensamiento. Agnes se preguntaba muchas cosas.

Principalmente, se preguntaba por qué se la obligaba todavía a dormir en el sótano, por qué se la obligaba todavía a comer sola en la cocina. Ella no había pedido otra cosa, pero había esperado otra cosa, y no había sucedido, y ahora se preguntaba por qué. Y oculto en esta pregunta había algo espantoso. En la densa y callada oscuridad del sótano, Agnes se crispaba, y se estremecía, diciéndose para sus adentros que Clara todavía se encontraba en la casa.

El miedo aparecía con la angustia y producía un agotamiento, y sólo esto traía el sueño. Esta noche, Agnes se hundió en el sueño con gemidos y murmurando.

Sin embargo, aun cuando se le había ofrecido con renuencia, burlonamente el sueño se le escapó. Agnes se sentó en la cama, contemplando la oscuridad. Sintió un temblor. No parecía proceder de sus propios miembros. Parecía tener su origen en la misma casa. Parecía fluir, con su núcleo arraigado en el pasillo del piso de arriba.

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