Cuna de gato (22 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Cuna de gato
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El resto del discurso fue en inglés americano. Llevaba consigo un discurso pomposo y altisonante, supongo, pero al ver que iba a hablarle a tan poca gente, y la mayoría súbditos americanos, dejó a un lado el discurso formal.

Una ligera brisa marina le alborotó su frágil cabello.

—Estoy a punto de hacer algo muy antidiplomático —declaró—. Estoy a punto de deciros lo que realmente siento.

Es posible que Minton hubiese inhalado demasiada acetona, o quizás había atisbado ligeramente lo que estaba a punto de ocurrirle a todo el mundo excepto a mí. En cualquier caso, fue un discurso sorprendentemente bokononista el que pronunció.

—Amigos, estamos aquí reunidos —dijo—, para honrar a
lo si-een máar-tu-res quidós po le dimu-creech-ia
, a los niños muertos, a todos los muertos, todos ellos asesinados en la guerra. En nuestros días, es habitual llamar a estos niños que perdimos,
hombres
. Yo soy incapaz de llamarles
hombres
por esta simple razón: que en la misma guerra en la que murieron
lo si-en máar-tu-res quidós po le dimu-creech-ia
, murió también mi propio hijo.

»Mi alma insiste en que yo no lloro la muerte de un hombre sino la de un niño.

»No digo que en la guerra los niños no mueran como hombres, si tienen que morir. En su eterno honor y en nuestra eterna vergüenza,
mueren
como hombres, haciendo así posible el viril júbilo de las fiestas patrióticas.

»Pero siguen siendo niños asesinados.

»Y os propongo que si debemos rendir homenaje a los cien niños muertos de San Lorenzo, mejor sería pasar el día mostrando desprecio a aquello que los mató, es decir, la estupidez y la crueldad de toda la humanidad.

»Quizá, cuando recordamos las guerras, deberíamos despojarnos de las ropas y pintarnos de azul, y andar a gatas todo el día, gruñendo como cerdos. Esto sería más apropiado que la notable oratoria y las exhibiciones de banderas y cañones bien engrasados.

»No pretendo mostrarme desagradecido ante el gran espectáculo militar que estamos a punto de presenciar, espectáculo que será realmente emocionante...

Nos miró a todos a la cara, uno a uno, y entonces comentó muy suavemente, como dejándolo caer:

—Un hurra por los espectáculos emocionantes.

Tuvimos que aguzar los oídos para oír lo que Minton decía a continuación.

—Pero si hoy realmente honramos a los cien niños asesinados en la guerra —dijo—, ¿es este un buen día para un espectáculo emocionante?

»La respuesta es sí, con una condición: que nosotros, los celebrantes, trabajemos consciente e infatigablemente para reducir la estupidez y la crueldad, la nuestra propia y la de toda la humanidad.

Soltó los cierres de la caja de la corona de flores.

—¿Ven lo que tengo aquí? —nos preguntó.

Abrió la caja y nos mostró el forro escarlata y la corona dorada. La corona era de alambre y de hojas de laurel artificiales, y todo el conjunto estaba rociado de pintura para radiadores.

Una cinta de seda color crema atravesaba la corona, y en la cinta estaba escrito «PRO PATRIA».

Entonces Minton recitó un poema de la
Antología Spoon River
de Edgar Lee Masters, un poema que debió resultar incomprensible para los sanlorenzanos asistentes, así como para H. Lowe Crosby y esposa, y ya puestos, para Angela y para Frank.

Yo fui el primer fruto de la batalla de Missionary Ridge.

Cuando sentí la bala entrar en mi corazón

Deseé haberme quedado en casa y haber ido a la cárcel

Por aquel robo de los cerdos de Curi Trenary,

En vez de escapar y enrolarme en el ejército.

Mil veces mejor la cárcel del distrito

Que yacer debajo de esta estatua de mármol alada,

Y este pedestal de granito

Soportando las palabras
Pro Patria
.

En todo caso, ¿qué quieren decir?
[7]

—En todo caso, ¿qué quieren decir? —repitió el embajador Horlick Minton—. Quieren decir «por la propia patria». —Y añadió otro verso—. Por cualquier patria —murmuró.

»Esta corona que traigo es un obsequio que las gentes de una patria hacen a las gentes de otra. No importa qué patrias sean. Sólo piensen en las gentes...

»Y en los niños asesinados en la guerra...

»Y en cualquier patria.

»Piensen en la paz.

»Piensen en el amor fraternal.

»Piensen en la prosperidad.

»Piensen qué paraíso sería este mundo si los hombres fuesen buenos y sabios.

»A pesar de lo estúpidos y viciosos que son los hombres, este es un día hermoso —dijo el embajador Horlick Minton—. Yo, en mi propio nombre y como representante del pueblo de los Estados Unidos de América que ama la paz, me apiado de
lo si-éen máar-tu-res cuidós po le dimu-creech-ia
, por estar muertos en un día tan bello.

Y lanzó la corona por el parapeto.

En el aire se produjo un zumbido. Los seis aviones de las Fuerzas Aéreas Sanlorenzanas se aproximaban a ras de mi templado mar. Iban a disparar a las efigies de los que H. Lowe Crosby había llamado «prácticamente todos los enemigos que la libertad ha tenido».

115
Dio la casualidad

Nos dirigimos al parapeto orientado al mar para ver el espectáculo. Los aviones no eran mayores que los granos de pimienta negra, pero pudimos localizarlos porque dio la casualidad de que uno de ellos echaba humo.

Pensamos que el humo era parte del espectáculo.

A mi lado estaba H. Lowe Crosby, quien, dio la casualidad, alternaba un bocado de albatros con un trago de ron del país. De sus labios relucientes de grasa de albatros desprendía unas bocanadas de cola para maquetas de aviones, y mi reciente náusea volvió a hacer acto de presencia.

Retrocedí hasta el parapeto orientado al interior, yo solo, para tomar aire. De todos los demás me separaban quince metros de antiguo empedrado.

Vi que los aviones bajaban en picado, por debajo de la base del castillo, y que iba a perderme el espectáculo. Pero con la náusea se me había ido toda curiosidad. Volví la cabeza hacia los gruñidos que ya se acercaban, y justo cuando la artillería empezó a dar guerra, un avión, el que había echado humo, apareció de pronto panza arriba y envuelto en llamas.

Al descender, lo perdí otra vez de vista y en ese mismo instante se estrelló contra el acantilado de debajo del castillo. Las bombas y el combustible explotaron.

Los aviones sobrevivientes siguieron dando estampidos, y el estrépito fue disminuyendo hasta convertirse en el zumbido de un mosquito.

Y entonces se oyó un desprendimiento de rocas, y uno de los torreones grandes del castillo de «papá», al perder apoyo, se desmoronó sobre el mar.

La gente que estaba en el parapeto orientado al mar miró asombrada el socavón, donde antes se había erguido la torre, y entonces oí desprendimientos de rocas de todos los tamaños en lo que pareció una conversación casi orquestal.

La conversación se aceleró, y nuevas voces se sumaron. Eran las voces de las vigas del castillo que se lamentaban porque su carga había aumentado en exceso.

Y entonces, como un rayo, una grieta cruzó la almena, a tres metros de mis encogidos dedos del pie.

La grieta me separó del resto de mis compañeros.

El castillo gemía y lloraba muy fuerte.

Los otros comprendieron el peligro que corrían, ya que todos ellos, junto a toneladas de mampostería, estaban a punto de salir rodando hacia abajo. A pesar de que la grieta sólo tenía treinta centímetros de anchura, la gente empezó a saltarla con unos brincos heroicos.

Sólo mi complaciente Mona cruzó la grieta con un simple paso.

La grieta rechinó, se cerró y se abrió aún más, impúdicamente. H. Lowe Crosby y su esposa Hazel, así como el embajador Minton y su Claire, seguían atrapados en aquella pendiente infernal.

Philip Castle, Frank y yo nos estiramos por encima del abismo para intentar arrastrar a los Crosby hacia un lugar seguro, y nuestros brazos se extendieron implorantes hacia los Minton.

Los Minton tenían una expresión afable. Y puedo adivinar lo que se les pasaba por la mente. Yo creo que pensaban en conservar la dignidad, y en el equilibrio emocional, por encima de todo.

El pánico no era su estilo, y también dudo que lo fuese el suicidio. En todo caso, sus buenos modales les mataron, ya que en esos momentos el semicírculo fatídico del castillo se alejó de nosotros como un transatlántico que se aleja de puerto.

Al parecer, la imagen de la travesía también debió ocurrírsele a los Minton, que ya zarpaban, ya que se despidieron de nosotros agitando la mano con una transida dulzura.

Se cogieron de la mano.

Se pusieron cara al mar.

Y zarparon. Después se hundieron con el ímpetu de un cataclismo. ¡Desaparecieron!

116
El gran cata-pum

El abrupto borde del olvido estaba ahora a unos centímetros de mis encogidos dedos del pie. Miré hacia abajo. Mi templado mar se lo había tragado todo. Una lenta cortina de humo flotaba en dirección al mar, arrastrada por el viento. Era el único rastro de todo lo que se había derrumbado.

El palacio, al haber perdido su maciza máscara orientada al mar, saludaba al norte con una sonrisa de leproso, con la dentadura partida y los pelos sin afeitar. Los pelos eran las puntas astilladas de las vigas de madera. Justo debajo de mí, había quedado abierta una amplia alcoba. El suelo de la alcoba, sin ningún apoyo, se clavaba en el espacio igual que un trampolín.

Por un instante soñé en tirarme al trampolín, tocar y elevarme en un sobrecogedor salto de cisne, juntar los brazos y caer como un cuchillo penetrando, sin salpicar, en una eternidad caliente como la sangre.

Sobre mí, el grito de un pájaro que cruzó como una flecha me hizo regresar del sueño. Parecía estar preguntándose qué había sucedido.

—¿Piu-piu? —preguntaba.

Primero miramos todos al pájaro, después nos miramos unos a otros.

Aterrorizados, nos apartamos del abismo, y al levantar el pie de la losa que me había sujetado, esta empezó a tambalearse. Estaba menos firme que un balancín, y en ese momento empezó a balancearse encima del trampolín.

Se estrelló contra el trampolín, convirtiendo el trampolín en un tobogán, y todos los muebles que aún quedaban en la habitación de abajo, cayeron por el tobogán.

Lo primero en salir disparado fue un xilófono, huyendo deprisa sobre sus ruedecillas. Después vino una mesita de noche, en loca carrera con un soplete saltarín. Muy de cerca les seguían unas sillas.

Y en algún rincón de la habitación que teníamos debajo, algo que no alcanzábamos a ver, algo que se resistía poderosamente a moverse, empezó a moverse.

Se arrastró despacito por el tobogán, y al final dejó ver su proa dorada. Era el bote en el que yacía muerto «papá».

Alcanzó el extremo del tobogán, la proa se inclinó, el bote se vino abajo y cayó dando una vuelta de campana.

«Papá» salió despedido y cayó por separado.

Yo cerré los ojos.

Se oyó un ruido semejante al de un portón tan grande como el cielo, que se cerrara lentamente. La gran puerta del firmamento se cerró con suavidad. Se produjo un gran CA-TA-PUM.

Abrí los ojos, y todo el mar era
hielo-nueve
.

El verdor húmedo de la tierra era de un color perla blanco azulado.

El cielo se oscureció.
Boraisi
, el sol, se convirtió en un globo, diminuto y cruel, de un color amarillo enfermizo.

El cielo se llenó de gusanos. Los gusanos eran tornados.

117
El santuario

Levanté la mirada hacia donde había estado el pájaro, y justo encima de mi cabeza vi un gusano enorme con la boca violeta. Zumbaba igual que las avispas. Se cimbreaba y tragaba aire con unas peristálticas convulsiones obscenas.

Nosotros, los humanos, nos separamos. Huimos de mi almena hecha pedazos y bajamos rodando por las escaleras que daban al interior de la isla.

Sólo H. Lowe Crosby y su Hazel gritaron «¡americanos!», «¡somos americanos!», gritaron, como si los tornados tuviesen algún interés por saber a qué
granfalloon
pertenecían sus víctimas.

Pero no veía a los Crosby. Habían bajado por otra escalera. Por un corredor del castillo me llegaron, como un torrente, los gritos y ruidos de los otros, que jadeaban y corrían. Mi única compañía era mi celestial Mona, que me había seguido silenciosamente.

Ante mi indecisión, Mona se deslizó por delante de mí y abrió la puerta de la antesala de la alcoba de «papá». Las paredes y el techo habían desaparecido, pero el empedrado seguía allí, y en el centro estaba la trampilla del calabozo. Bajo el cielo agusanado, bajo las centellas violetas que salían de las bocas de los tornados, ansiosos por comernos, levanté la trampilla.

El esófago de la mazmorra estaba provisto de unos peldaños de hierro. Volví a colocar la trampilla desde dentro y bajando por aquellos peldaños emprendimos el descenso.

Al pie de la escalera encontramos un secreto de Estado. «Papá» Monzano había mandado construir un acogedor refugio. Tenía un conducto de ventilación, con un ventilador movido por una bicicleta fija. En un hueco de la pared había un depósito de agua. El agua era dulce y húmeda, no corrompida todavía por el
hielo-nueve
. Había un retrete químico, una radio de onda corta y un catálogo de Sears, Roebuck, cajas con manjares, licores y velas, y ejemplares encuadernados de la
Geografía nacional
de hacía veinte años.

Y había una colección de
Los libros de Bokonon
.

Y había dos camitas gemelas.

Encendí una vela. Abrí una lata de sopa Campbell de pollo y verduras, y la puse en un horno Sterno. Serví dos vasos de ron de las Islas Vírgenes.

Mona se sentó en una cama. Yo me senté en la otra.

—Estoy a punto de decir algo que las mujeres habrán oído ya a los hombres muchas veces —le hice saber—. Sin embargo, no creo que estas palabras hayan llevado nunca el peso que llevan ahora.

—¿Sí?

Abrí mis manos.

—Aquí estamos.

118
La guillotina y el calabozo

El sexto libro
de
Los libros de Bokonon
está dedicado al dolor, en concreto a las torturas que los hombres infligen a los hombres. «Si alguna vez me dan muerte en el gancho —nos advierte Bokonon—, espero que sea una actuación muy humana.»

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