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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (11 page)

BOOK: Dame la mano
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Fiona se había encogido de hombros. Leslie quería a su abuela, pero también sabía que cuando esta se refugiaba tras esa fachada de increíble frialdad y altanería era porque no deseaba mezclarse con una determinada persona o en una situación concreta, y entonces fue cuando recordó de repente todas las veces en las que siendo una adolescente difícil en plena pubertad había tenido que enfrentarse a esa conducta y lo mucho que había sufrido por ello. Las viejas heridas empezaron a abrirse de nuevo y entonces pensó que ese había sido el motivo por el que había decidido no pasar ni un segundo más en la granja.

No habría soportado quedarse ni un momento más cerca de su abuela. Por eso mismo tuvo muy claro que no podía volver directamente a casa de la anciana, donde le sería imposible encontrar la cantidad de aguardiente o de brandy que necesitaba para mitigar la rabia y la tristeza que sentía.

Se había despedido de Colin, al que había encontrado extraño e impenetrable, y este le había asegurado que se encargaría de conseguir un taxi para Fiona. Sabía que Gwen estaba en buenas manos porque Jennifer se había encargado de ella. Leslie subió a su coche y salió a toda prisa de allí. Al llegar a Burniston, pasó por delante de un pub bien iluminado y decidió entrar en el aparcamiento y detenerse. Esa noche, en el Three Jolly Sailors prácticamente solo había hombres, buena parte de los cuales quedaron sorprendidos mientras que otros se dedicaron a seguir con la mirada a la desconocida que se había dirigido como una flecha a la barra para tomar asiento en uno de los taburetes tapizados de piel. En el Yorkshire rural las mujeres no solían ir solas a los bares, pero eso a Leslie le daba absolutamente igual. Pidió un whisky doble, luego otro, luego otro más y a continuación sopesó la posibilidad de seguir bebiendo. Se acordó del intenso olor a desinfectante que le había llegado del servicio y pensó en el anciano y amable camarero que en algún momento le había servido un plato con patatas fritas gratinadas con queso.

—Debería comer algo entre copa y copa —le había dicho, pero la mera visión de aquellas patatas aceitosas y del queso fundido estuvo a punto de revolverle el estómago.

Un tipo intentó abordarla, pero Leslie lo recibió con tan mal humor que enseguida desapareció, asustado. Ella sabía que cuando a medianoche volviera tambaleándose ligeramente hacia el aparcamiento, ya no podría coger el coche, pero eso también le daba igual. De todos modos se las arreglaría para llegar a casa sin encontrar ningún control policial ni sufrir percances de ningún tipo.

A casa… En ese momento su casa era el enorme y ostentoso bloque de apartamentos blanco en el que vivía su abuela, en Prince of Wales Terrace, en South Cliff, una de las primeras direcciones de Scarborough. Con vistas a la bahía sur. Y sin embargo, Leslie jamás se había sentido bien allí. Como tampoco se sentía bien esa noche.

Las aspirinas ya se habían disuelto. Leslie bebió el contenido del vaso en pequeños sorbos. No le apetecía levantarse con una resaca que solo conseguiría empeorarlo todo todavía más.

Aunque ¿qué podría empeorar? Miró fijamente la imagen que veía reflejada en el espejo que estaba sobre el lavamanos. Era terrible lo mal que le había ido la velada a Gwen, solo le quedaba la esperanza de que Dave Tanner no se hubiera marchado para siempre. Sin embargo ¿era por eso y solo por eso por lo que se sentía tan miserable en ese momento?

No, también era por lo fría que era, asquerosamente fría, y se refería a Fiona. Y porque se habría largado de allí esa misma noche si hubiera podido, ya que el mero hecho de volver a su apartamento le producía angustia.

Aquel apartamento que había quedado vacío desde que Stephen se había marchado. Aquel apartamento en el que todo le recordaba a él. El apartamento en el que desde hacía dos años todo había quedado hecho añicos: el amor, la felicidad, la solidaridad, la seguridad, los planes de futuro.

Era como si estuviera viendo el rostro levemente sonrojado de Stephen delante de ella, como si lo oyera hablar en voz baja.

—Tengo algo que decirte, Leslie…

Y ella en ese momento había pensado: No, no lo digas, ¡mejor no me lo digas! Porque por una fracción de segundo había tenido el presentimiento de que estaba a punto de caerle encima algo que cambiaría su vida entera. Lo había notado y había querido detenerlo, pero no lo consiguió y desde entonces seguía sumergiéndose una y otra vez en la miseria de esa noche y no acababa de creerlo.

Vació el vaso en el que había disuelto las aspirinas. Estás borracha, Leslie, se dijo a sí misma, por eso estás tan sentimental. Stephen no se ha largado, eres tú quien lo ha echado de casa e hiciste bien. Cualquier otra cosa habría acabado siendo una lenta agonía. Llevas dos años viviendo sola en esa casa y te las arreglas bien; o sea, que mañana volverás y no habrá ningún problema. Pero hoy por la noche, no. En tu estado serías capaz de acabar aplastada contra el pilar de algún puente.

Salió del baño y pasó de puntillas por delante de la habitación de Fiona. Una vez hubo cerrado tras ella la puerta de su propia habitación, respiró con alivio. La cabeza le daba vueltas todavía y le costaba mantener la mirada fija en cualquier cosa.

El último whisky sin duda había sido demasiado, pensó medio adormilada, y también se dijo que tal vez debería haberse comido aquellas patatas.

De algún modo consiguió quitarse la ropa, que quedó tirada de cualquier manera por el suelo, se puso el pijama y se metió en la cama. Las sábanas y las mantas estaban frías. Se acurrucó, tiritando. Como un embrión.

La doctora Leslie Cramer, radióloga, treinta y nueve años, divorciada. Borracha como una cuba, tendida en una cama helada en Scarborough, sin nadie que le ofreciera su calor. Nadie.

Empezó a llorar. Volvió a pensar en su casa vacía de Londres y lloró aún con más ganas. Se tapó la cara con la manta, como hacen los niños. Para que nadie pudiera oírla llorar.

2

Odiaba las escenas como la que había tenido lugar aquella noche. Odiaba cuando los sentimientos acababan aflorando de ese modo, cuando las emociones se volvían incontrolables, cuando las mujeres lloraban, cuando su hija se encerraba en su habitación, cuando las personas se enzarzaban en una discusión y cuando tenía la impresión de que le reprochaban con la mirada que no hubiera hecho alguna cosa para evitar el caos tal como se esperaba de él. Eso era algo que él no podía hacer, pero es que tal vez fuera incapaz de hacer jamás lo que se esperaba de él y quizá fuera ese su gran problema en la vida.

Chad Beckett tenía ochenta y tres años.

Difícilmente iba a cambiar su manera de ser en lo que le quedaba de existencia.

Eran las cinco de la mañana del domingo, pero para Chad no era algo fuera de lo común estar despierto a esas horas. Cuando la granja todavía funcionaba, su padre solía sacar de la cama a toda la familia a las cuatro de la madrugada y Chad se limitaba a seguir el ritmo que había marcado toda su vida y que no tenía porque cambiar a esas alturas. Porque tampoco le apetecía cambiarlo. Le gustaban las horas previas a la salida del sol, cuando el mundo estaba callado, adormilado y parecía que era solamente para él. Solía aprovechar el alba para pasear por la playa, a veces entre una espesa niebla que llegaba desde el mar e impedía ver nada en tierra firme. En esas ocasiones tenía que lidiar con el despeñadero a ciegas, pero eso nunca supuso ningún problema. Conocía cada una de las piedras, cada una de las ramas. Siempre se había sentido seguro allí.

Pero ya no podía seguir arriesgándose de ese modo. Hacía tres años que le dolían las caderas y le costaba mucho andar, y sin embargo no quería ir al médico. No tenía nada contra ellos, aunque tampoco creía que hubiera nada que hacer con sus caderas. En cualquier caso, no sin pasar por el quirófano, y la idea de tener que ir al hospital lo aterrorizaba. Tenía la impresión de que una vez dentro no volvería a su granja jamás, y puesto que tenía previsto morir en su propia cama, prefería resignarse a no poder alejarse de su terruño.

Prefería apretar los dientes y aguantar.

El día se presentaba de nuevo soleado y claro, lo que significaba que no le iría demasiado mal. Los días malos eran los húmedos, cuando el frío se le metía en los huesos. La casa no se calentaba fácilmente y sobre todo en invierno las habitaciones siempre tenían humedad. Su madre solía ponerles ladrillos dentro de las camas por la noche, justo antes de acostarse, después de haberlos calentado durante horas en el horno de hierro colado de la cocina. Ni siquiera entonces las sábanas acababan de secarse del todo, pero al menos estaban algo cálidas. Pero hacía ya mucho tiempo que su madre se había ido para siempre, Gwen no había aprendido esa buena costumbre y él, como le ocurría con muchas otras cosas, pensaba que no valía la pena recuperarla. Le incomodaba encontrar la ropa de cama húmeda cuando se acostaba, pero de todos modos acababa durmiéndose y entonces dejaba de notarla.

Levantó la cabeza y aguzó el oído. Todos parecían estar aún durmiendo. No se oía ningún ruido procedente de la habitación de Gwen y tampoco había movimiento todavía en la que dormían los Brankley y sus dos perros. Mejor. Después de una velada como la que había tenido que soportar, solo conseguirían crisparle los nervios.

Arrastró los pies hasta la cocina para prepararse un café, pero al ver el desorden que reinaba en ella se detuvo antes de cruzar la puerta. Jennifer había tenido que ocuparse primero de Gwen y luego de sacar a pasear a los perros, por lo que le había tocado a Colin recoger la mesa. Este, tras retirar los platos, los vasos y la comida y dejarlo todo en la cocina, era evidente que había dado por cumplida su tarea. Los platos estaban apilados sobre la mesa y el aparador y llenaban también el fregadero. Había restos de sopa, de asado y de verduras pegados en las cacerolas. El olor era desagradable.

Chad decidió renunciar al café por el momento.

Lentamente dirigió sus pasos hacia la pequeña habitación que había junto al salón, la que Gwen y él utilizaban a modo de despacho. No es que hiciera falta realmente seguir llevando la contabilidad de la granja, pero allí es donde tenían el ordenador. A pesar de que Chad se negaba a beneficiarse de los adelantos de la época, Gwen había logrado convencerlo para que accediera a tener uno en casa. Las paredes estaban cubiertas por estanterías de madera que, en otros tiempos, en los que la granja de los Beckett todavía producía unos modestos beneficios, habían servido de archivador. Había un par de catálogos sobre el escritorio. De moda, como pudo comprobar Chad, con vestidos de los que Gwen se compraba de vez en cuando. Se dejó caer con un gemido sobre la silla del escritorio y conectó el ordenador.

¡Mira por dónde, a esas alturas había aprendido a manejar aquel trasto! Ya se había resistido el tiempo suficiente, hasta que Fiona había acabado por convencerlo para que obtuviera una dirección de correo electrónico. Para ser más exactos, había sido ella quien se la había conseguido. Incluso le había configurado la contraseña.

—Gwen se sienta a menudo frente al ordenador. No tiene porque leer tu correo —le había dicho Fiona.

—¿Qué correo? Si ya no recibo ni correo normal, ¿quién quieres que me mande noticias por el ordenador?

—Yo —le había respondido Fiona.

A continuación le había explicado, lentamente y con mucha paciencia, cómo funcionaba: cómo podía acceder a su correo, dónde debía introducir la contraseña —que era la palabra Fiona, naturalmente— y cómo se abrían los mensajes. Y cómo podía responderlos, por supuesto. Desde entonces mantenían correspondencia a través de ese extraño medio del que, sin embargo, Chad seguía recelando, a pesar de que tampoco había conseguido resistirse a su atractivo: le gustaba eso de recibir una carta de Fiona de vez en cuando. Y lo de poder contestarle con un par de parcas palabras. No obstante, no había osado aventurarse más en el mundo de esos trastos modernos, que es como él llamaba a los ordenadores. No se le había pasado por la cabeza la idea de navegar por internet, porque de todos modos no tenía ni idea de cómo funcionaba. Ni ganas.

El día anterior, había visto a Fiona bastante nerviosa. Probablemente necesitaba provocar un escándalo para calmarse. El ataque contra Dave Tanner había sido una válvula de escape para ella, si bien Chad estaba convencido de que la aversión que había demostrado contra el prometido de Gwen era genuina, como lo eran las reservas al respecto de su compromiso. Es posible que Fiona tuviera razón en sus insinuaciones acerca de los propósitos de Tanner, pero con la mejor de las intenciones él no podía enfadarse por eso. Era la vida de Gwen. Iba a casarse con más de treinta años, desde luego no era demasiado pronto, y tal vez llegaría a ser feliz con Tanner. Chad no creía que el amor fuera el único motivo por el que dos personas podían casarse. Era posible, desde luego, que lo que Tanner pretendiese fuera mejorar su nivel de vida. ¿Y qué? Al fin y al cabo eso sería bueno para la granja de los Beckett. Quizá llegaran a tener hijos y Gwen florecería como madre. Era una persona muy solitaria. Chad lo veía de un modo pragmático: mejor Tanner que nadie. No entendía por qué a Fiona le enfurecía tanto ese tema.

Después de haber aguado la celebración, se había sentado allí y había encadenado incontables cigarrillos, uno detrás del otro. La conocía desde que era muy joven, mejor que a cualquier otra persona en el mundo, se había dado cuenta de que algo la preocupaba y la importunaba y, efectivamente, después de lamentarse un rato sobre las previsiones de boda de Gwen, al final había abordado el tema.

—Chad, últimamente estoy recibiendo unas llamadas extrañas —le había dicho en voz baja—. Ya sabes, llamadas anónimas —se había apresurado a añadir.

Él no sabía de qué le hablaba, no había recibido jamás llamadas de esas.

—¿Llamadas anónimas? ¿De qué tipo? ¿Te han amenazado?

—No, nada de eso. Quiero decir, que quien llama no dice nunca nada. Se limita a respirar.

—¿Es…?

Fiona había negado con la cabeza.

—No. Ese tipo de respiración, no. Yo diría que no es sexual. Es una respiración silenciosa. Creo que quien está al otro lado se limita a escuchar cómo me enfado y luego, al cabo de un rato, cuelga.

—¿Y qué haces cuando te enfadas?

—Pregunto quién es. Qué quiere. Le digo que ese silencio no lleva a ninguna parte. Que me gustaría saber qué sucede. Pero nunca responde.

—Tal vez deberías limitarte a hacer lo mismo. No digas nada. Cuelga en cuanto oigas la respiración.

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